Julio César Orellana Rivera,
Escritor
Regresaba de la oficina a las diez de la noche. Mamá le preparaba la cena con mucho esmero.
En ese momento yo jugaba con mi tractorcito plástico color verde. Recuerdo que era un tractor hecho para la agricultura, con sus enormes llantas y un tractorista que parecía ser parte de la máquina, como un hombre lo es al caballo igual que un centauro.
Mi padre disfrutaba realmente la cena conversando con mamá. Ella siempre lo esperaba para cenar juntos. Luego él se quedaba leyendo el periódico y revisando las facturas del teléfono, el agua, la energía eléctrica y otras deudas que habría que pagar. Yo me acercaba a él. Me ponía unos binoculares y le decía que, en la oscuridad de la noche, tras el cristal de la ventana veía a una hormiga avanzando con pedazos minúsculos de queso que llevaba a su hormiguero. Entonces él, quitándose los lentes rotos y poniéndolos sobre la mesa para calarse los prismáticos, me contestaba que él no miraba a ninguna hormiga sino a un ejército completo y que escuchaba hasta el ruido de sus botas.
—Tal parece que van a la guerra, me decía.
Y yo saltaba de alegría:
— ¡Déjame ver, déjame ver!
Se los quitaba y con su índice, señalaba el lugar donde imaginariamente estaban.
—Ahí están. ¿Las ves?
—Sí — le respondía —. Es un batallón inmenso.
—Tal parece que están dispuestos a dar una gran batalla.
—Es cierto, papá; pero ya casi no las veo.
—Es que se han internado en el bosque para camuflase con la vegetación.
—Son listas las hormigas.
—¡Claro, hijo! — respondió el padre.
Lo que realmente pasaba, es que el sueño dominaba al niño y manteniendo los ojos cerrados no había cabida para la imaginación. Este ignoraba de dónde su padre sacaba tanto magín, a pesar del cansancio laboral. La entelequia del padre era para el churumbel, como una inyección de complejo «B.» Siempre tenía fuerzas y voluntad de imaginarse las cosas que no se ven y el tiempo para dedicárselo y dormirse hasta que el chico ya lo estaba.