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Lo propio de una universidad (Una lección de Ignacio Ellacuría)

Luis Armando González

Este 16 de noviembre se cumplirán 32 años del asesinato de los jesuitas de la UCA y también de Elba y Celina Maricet Ramos. Desde aquella trágica fecha, en cada noviembre, los recuerdos sobre esos jesuitas –sobre su talante, sus capacidades y su obra académica e institucional— me asaltan, sin que yo pueda oponer resistencia a los mismos. La imagen de sus cuerpos atravesados por las balas ocupa un lugar borroso en mi memoria; lo opuesto sucede con sus enseñanzas que, en aspectos sustantivos, han terminado por integrarse en mis estructuras mentales como algo firme e imborrable (al menos, mientras mi cerebro no sufra algún tipo de deterioro que afecte esos recuerdos).     

En estos días, Ignacio Ellacuría ha estado presente en mi pensamiento. No es casual: prácticamente durante todo el año he estado dándole vueltas, con preocupación, a la situación de las universidades del país en una post pandemia por coronavirus que todavía no anuncia una solución definitiva. En realidad, mi preocupación por la situación de la educación superior viene del año pasado, cuando la emergencia suscitada por el coronavirus condujo a la clausura abrupta de las actividades educativas presenciales y al establecimiento de lo virtual como la única opción educativa; una opción impuesta, se entendía bien en aquellos momentos, por la necesidad de impedir al máximo los contactos directos entre las personas. Es decir, para asegurar lo que se dio en llamar el “distanciamiento social”.

Cuando el año 2020 estaba por terminar, tuve la expectativa positiva –cuando las restricciones a la movilidad social y las concentraciones de personas comenzaron a relajarse— de que, en el nuevo año, aunque fuera más tarde que temprano, el quehacer universitario iba a retomar el rumbo interrumpido por la crisis en la salud pública del año anterior. Pensé que el quehacer universitario –con sus aulas abarrotadas de estudiantes, sus actividades extracurriculares, los debates académicos cara a cara, los foros, los alumnos y los docentes ocupando los campus, en fin, haciendo realidad la vida universitaria— iba a retomar, con nuevos bríos y energías, la senda de la docencia, la investigación y la proyección social.

¿Por qué pensaba esto? Porque, en primer lugar, la interrupción de la vida universitaria en 2020 había sido algo accidental, es decir, no fruto de un plan o estrategia para cambiar el rumbo del quehacer universitario; se había tratado de una interrupción generada por un fenómeno exógeno a la vida universitaria, que –creía yo— una vez superado permitiría volver a la ruta previa. No estoy diciendo que esa ruta fuera la mejor, sino que era la que yo preveía que seguiría una vez se superara la situación crítica. En segundo lugar, pensé que, en 2021, se retomaría el quehacer universitario de siempre –dominado fuertemente por lo presencial— debido a que en distintos ámbitos de la vida social las actividades de convivencia, interacción y participación se estaban abriendo camino.

A medida que 2021 fue avanzando, estas actividades (deportivas, religiosas, comerciales y turísticas) se hicieron más recurrentes y, a estas alturas, salvo por las mascarillas, la medición de temperatura y el lavado de manos con alcohol gel, las personas se dedican a todo lo que solían hacer antes de 2020, sin mayores (o con muy escasas) restricciones. Sin embargo, la vida universitaria no se ha reactivado en sus dinámicas presenciales características, salvo en algunas áreas bien delimitadas. Es paradójico: mientras que los estadios deportivos, las iglesias y los centros comerciales (por no hablar de mercados, discotecas, fiestas familiares o comunitarias y excursiones) acusan una vitalidad inocultable, con grupos de personas interactuando en esos espacios, los campus universitarios, a lo largo del año 2021 han estado (y continúan cuando el año casi termina) vacíos o casi vacíos.

La sensación –por lo menos la mía— es que la vida universitaria se ha acabado en ellos; y esa sensación tiene su origen en mi convicción de que la vida universitaria no se reduce sólo a las clases (sean estas presenciales o virtuales). Porque es claro que quien considere que la misión de la universidad se reduce a dar clases dirá que no importa que los campus estén vacíos en tanto se cumpla la “misión” docente, misma que se realiza ahora con medios virtuales y con unas limitadas (y excepcionales) actividades presenciales.

Se ha afianzado la idea de que el vaciamiento de los campus universitarios obedece a medidas de prevención sanitaria, es decir, en vistas a proteger de posibles contagios a estudiantes, docentes, investigadores y administrativos. Es una razón de peso, sin duda alguna. Pero su eficacia se diluye (o incluso se revela nula) si otros espacios de agrupamientos masivos (o que de interacciones sociales estrechas) son ocupados por personas de la más distinta procedencia geográfica, edad y condición educativa, laboral y social.

Una pregunta que hay que hacerse es la siguiente: ¿cuántos miembros de las comunidades universitarias participan de esos espacios? Si son bastantes, las medidas preventivas al interior de los campus –en especial, la medida extrema de mantenerlos cerrados— tiene poco sentido. De hecho, sería mucho más loable (desde el punto de vista la cultura académica y científica) correr el riesgo de contagiarse de coronavirus en los campus universitarios (realizando lo propio de la vida universitaria que, como dije, va más allá recibir o dar clases) que contagiarse en bares, casinos, estadios, centros comerciales, restaurantes o cines. Que no se vea así indica cuáles son las prioridades en nuestra sociedad.      

   ¿Qué tiene que ver Ignacio Ellacuría con las anteriores ideas? Tiene que ver, en lo que me concierne –y en lo que recuerdo de él como maestro y gestor universitario—, con lo siguiente: Ellacuría pugnó porque el campus de la UCA siempre estuviese activo en su quehacer académico, cultural y de convivencia, lo cual significaba sortear lo más pronto posible cualquier situación que pusiera en riesgo el cierre de la universidad. La UCA debía mostrar su fortaleza ante amenazas, atentados (como las bombas que estallaron en su campus) o calamidades (como el terremoto de 1986) manteniendo su vida universitaria. En los momentos inmediatamente posteriores a su asesinato, quienes trabajábamos en la UCA teníamos una meta: mostrar a los militares y a la derecha oligárquica que la UCA seguía viva, con sus clases, investigaciones, publicaciones y actividades culturales. Es decir, que el campus estaba abierto y seguiría abierto pese al golpe mortal dado a la comunidad universitaria.   

Este afán por mantener vivo el quehacer universitario tenía que ver, en Ellacuría, con su idea de que algo propio de la Universidad Latinoamericana era (tenía que ser) su presencia en la sociedad, una presencia que cobraba vida a partir no sólo de la formación de profesionales de primer nivel, sino del influjo y proyección de las ideas, los debates y las publicaciones que se generaban al interior de la universidad. Lo más importante para la UCA, decía, está fuera de ella, no en su interior. Un recinto universitario cerrado (sin vida universitaria en su seno) no podía tener un influjo en la sociedad –animando una conciencia crítica en el ámbito público— ni generar los productos investigativos que alimentaran ese influjo ni ser, obviamente, una universidad para el cambio social.

Es probable que sobren quienes estén satisfechos, e incluso contentos, con unos campus universitarios cerrados. No sería raro que aparezca alguien que declare la “muerte de la universidad tradicional” y abandere el surgimiento de una “nueva universidad”, más rentable y eficiente, y limpia de la molesta presencia de estudiantes, profesores e investigadores. Si se diera esta eventualidad, sería bueno, antes de aplaudir, meditar sobre la pérdida que supondría para las sociedades no contar con los focos civilizatorios y libertarios que son (y que han sido) las universidades “tradicionales”. Por mi parte, creo que estoy casado con la visión de universidad que aprendí de mi maestro. La considero fresca y subversiva, además de potente y realista: una visión oportuna para unos tiempos de débil compromiso moral e intelectual y de un conservadurismo digital teñido de novedad tecnológica.

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