por Álvaro Darío Lara
A Tania Primavera, con afecto.
El inicio de los años setenta en el país, fue sumamente intenso en el ámbito de lo social, político y cultural.
Después de décadas y décadas de férreo control militar por parte de los gobiernos, los problemas –no resueltos- relativos a la justicia y a la democracia, comenzaron a pasar terribles facturas a los regímenes de turno.
El surgimiento de la guerrilla y la gran movilización universitaria y social, impactaron dramáticamente en una sociedad que se había mantenido en relativa y aparente paz durante muchos años.
Pese a los desmanes cometidos por los grupos de poder y por el Estado de aquellos tiempos, la institucionalidad cultural había crecido y se había fortalecido, bajo la visión futurista e innovadora de personalidades de la talla de Walter Béneke y Carlos de Sola, quienes dieron un impulso muy importante en la creación de proyectos destinados a potenciar y promocionar la actividad cultural y artística.
Para 1971, la Dirección de Publicaciones, inició, bajo la colección “Tejik” (Sonoro pez del bosque) una valiosa edición de libros de jóvenes poetas y narradores, que constituían a la sazón, promesas para las letras nacionales.
Las impresiones eran en pequeño formato, pero dotadas de un esmerado gusto. Así se publicó, para citar un rápido ejemplo, la obra de Alfonso Quijada Urías (1940) y la de Mauricio Marquina. En otras colecciones aparecieron volúmenes de Ricardo Lindo, Rolando Costa (1941), José María Cuéllar (1942), David Escobar Galindo (1943) y otros.
Un libro muy singular lo constituyó una selección de noveles poetas, de edades un tanto disímiles, que apareció calzado con el título de: “Las cabezas infinitas” (1971). Esta publicación traía los versos de Ricardo Castrorrivas (1938), Eduardo Sancho (1947), Ricardo Jesurum (Ricardo Lindo, 1947-2016), Manuel Sorto (1950), Roberto Monterrosa (1945), Ricardo Humano (Ricardo Aguilar, 1940-2021) y Mauricio Marquina (1945).
Asimismo, como elementos paratextuales, encontramos la presencia de varios artistas plásticos que ilustraron el libro, entre ellos: Mauricio Jiménez Larios (1949), Armando Solís (1940), Roberto Huezo (1947), Antonio García Ponce (1938-2009) y Roberto Galicia (1945).
“Las cabezas infinitas” ofrece un panorama interesante de la poesía que se ensayaba en el país, por parte de los jóvenes escritores. Naturalmente, algunos continuaron con el cultivo de la vocación poética. Otros se decantaron por disciplinas artísticas diferentes u otras actividades no literarias. Lo importantes es que, gracias a esta publicación, poseemos un referente bibliográfico de la poesía salvadoreña a inicios de una década turbulenta que sería la antesala de la guerra civil.
La influencia del movimiento hippie, de los poetas beatnik, de cierto tardío surrealismo, se respira en estos escritos, plagados de planos existenciales que proclamaban la libertad del cuerpo y de la patria, reivindicando la belleza del entorno, la misteriosa magia del mito, el drama de los oprimidos y la idealización de lo prehispánico. No son voces homogéneas –Dios nos guarde-, pero sí, son hijos de una época. Sería formidable la reedición de este volumen.
Por otra parte, una brevísima novela que da cuenta de esta cosmovisión de los jóvenes poetas y artistas de finales de los años sesenta y de inicios de los setenta, es el texto “Operación amor” (1980), del escritor y cineasta Manuel Sorto.
El escenario es una especie de comuna, instalada en una finca e integrada por jóvenes que experimentan una nueva espiritualidad mediante el uso de drogas, la meditación, los viajes astrales, la música y otras vivencias sin límites.
La realidad del país se introduce, mediante la figura de un comandante del ejército nacional, que asalta el lugar, y quien, luego, participa activamente en las dinámicas que allí se producen.
Un personaje sobresaliente es una rica y fascinante mujer, Andrea, dueña de la propiedad; y los inquietos y vitales muchachos (El Hermano Cósmico, el Pocho, San Juan, el Gurucito, el Chobeto, y otros), que, van y vienen en esos días de sensaciones intensas y de horror político.
Aparentemente la historia se apoya en algunos hechos reales, que conforman una de las épocas literarias y artísticas más interesantes del país, cuyo estudio es, aún, una deuda pendiente por parte de la academia.
Por cierto, nuestra inolvidable poeta Claudia Lars (1899-1974), nos dejó una estampa de aquella generación, en su poema “Visita”, aparecido en su libro “Poesía Última” (1975): “Los tres llegaron con sus barbas, melenas, /escapularios de brujos inofensivos/y chirriantes sandalias de cuero crudo./Hablaban de arte pop y platillos voladores;/ también de gurúes, videncias/ y otros perejiles…/Como su juventud alegraba mi casa/yo les iba ofreciendo tacitas/de café negro./ De pronto recordé un antiguo poema del mundo/ y lo dije en alta voz/ como si rezara./Ellos, acomodados en sus sillones,/parecían tres muñecos estupefactos”.
El hermoso poema está dedicado, a uno de aquellos asiduos visitantes a la casa de Claudia Lars: “Humano”. Pseudónimo de Ricardo Aguilar, de los poetas incluidos en “Las cabezas infinitas”, pintor, artista, hombre místico, quien recientemente ha iniciado su viaje al Absoluto.
Ricardo Humano, mostró desde muy joven, una gran propensión hacia el arte de la palabra y de los colores. Fue un gran viajero, conversador, animador de proyectos culturales y editor.
Un rasgo muy distintivo de su personalidad y quehacer, fue su inclinación por los senderos espirituales, por esos caminos del ser, a los que eran tan afectos la misma Claudia y desde luego, Salarrué (1899-1975), a quien se acercó con respeto y amistad, convirtiéndose a la muerte de Maya Salarrué (hija del excepcional Sagatara), en el depositario de un importante legado personal, artístico y literario de nuestro gran narrador y pintor.
Posteriormente, Ricardo, entregó este legado, resguardado por la Fundación La Casa de Salarrué, al Museo de la Palabra y de la Imagen (MUPI).
Gracias al trabajo de rescate de Ricardo, parte de la obra, archivos epistolares y valiosísimos objetos de Salarrué, se han preservado.
Como hombre de cultura y como creador, Ricardo Humano, deja una obra inédita, digna de una importante revisión crítica y publicación, amén de su trabajo plástico.
Sin duda, su figura, quehacer y herencia cultural, es determinante para entender, repetimos, uno los períodos más particulares de las artes salvadoreñas.
¡Qué su viaje al Eterno Infinito, sea maravilloso! ¡Qué así sea!
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