René Martínez Pineda *
En los años 50 del siglo XIX, prostate el país era un paraje fascinante y misterioso iluminado, apenas, por sesenta candiles públicos y por dos millones de luciérnagas; un país naciente que intentaba lidiar con las trabas de su fundación, con los líos de la soledad que trajo consigo la independencia, dentro de los cuales podemos citar: delincuencia, corrupción, escasas rentas públicas, guerra contra los filibusteros, etc. Esa soledad del país (Europa vivía los problemas conspirativos propios de las monarquías, colmados de venenos fulminantes y puñales) lo hizo redactar “decretos de compañía” (no federativos) como el del 12 de mayo de 1858 que “autoriza extraordinaria y omnímodamente al Supremo Poder Ejecutivo para que, celebrando Convenios conducentes con los gobiernos de Guatemala, Honduras, Nicaragua y Costa Rica, procure y concurra a organizar y establecer dentro del menor término posible y de común acuerdo con ellos, un gobierno nacional que rija a Centro América… para salvarla de las invasiones filibusteras”. Esa guerra amainaba las “arcas de hacienda” para la inversión pública del Estado, arcas que en 1858 estaban bajo la custodia del Señor Don José María Cáceres “que con toda puntualidad y esmero ha servido la Tesorería General, ascendido al destino de la Contaduría Mayor…” decía, un informe del llamado Parte No Oficial.
El país se abría rápidamente al mundo por el movimiento marítimo del Puerto de Acajutla (el tren tardía veinticinco años más) pero la visión del espacio seguía siendo estrecha y la del tiempo lenta: un minuto actual equivalía a años y eso no generaba traumas, y los hechos que se conocían muchos meses después seguían siendo noticias frescas, pues éstas volaban con la presteza de los bergantines, uno de los cuales trajo, meses después, la noticia del último atentado en Europa. El 20 de abril de 1858 atracó en Acajutla el bergantín de guerra francés “Alcibiade” (nombre propio, masculino, originario del griego que significa “existencia vigorosa”) de 20 cañones, procedente de San Francisco de California, con 23 días de navegación movidos por un motín fallido, comandado por el capitán de Fragata A. de Marigny y ciento veinticinco hombres de tripulación. Traía en las bolsas del correo una noticia fuerte, aunque no fuera de lo común, ni en la realidad ni en las profecías (que venían en el correo, también) de los palabreros de entonces que inflaban la fantasmagoría para que cupiera el pensamiento mágico-religioso. Un astrónomo alemán había profetizado que París sería destruida por un terremoto el 20 de diciembre de 1857. Otras de las profecías de ese año traídas por el bergantín: Holanda se hundirá por completo el 25 de diciembre; el 30 de diciembre estallará una insurrección en una de las principales potencias europeas; el 3 de enero de 1858 un sismo destruirá París; en 1860 sucumbirán cuatro monarquías; en 1862 los chinos y los indios invadirán Europa; en 1890 el caos reinará en el mundo; en 1900 la civilización renacerá en Australia; en 1908 vendrá el Anticristo; y en 1909: el fin del mundo…
Ninguna profecía se cumplió, pero enero fue elegido como un mes predestinado para los europeos. Un atentado –como sismo característico de los pleitos políticos- ocurrió el 14 de enero de 1853. Los detalles se supieron por el Acta de Acusación publicada por “Le Courier de l’Europe” (27 de febrero de 1858) traída por el “Alcibiade” -cinco años después- contra Orsini, de Rudio, Gomez, Pieri y Bernard (a quienes ya conoceremos).
En ese entonces el célebre filibustero William Walker (periodista, abogado, médico y político estadounidense) preparaba dos expediciones para invadir Centro América, expropiarle sus riquezas, profanar los templos y la religión y “satisfacer por todos los medios de la rapacidad y la fuerza, su extremada codicia e inmoralidad, sometiendo por último a los hijos del país a la condición de abyectos y miserables esclavos” (Gaceta del Salvador, Cojutepeque, Miércoles 12 de mayo de 1858, Decreto No. 44).
El Procurador General, acerca de la Corte Imperial de París, dijo que, por sentencia del 12 de febrero de 1858, la Cámara de acusación de la susodicha Corte enviaría ante el tribunal de Assises del Sena para ser allí juzgados conforme a la ley: 1) a Felice Orsini, hombre de letras, de 39 años de edad, nacido en Meldola (Estado Romano) que vivía ordinariamente en Londres y estaba alojado en París, calle Monthabor, No. 10; 2) a Carlos de Rudio, de 25 años, profesor de idiomas, nacido en Bellune (Venecia) que vivía ordinariamente en Nottingham (Inglaterra) y estaba alojado en París, calle Montmartre, No. 132, Hotel de France et de Champagne; 3) a Antonio Gómez, de 29 años, doméstico, nacido en Nápoles, Italia, que vivía ordinariamente en Inglaterra y estaba alojado en París, calle de San Honorato, Hotel de Saxe Cobourg; 4) a José Andrés Pierri, profesor de lenguas, nacido en Luca (Toscana) que vivía ordinariamente en Birmingham (Inglaterra) y estaba alojado en París, calle Montmartre, No. 132, Hotel de France et Champagne; y 5) a Simón Francisco Bernard, cirujano de marina, nacido en Carcassone (Aude) en fuga.
El relato realizado por el Procurador General, según las piezas e instrucciones que le constaban, detalló, a su modo, los pormenores del hecho. Y es que un nuevo atentado fue dirigido contra la vida del Emperador, Napoleón III. Sin embargo, Su Majestad –como, protocolariamente, son llamadas estas personas- no sufrió daño alguno, pero a su alrededor fueron heridas numerosas víctimas (el parte oficial menciona 12 muertos y 144 heridos, entre ellos Orsini). Nada detiene en efecto el furor de las pasiones demagógicas, dijo, notoriamente colérico, el Procurador. Ya no les bastan la pistola y el puñal, agregó, dando un golpe en su mesa de noche. En la ciudad todos comentaban, temerosos, que a los usuales instrumentos de asesinato eran incorporadas máquinas inventadas y dispuestas con un arte infernal, tales como las bombas lanzadas contra el Emperador. Los ejecutores del atentado fueron descritos como una banda de asesinos extranjeros, quienes –aprovechándose de la hospitalidad generosa de Inglaterra- prepararon el plan varias semanas antes, dándole a éste una connotación global.
Lo que conmocionó a la opinión pública era que, en esta ocasión, el atentar contra Napoleón III –contra su “persona sagrada”, según los periódicos de toda Europa- tendría como daño colateral (daños que no provoca el veneno) la muerte de la Emperatriz Eugenia, a quien consideraban la Princesa de la Beneficencia, y la muerte de algunos de la multitud reunida con él para darle mayor impacto al atentado.