LOS BAOBABS

por Carlos Ancheta

 

 

De repente ―como en un sueño― estaba en un camino violeta. Todo era desolado en derredor. Reí al ver la grama violeta que estaba a los costados del sendero. Mi paso era mecánico, suave y persuasivo. Parecía no querer detenerme en ningún lugar. Así seguí por varios minutos, hasta que me detuve finalmente.

Hasta ese momento no había visto nada más que el camino y la hierba que lo adornaba. Entonces levanté mi vista y allí estaba: un violeta más intenso, uno más irreductible e indefinido: un escabroso cielo violeta, una inmensidad jamás antes imaginada.

Asustado, di varios círculos en el mismo lugar para espantar el color de mi retina. Nada cambió. Cada punto que alcanzaban a ver mis ojos era un terrible color violeta. El silencio del lugar y el murmullo de mis manos, también eran de ese color.

Ejecuté una última acción desesperada, una que me mostrara y me convenciera, al mismo tiempo, mi auténtica realidad. Me acurruqué en medio del camino para tomar una buena cantidad de tierra con mis manos. Era tierra auténtica, tierra sin alteración alguna; tierra ―¡que terrible aceptación!― violeta.

Casi desfallecí con el descubrimiento, pero logré sobreponerme a los pocos segundos. Mi sosiego duró poco. Cuando devolví la tierra a su antiguo sitio, vi mis manos, mi ropa y todo mi cuerpo cubierto de un profundo color violeta.

Ya no pude más. Alcé mi vista con desesperación, y como vi que el final de la pendiente estaba a escasos metros, corrí hasta la cumbre, donde caí de rodillas suplicando por mi alma. Mientras me secaba un sudor violeta, se dibujó frente a mí un imponente horizonte pigmentado de violeta. Entonces lloré y grité sobre mis rodillas.

Logré reponerme. Hice una valoración integral del perímetro en el que deambulaba. Unas silenciosas y tristes montañas alcancé a ver en la lejanía. Con una revisión más meticulosa descubrí después una imponente silueta que no alcanzaba a distinguir por la espesa niebla violeta que comenzó a invadir la cima de la montaña. Aprovechando que el camino seguía en descenso, bajé con una violácea y misteriosa adrenalina.

Pocos minutos tardé en alcanzar los pies de la montaña donde terminaba el camino y solo quedaba, en todas las direcciones, un suave pasto del mismo color de la cima y un ruido tronador que sofocaba mis pulmones.

Continué caminando hasta que descubrí el único ruido que reinaba en lugar: un apoteósico Baobab mecía sus ramas de oriente a poniente. Gran admiración me causó el árbol; no solo por su belleza antigua (fácilmente se notaba que tenía muchos siglos de vida) y su color violeta intenso, sino por el terrible sosiego que me hizo beber.

Me acerqué con nerviosismo y lo toqué sin reservas. Lo miré atónito desde un punto en el que alcanzaba a abarcar su leyenda. Después lo corrí en círculos dando vómitos de estremecimiento crepuscular. Mis ansias y mis temores desaparecieron. Todo era calma y tranquilidad en mi pecho. Hasta la brisa violeta comenzó a agradarme.

Cuando di el último giro alrededor del Baobab fijé mi vista en la lejanía. Fue cuando todo cambió súbitamente. El color violeta desapareció, y ahora lo que reinaba sobre todas las cosas era un color rojo intenso, parecido al de la frontera del Barzakh.

Este nuevo color duró menos de cinco segundos. Repentinamente todo cambió. Las montañas, el pasto, la niebla, el Baobab violeta y el nuevo color desaparecieron sin dejar rastro. Fue así como me encontré en otro espacio existencial; otro más llamativo y empalagoso: un lugar celeste.

Este nuevo país ―hasta ahora sigo manteniendo que son países distintos― era plano y gélido. Su temperatura era muy baja, tal vez 6 ó 7 grados bajo cero; esto lo podía medir sin ningún problema, a pesar de que yo no sufría ninguna dificultad con el frío. Mi ropa era la misma, solo que ahora era de color celeste; mi piel también era de ese color.

En este país no había pasto ni montañas. Era más silencioso que el país violeta. Su superficie tenía algo parecido a la arena amazónica, lo que hacía que mis zancadas fueran lentas y silenciosas. Había millones de hojas hechas de un material desconocido. Dichas hojas eran pesadas e intratables. A más de una intenté arrancar del suelo para guardarla en mi bolsillo, pero todas las veces se resistieron con una maravillosa tenacidad. Ahora serían una prueba infalible para demostrar que estuve en el país celeste.

Volví a reanudar mi caminata, y como la aparición de un fantasma, se postró frente a mí un hermoso y descabellado Baobab celeste; tres veces ―sin temor a equivocarme― más grande que el del país violeta. De todos es conocida la grandeza de estos árboles. Ahora bien, ¿puede alguien imaginarse un Baobab tres veces más grande que un Adansonia? Era para reír y llorar al mismo tiempo.

Pocos metros antes de tocar el árbol celeste, levanté mi vista al cielo y descubrí algo conmovedor y gratificante: miles de cometas sobrevolaban el perímetro del Baobab. De lo único que estoy seguro es que nadie podía controlar tantos cometas juntos.

De todo esto que relato, lo más curioso es que ninguno tenía una base que los manipulara, una que los mantuviera sobre las ramas inmensas. Me detuve a pensar en el asunto, y todo se me volvió enredoso. No encontré una explicación satisfactoria. Además, según mis cálculos, no estábamos en el mes de octubre, donde son habituales este tipo de eventos en el cielo. Eso lo sabía muy bien. Lo sabía, repito, porque hacía un par de semanas había tenido lugar la pascua, por lo que no cabía la posibilidad, en ningún caso, que fuera el mes de los cometas y las piscuchas.

Pero ¿quién era yo para imponer mis reglas en un país tan particular? ¿Cómo podía yo asegurar que el país obedecía a mis remordimientos y expectativas humanas más recónditas? Lo más probable es que ese país no se rige por meses, por días, por fechas, y lo que es mejor, por humanos. Hasta ahora he pensado que a este tipo de países lo único que les importa es su color y sus imponentes Baobabs, donde descansa la siesta de su infinito. Pero ¿acaso había noches en esos países? Creo que hasta nombrarlos países resulta inadecuado.

Después de varios minutos bajo las ramas del Baobab celeste, vi cómo se separaba un cometa del grupo y comenzaba a perderse en la inmensidad. Este acontecimiento inesperado lo alteraba todo, así que no dudé correr tras él, sin perderlo de vista un solo instante.

Cuando había corrido más de cien metros, el cometa desapareció de mi vista sin dejar huellas en el firmamento. Todo comenzó a cambiar de forma acelerada, otra vez. El tinte celeste se fue destiñendo hasta quedar completamente pálido y sin vida. El perímetro se convirtió en un blanco intenso y callado.

No había duda, ahora me encontraba en un país blanco. ¿Alguien puede imaginarse un país así? Pues créanlo, existe. En alguna parte existe un país con ese color. ¡Si a mí me lo preguntaran!

Me abrí paso entre la espesura blanca. Este país era el más espeso y embriagante de todos; apenas si lograba distinguir mis manos. Caminé varios minutos sin detenerme. Era extraño caminar a tientas en medio de un profundo silencio. Sin duda era el país más inhóspito de todos. Carecía de olor y de ternura. Tan solo era una enorme proporción de tiempo y espacio sin fin.

Cuando había caminado por más de media hora, en la lejanía se fueron dibujando las paredes de una frontera explosiva: un enorme Baobab apenas se dejaba ver en medio de la incredulidad blanca. ¿Pueden imaginarse la enorme sensación que sentí con esta aparición? Es algo inexplicable. Un gélido estremecimiento recorrió mi cuerpo y me desmayé antes de alcanzar el tronco del Baobab.

No sé cuánto tiempo pasé inconsciente. Poco a poco fui recuperando mis sentidos. Aunque no conseguía abrir los ojos, comencé a experimentar sensaciones distintas. Mi cuerpo lo sentía ligero sobre algo suave. Nuevos olores comencé a sentir repentinamente, olores que jamás otro humano ha experimentado jamás. Eran muy extraños; solo puedo afirmar su suavidad y su cadencia prodigiosa. La brisa era tenue y suave, con un sabor distinto. De pronto, comencé a oír ruidos conocidos, ruidos de mi mundo. Creí que había regresado de mi viaje espacial, y que ahora debía enfrentar la cotidianidad humana. No fue así.

Oí ruidos familiares, voces propias de mi mundo exterior. Escuchaba, sin ningún problema, la huida de un barco, el grito eléctrico de una nube, la llameante bandeja de un sarcasmo, el tibio silbido de una puerta; voces de niños, el croar de unas ranas, el aterrizaje de muchos cisnes, el chapoteo de un iceberg, la fónica sugestión de un suspiro… y muchas otras cosas más. Todas las ficciones humanas conocidas, las escuchaba sin ninguna dificultad.

Desperté en un nuevo país; un país rosado. Lo que llamó más mi atención no fue su color, sino lo que escuché mientras me encontraba tendido en el piso.

Lo que había en este país ―¡cuánta alegría me da decirlo!― eran muchos Baobabs rosados en todas las direcciones posibles. Eran los más frondosos; y esto que yo he visto los más singulares y los más inimitables.

Como estaba en medio de una enorme planicie rosada, me aventuré hacia el oriente del inmenso territorio. No puedo ni podré jamás describir la profunda sensación que sentí al caminar por una tierra así. Me temo que ya dije que jamás experimenté algo parecido en toda mi vida. Era una templanza y una sensación agradables. No sentía miedo ni alegría, felicidad ni tristeza, desazón o placer, frío o calor; no sentía la más mínima sensación humana.

Llegué sin proponérmelo a un Baobab. Era de un rosado más brilloso, con las copas más altas posibles, desde donde se desprendía una agradable lluvia de hojas que lo llenaban todo hermosamente. Las hojas caían por todas partes, y yo las seguía con mi vista hasta que se confundían con las otras dispersas o hasta donde se arrastraban más allá de mi alcance, donde se perdían en un inmenso océano rosado.

Por unos segundos creí ver una silueta que se balanceaba en las puntas de las ramas que yo podía tocar, increíblemente. Era una silueta muy extraña, bastante parecida al rostro del rocío. Esa visión duró poco; fue casi instantánea. La imagen fue sustituida por la gracia exterior del lugar.

En este país pasé mucho tiempo, aunque no sé cuánto fue en realidad. Nunca se me ocurrió abandonarlo. Y lo mejor era que todas las circunstancias parecían resueltas a mi favor; porque, de repente, sentí la enorme y delicada sensación de que me iban a dejar allí para siempre.

Mientras disfrutaba una llovizna de hojas que golpeaban mis manos, sentí un fuerte golpe en mi hombro izquierdo, como la puntada sangrante de una mano terriblemente humana.

No me había equivocado. Mi amigo Carlos me sugería dejar de ver tras la vitrina de una tienda donde había una pecera que resguardaba un pez multicolor que se escondía tras una pequeña roca volcánica.

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