Álvaro Rivera Larios
Escritor
En nuestro país, el cosmopolita descerebrado se persigna cada vez que lee o escucha el término tradición, por creer que todo aquel que lo utiliza es un tradicionalista. El tradicionalista descerebrado saca sus armas cada vez que alguien menciona los beneficios de “las influencias culturales externas”. El tradicionalista cree que el patio en el cual vive es el mundo; su adversario despoja al patio de su casa de cualquier valor para glorificar al universo. Por lo general, los dogmáticos de uno y otro bando ignoran que la misma dialéctica entre lo local y lo universal, entre el adentro y el afuera, es de origen cosmopolita, dado que su primera gran formulación filosófica se desarrolló al calor de ciertas luchas políticas y culturales que tuvieron lugar en la Europa de los siglos XVIII y XIX. Los protagonistas de esas contiendas fueron entonces la cultura francesa de vocación universal y el localismo emergente y en busca de legitimidad y sentido de los estados alemanes.
Los aristócratas alemanes de la primera mitad del siglo XVIII eran afrancesados, su imagen de la gran cultura tenía por modelo la cultura gala: puestas ante ese espejo, las singularidades del idioma y las diversas manifestaciones del pensamiento y el arte alemanes les parecían expresiones poco desarrolladas y toscas. En 1780, Federico II, rey de Prusia, propuso una reforma de la bárbara lengua que hablaban sus súbditos para que esta obtuviese la perfección y la elegancia del prestigioso idioma francés. Frente a ese galicismo de los aristócratas, se alzaron pensadores y artistas que, sin dejar de admirar la cultura francesa, empezaron a poner el alto la lengua, las ideas, el arte y el folklore de los pueblos germanos.
Tradiciones siempre han existido, pero fue con la aparición del romanticismo alemán que se propuso con nitidez la idea de articularlas de forma sistemática como tradiciones “nacionales” originadas en la dinámica interna de una historia, unas costumbres y una lengua propias. Este espacio cultural interior que tenía articulaciones institucionales singulares ofrecía una barrera de resistencia contra la fuerza del universalismo cosmopolita que propagaban los ilustrados. La conciencia moderna de la transculturización y el temor a la perdida de “las raíces nacionales” son de origen romántico.
Las “esencias nacionales” –esas que algunos invocan con el pecho en alto– se construyen a partir de simbologías colectivas pre-existentes, pero ahí donde tales pluralidades culturales se homogeneizan para convertirlas en antecedentes y valores compartidos por los ciudadanos de un Estado, este proceso de naturaleza ideológica se realiza siguiendo un modelo romántico. Este crea “la diferencia local” amalgamando tradiciones distintas, y a veces enfrentadas, en una unidad de sentido histórico. De esa forma, las etnias indígenas mesoamericanas fueron incorporadas retóricamente (como “lo propio”) a los relatos de las nuevas naciones surgidas en el siglo XIX (México, Guatemala, El Salvador, etcétera).
Uno de los grandes manifiestos del nacionalismo romántico en América Latina lo escribió José Martí y es “Nuestra América”. Ahí, en ese texto, ya se plantea la pugna entre quienes desprecian lo local –y ensalzan los valores y saberes europeos– y aquellos que reivindican la singularidad de nuestras sociedades exigiendo valores y saberes que se acomoden a ellas y las reflejen. La disputa de Martí contra europeístas nativos como Sarmiento ya era en el fondo un pleito de familia. Era un pleito de familia porque ambos trasladaron a nuestros territorios, adaptándola a otras circunstancias, una pugna que había afilado sus planteamientos filosóficos en el conflicto que libraron el universalismo francés y el romanticismo alemán.
El valor de lo local (la historia, las costumbres, la lengua y la sangre propias) que exaltaron los románticos preparó el terreno para la oposición entre la tradición artística-literaria “nacional” y el influjo –que se consideraba avasallador– de la estética universalista neoclásica que decía inspirarse en el modelo intemporal del arte greco-latino. En el siglo XIX, la pugna entre las estéticas nativas y el universalismo neoclásico terminó decapitando la noción de una belleza eterna y válida para todos los lugares, dando paso a las bellezas (en plural) dotadas de sus propias jerarquías de valor y localizadas en un tiempo y un espacio social determinados. Se historizaron así los valores estéticos confiriéndoles además una dimensión antropológica.
Desde entonces, todo arte vendría a ser un hijo del tiempo y el lugar que le ha tocado vivir, desde entonces se habla de que todo arte expresa un paisaje y unas costumbres determinadas (de ahí la literatura gauchesca, el muralismo mexicano, etcétera). Por esto dijo Borges –con otras palabras– que los localismos estéticos en América Latina eran una moda europea. Obviamente, simplifico, pero lo hago para situar los antecedentes universales de un problema que mal planteamos localmente.
Ya sea que denigremos o reivindiquemos “lo local” en nuestras reflexiones estéticas, en ambos casos nuestra mirada en su base arrastra una deuda europea. Detrás de la singularidad cultural de un escritor como Salarrué hay unos antecedentes ideológicos y artísticos que vinculan su visión a una serie de debates y búsquedas expresivas que tuvieron origen en la Europa de los siglos XVIII y XIX. Parte de esa herencia llegó a nuestro escritor a través de la estética de la revolución mexicana. El rechazo del racionalismo positivista y el interés por la cultura popular (rasgos asociamos con Salarrué), son también rasgos típicos del romanticismo que, a comienzos del siglo XX, podemos encontrar todavía en un poeta irlandés como Yeats y que también podemos encontrar dispersos a lo largo de la América Latina nacionalista de esa época. Al tener antecedentes europeos, los localismos estéticos de la América Latina de las primeras décadas del siglo XX son parte ya de la moderna dialéctica de una cultura mundializada. De ahí la paradoja de que hasta la fas vernácula de Salvador Salazar Arrué tenga un envés cosmopolita.
Al sacar a la luz una violencia latente en la visión neoclásica del arte y la literatura –la de un concepto universal de la belleza (con sus jerarquías, divisiones, reglas y modelos) que sancionaba rígidamente la libertad creativa de los individuos y desvalorizaba las expresiones artísticas locales que no se ceñían a ciertos criterios de validez general–, el romanticismo no renegó de los intercambios en el espacio de una literatura planetaria para encerrarse en sus feudos provincianos, lo que hizo fue darle otras reglas de juego a ese campo global en el cual convergían las obras de arte creadas por individuos procedentes de ámbitos culturales distintos. Así fue como la diferencia estética, como expresión de “diferencia cultural”, dejó de ser vista como una anomalía y pasó a ser estimada como un gran valor en el campo de las oposiciones y diferencias de un arte globalizado.
Cuando Salarrué escribió los “Cuentos de barro”, su recreación del lenguaje popular y su poetización del paisaje rural salvadoreño –como doble búsqueda de una forma literaria y de una identidad nacional– ya era una regla de juego consentida y legitimada dentro del ámbito de las letras globales. La expresión de lo típico ya formaba parte de las corrientes estéticas del mundo. Es por eso que nuestro regionalismo y nuestro indigenismo, sin dejar de formar parte de una historia interna, son también objetivaciones de la gramática de la creación generada por el romanticismo. En ese sentido, nuestro arte más vernáculo es un capitulo especifico del arte occidental. Así que nuestras letras han sido cosmopolitas hasta en su manera de huir del cosmopolitismo.
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