Luis Armando González
Qué le vamos a hacer: hay autores que, en serio, nos gustan. También nos gustan otras personas, obviamente. Pero quiero referirme aquí a la postura que solemos tomar con los autores, hombres y mujeres, cuyos libros, artículos o columnas de opinión hemos leído, apropiándonos no sólo de sus ideas, sino de su talante y posicionamientos morales e intelectuales. A la mayoría de ellos –si es que no a todos— no los conocemos y jamás los conoceremos personalmente, pero no importa: es como si los conociéramos y fueran nuestros amigos íntimos. No sólo aceptamos sus tesis ni sólo las asumimos como nuestras, sino que, por esto último, nos sentimos obligados defenderlas a capa y espada y a defender a su autor ante lo que consideramos ataques arteros por parte de quienes no entienden sus planteamientos. Quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra: todos tenemos a nuestros escritores, científicos o filósofos preferidos, esos cuyo honor y prestigio estamos prestos a defender de manera incondicional. Ni modo: nos gustan.
Lo anterior viene a colación porque en estos días me tocó ser jurado en una tesis de postgrado, en la cual el tema central es la propuesta sobre el avance de la ciencia elaborada por el filósofo Philip Kitcher. Debo confesar que hasta que tuve el documento de tesis en mis manos –y lo leí— pude enterarme de los planteamientos de este autor británico. Quiero destacar aquí no sólo el notable dominio de las ideas de Kitcher mostrado por el estudiante sometido al examen de tesis, sino su identificación con el autor más allá de la mera comprensión de sus argumentos. Mi conclusión –y se lo dije al alumno— fue que era evidente que a él le gustaba Kitcher.
Asimismo, le hice ver lo interesante que hubiese sido tratar en su tesis las experiencias que se tienen en los campos frontera de la ciencia (CERN, NASA, Atapuerca, edición genética, exploración espacial) y examinar hasta qué punto los planteamientos de Kitcher sobre el avance de la ciencia están en sintonía, o no, con esos avances científicos reales. De su respuesta se me quedó grabado algo que anoté en un papel: “lo que Kitcher diría”, a lo que añadió los supuestos argumentos de este autor ante lo que está sucediendo en el mundo de la ciencia.
No hubo tiempo para que le hiciera ver que mi inquietud no iba encaminada a saber lo que Kitcher “diría” (ni siquiera a lo que él dice) ante lo que sucede en el quehacer científico de nuestros días, sino lo que este quehacer científico “dice” de las ideas de Kitcher. Y esto vale para cualquier filósofo de la ciencia o epistemólogo: lo interesante es contrastar sus planteamientos con lo que sucede en la ciencia real no para establecer lo que esta tiene de equivocado, al no seguir los dictados filosóficos, sino los límites que éstos puedan tener en su descripción-explicación de lo que hacen los científicos y de lo que sucede en esa cosa llamada ciencia (Chalmers).
Para realizar un ejercicio como el planteado se requiere posicionarnos de otra manera ante los autores que nos gustan. Tenemos que desenamorarnos de ellos y ellas (mea culpa: padezco de un fuerte “enamoramiento” hacia Lisa Randall y Jennifer Doudna) y aprender a tomar distancia de sus ideas, dejando abierta la puerta para su contraste con la realidad. Me eduqué con la fórmula de “lo que [Marx, Gramsci, Ellacuría, Zubiri, Popper, etc.] dirían” y no me resulta fácil cambiar de perspectiva, es decir, preguntarme por lo que la realidad (científica, política, social, económica) dice de las ideas y planteamientos de esos y otros autores que me son queridos.
No es que piense que la pregunta por lo que diría, por ejemplo, Ellacuría sobre la situación actual del país sea inútil. O lo que dirían Segundo Montes, Martín-Baró o Monseñor Romero. Sin embargo, pensar en lo que ellos dirían no significa que le atinen en su diagnóstico, en la explicación o en las acciones a seguir. Quizás le atinaron en su momento (o quizás no) y quizás, de estar vivos, le atinarían (o quizás no) a lo que sucede ahora, pero eso sólo se puede determinar si se compara lo que dijeron o lo que dirían con la realidad efectiva. O sea, acertarle a lo que ellos dirían no quiere decir que sus juicios sobre la realidad sean acertados.
Volviendo a Kitcher –lo cual vale para cualquier otro filósofo de la ciencia— de lo que se trata no es de acertarle a lo que él diría de las dinámicas de la ciencia en la actualidad, sino de preguntarse por lo certeros que son sus juicios sobre esas dinámicas. Es posible que lo sean; es posible que no. Eso sólo se puede dirimir mediante una comparación rigurosa de sus formulaciones sobre el avance de la ciencia y las realizaciones efectivas de esta última. Quedarse al interior de su propio discurso para validar lo que dice es pasar de largo sobre algo esencial: su discurso no es autorreferencial, sino que está referido a algo que sucede fuera del mismo, es decir, a algo que sucede en la realidad. Los autores que nos gustan, pues, deben ser sometidos al resero de la realidad, especialmente cuando pretenden hablarnos de ella.