José M. Tojeira
El centenario del nacimiento de Mons. Romero ha llegado marcado por la recuperación universal de su persona y su labor. Hubo anteriormente una constante labor de publicación de escritos, homilías y aproximaciones biográficas a su vida, sin las que difícilmente se hubiera llegado a su reconocimiento internacional y a su beatificación. La elección que hizo en su honor la Asamblea General de las Naciones Unidas del 24 de marzo, fecha de su muerte, como Día Mundial del Derecho a la Verdad de las Víctimas, le dio el reconocimiento universal que merecía su trabajo y ejemplo como pastor comprometido con los más débiles. La beatificación, cuyo proceso había comenzado hace ya más de veinte años, tampoco tardó en llegar. En torno a su beatificación, antes y después, se ha ido produciendo una muy positiva evolución dentro de la Iglesia Católica en El Salvador, tanto en el reconocimiento de la ejemplaridad como en la profundización en muchos sectores del compromiso con los más pobres, en seguimiento del pastor.
Sin embargo este centenario debe hacernos reflexionar sobre algunos temas vinculados a la irrupción de fuerza cristiana y de esperanza que Romero significa y alimenta en El Salvador. El primero de ellos es el de su insistencia en la construcción de una sociedad en constante esfuerzo de superación de las injusticias estructurales. Es cierto que desde la muerte martirial de nuestro santo obispo El Salvador ha avanzado en algunos aspectos. Pero quedan demasiados elementos por superar todavía. La idolatría de la riqueza sigue presente no solo en amplios sectores del capital, sino también en muy diversas capas del mundo político, sin distinción de ideologías, así como en una cultura consumista e individualista incapaz de mirar con ojos cristianos al prójimo. La corrupción, la incapacidad de reconocer la verdad tanto respecto a violaciones de derechos humanos como a las debilidades estructurales de nuestras redes de protección social, la dificultad de llegar a acuerdos de bien común en la política chocan directamente con los anhelos de justicia y paz de nuestro mártir. Y muestran que la idolatría del poder sigue, en muchos aspectos, vigente en partidos políticos que mienten, respaldan a mentirosos y protegen a sus propios corruptos. Nuestro pueblo pobre se encuentra sometido a intereses privados excluyentes e injustos. Con razón decía nuestro actual arzobispo que un salario menos de 300 dólares equivalía a un pecado mortal, por supuesto refiriéndose a quien avala ese tipo de salarios miserables. La gente sigue migrando porque la pobreza, la violencia, la falta de recursos y la debilidad de las estructuras de educación, salud y justicia no garantizan una vida en conformidad con los derechos básicos de la ciudadanía. El recuerdo de Mons. Romero debe continuar invadiendo conciencias y convenciéndonos de que solo un país con justicia social tiene un futuro digno.
En el propio caso de Mons. Romero permanece una deuda con la verdad. Aunque la Comisión de la Verdad instalada como parte de los acuerdos de paz denunció al mayor d’Abuisson como el autor intelectual del crimen, el reconocimiento estatal del crimen, con sus autores y responsables, no se ha producido todavía. Llegar a la aceptación de la verdad por vía judicial o por otras formas estatales resulta necesario para El Salvador como país. Al igual que en otros crímenes gravísimos y simbólicos de una enorme brutalidad, el dejar las cosas como si no hubiera pasado nada no ayuda moral ni éticamente al país por más que se quiera disimular la irresponsabilidad y la agresión contra los débiles con la falsa moralina del perdón y olvido.
Con respecto a la plaga de violencia imperante en el país el recuerdo de Romero tiene también consecuencias que no queremos ver ni mucho menos reflexionar. Hablando de la violencia de su tiempo Mons. Romero insistía en que frente a “la violencia de las tanquetas y de las guerrillas” había una violencia más fuerte: La violencia desarmada cristiana que opta por el diálogo y la paz a pesar de las provocaciones y ofensas que se le hacen por ello. Es una “violencia contra sí mismo”, decía el pastor, puesto que rechaza la tendencia natural a la venganza, al ojo por ojo, diente por diente, cuando se recibe una ofensa. Hoy en día no hay mejor manera para superar la violencia que el impulso de la cultura de paz. Las manos duras, el endurecimiento de penas, no son tan eficaces como la prevención que invierte en educación, salud, trabajo y salario decente, vivienda digna. Es cierto que la persecución del delito es indispensable, que la investigación policial y fiscal debe ser acuciante y seria, que la penalización del crimen es necesaria. Pero lanzarse a una especie de guerra contra el crimen asegurando que si el crimen es duro más dura será la respuesta, puede quedarse en simple propaganda vacía, con el agravante de aumentar el clima de violencia, al menos verbal.
El beato Romero, nuestro San Romero de América, como repitió esta advocación el cardenal Ezzati en su homilía, continúa desafiándonos en El Salvador. Su recuerdo nos exige necesariamente una sociedad más centrada en las personas y sus necesidades. Demasiada gente habla del bien común, pero muy pocos ponen los medios para construirlo. Compartir y repartir mejor la riqueza que este pueblo produce es un desafío urgente. Invertir en la gente mucho más de lo que hacemos en la actualidad es indispensable, por mucho que cada generación de los políticos que nos gobiernan diga que invierten mucho más que los anteriores.
Ni es suficiente ni es justo lo que se invierte en nuestra población pobre. Ni mucho menos, tenemos la intención de universalizar derechos básicos en cantidad y calidad adecuados. Recordar a Romero es reflexionar. No se trata de subirlo a los altares, para enaltecerle y tenerle allá arriba, separado de los salvadoreños. Al contrario, su santidad nos lo pone enfrente obligándonos a recordar su vida, su palabra y su fe generosa e inquebrantable que le llevó a dar su vida por el bien de todos, personal y estructuralmente, en seguimiento del Maestro.