LOBO ESTEPARIO INVISIBLE EN SAN SALVADOR
Por Tania Primavera
Ella se amarra la venda, las heridas aún duelen en el brazo. Bajo techo, nada pasa. Las hojas secas están por todos lados afuera. Los días son mas largos. El abuelo caminante invisible en San Salvador. Busca
unos
ojos
en
un
carro
que
no
conoce.
Los mangos ya cayeron todos, solo quedan algunos podridos. Todos los días le distrae la misma música. Se han alejado los seres que nunca estuvieron. Se da cuenta que hay una soledad silenciosa permanente. Que nunca ha podido entrar a una dimensión normal de vida. Que le persigue la senda azul del camino rojo ancestral sin saber el idioma. Habla de raíces con pasión. Algunos la escuchan.
Habla de una casa en Los Planes de una familia de artistas, ya ninguno vive y viven en su estrella marina o de cielo universo, tiene un as bajo la manga. No va a ningún lado. Al volver, se refugia y encuentra a diario en su habitación con la laptop vieja, la cama de madera, la serigrafia de la mujer de Viet Nam, las pinturas de Humano y el hombre rojo y el lobo estepario de Mauricio Valiente. Tampoco ha podido escribir algunos temas que todos olvidaron. Está él, el cineasta desconocido muerto. O el pueblo de Apaneca en lo alto de El Salvador.
Cuando la tarde llega,
atraviesa calles,
mira a los encostalados
acercarse a la hora del ocaso.
Buscan refugio en los jardines del redondel de la fuente luminosa de la 25 avenida norte, el Monumento al Mar. Los choferes de los buses sin mascarilla, dentro, los cantantes cantan sin mascarilla sus melodías, piden monedas que nadie les da. Los limpiaparabrisas de los semáforos son más y más, niñas y niños limpian y piden monedas. Algunos viejos pelean por los centavos con los más pequeños. Entre ellos, inmóvil el busto del rector asesinado en los ochentas Félix Ulloa, frente a la Universidad.
Todos los días
pasa el anciano
semidesnudo
en harapos
come lo que hay
entre los basureros
nadie se le acerca
su mundo es otro
está alejado de todos
tampoco tiene mascarilla
ni sabe de la en pandemia
ve los años pasar
La mujer que tejía crochet por el colegio Guadalupano tampoco apareció más, algunas bolsitas que hacía tejidas las daba a cincuenta centavos, era el gusto por estar y hacer algo.
A veces ella siente que es ellos, los seres que deambulan en la calle. Que llega en el silencio de la noche a buscarlos.
Ponerse en los pies del vago, del sin casa, del loco o la loca. Ponerse en el lugar del otro, como San Uraco en el Cristo Negro que investiga Rafael o algo así, pero no así, ponerse en el lugar del que se le fue la vara y no sabe, no siente, sigue en soledad, habla en soledad.
El abuelo caminante con ojos idos en otra parte, camina y camina, carga sus dread locks naturales por andar y andar, camina por la Zacamil y deambula por toda la U, pasa al atardecer cerca del museo memoria cercano a la fuente de Benjamín Saúl con caballitos de mar, con antiguas casas toca los muros de piedra.
nadie lo ve,
todos lo ven,
nadie le habla,
no habla con nadie,
solo, con él, como un lobo estepario solitario
Pasan los años así, ¿quién sos? ¿quién fuiste? Los vendedores se apartan. Los encostalados buscan donde dormir. Piden dinero. Piden techo. Suben y bajan por las mismas calles. Siguen invisibles.
Busca desde lejos ver esos ojos en un carro que no conoce, pero que nunca volvió a ver. Desata la venda, apretaba. Lo ve de lejos, ella lo ve también, y voltea y sigue por las calles de San Salvador. Amarra la venda. Él, abre los brazos, sigue caminando con sucios pies por las calles de la memoria sin memoria, con el volcán con cielos de naranja y rosa.