Álvaro Darío Lara
A Isaí
En alguna oportunidad me he referido a los escritos de los llamados “Padres del desierto”, esos místicos que entre los siglos III y VI d.C. convirtieron las arenas de Siria y Egipto en verdaderos templos de oración y meditación. Sus textos no sólo evidencian un conocimiento espiritual mayúsculo de los seres humanos, sino que, además, se expresan en un portentoso lenguaje poético, acaso porque sólo éste es capaz de transmitir las profundidades del alma.
Uno de los padres del desierto más importantes del período anteriormente mencionado es el griego Evagrio Póntico, de quien el teólogo y monje benedictino Anselm Grüm (1945) nos dice en su libro “El camino a través del desierto”: “Se dio cuenta de que nadie puede llegar a dios por el camino espiritual si no se encuentra a sí mismo y descubre sin miramientos la realidad de su propia alma. En su “Tratado práctico”, Evagrio describe nuestra existencia como lucha contra las pasiones. Confrontarse con los pensamientos y los sentimientos, con las necesidades y las pasiones del alma humana, es la premisa necesaria para alcanzar la paz interior, para encontrar la sanación del alma”.
Siglos anteriores, escrito en el frontispicio del Oráculo de Delfos se encontraba esta sabia sentencia: “Conócete a ti mismo y conocerás el universo y a los dioses”. Esta verdad humana, en muchos casos, pasa inadvertida en nuestras vidas personales. Basta observar a las multitudes que marchan día a día en la fatigosa ruta del trabajo y de los quehaceres diarios, volcados a una exterioridad enajenante.
Recuerdo que cuando era adolescente visitaba frecuentemente una librería religiosa situada en la Calle Arce de San Salvador, ahí entre textos de teología, biblias, manuales de oraciones y libros de sociología y política, vi un afiche a inicios de los años ochenta que en vívidos colores presentaba una imagen de una calle atestada de personas que iban presurosas. La fotografía estaba difuminada a propósito, y sobre ella en una llamativa tipografía se leía la siguiente cita del evangelio cristiano: “Y Jesús los vio y tuvo compasión de ellos porque andaban como ovejas sin pastor”.
La imagen y la leyenda me conmovieron porque a mis catorce años, en pleno desarrollo emocional, físico y espiritual, yo me encontraba presa de temores, inseguridades, y fantasmas de todo tipo. Como es natural, estaba dejando de ser un niño e iba camino, con gran miedo, a convertirme en un joven. Pocas cosas me daban satisfacción y consuelo, una de ellas era ya la literatura. Un consuelo y una dicha que me ha acompañado desde que mi madre me enseñó a leer y a escribir.
Recuerdo por esos años mi encuentro con un libro que me cautivó desde la primera lectura: “Cartas del desierto” de Carlos Carretto. El desierto siempre como el gran símbolo del necesario encuentro consigo mismo. El desierto de la meditación y de la importantísima soledad, donde todo se calla para que surja la voz interior, la voz divina. El desierto como camino, como crisis, como tránsito a los descubrimientos, a los cambios. El desierto de las tentaciones. El desierto de las promesas.
Dice Carretto en un apartado de sus cartas: “Las mismas acciones, realizadas bajo la luz de Dios, transforman radicalmente la vida de un hombre, de una familia, de una sociedad. Alegría o tristeza, guerra o paz, amor u odio, pureza o adulterio, caridad o codicia son realidades tremendas que vierten sus aguas sobre la interioridad del hombre. Vivir las cosas comunes, las relaciones con los hombres, el trabajo cotidiano, el amor a los nuestros de una manera determinada puede engendrar santos; de otra manera determinada, puede engendrar demonios”.
Enfrentado a sus demonios propios y ajenos, Evagrio Póntico afirma en su “Tratado Práctico” (50): “Si un monje quiere conocer a los demonios malos por propia experiencia y familiarizarse con su arte, le aconsejo que observe sus propios pensamientos. Debe prestar atención a su intensidad, y observar también cuándo ceden, cuándo surgen y desaparecen. Debe observar la multiplicidad de sus pensamientos; la regularidad con que aparecen una y otra vez; los demonios que son responsables de ello; qué demonio sustituye siempre a los anteriores a él y cuál no. Y después tiene que pedir a Cristo que le explique todo lo que ha observado”.
La identificación de esos demonios, para luego proceder a explorarlos y dilucidarlos es fundamental en el proceso de conocimiento y sanación espiritual. Y, desde luego, su posterior presentación a lo divino, quien infundirá en nuestro corazón la ruta a seguir.
Sentarnos frente al espejo de nuestras vidas y permitir, mediante el silencio de la oración y de la meditación, que fluyan nuestros dolores y tristezas, es el bálsamo que se derramará sobre las heridas que aún no cicatrizan y sobre aquellas que ni siquiera sabíamos que existían.
La razón por la cual las cárceles, los hospitales psiquiátricos, los antros, las sórdidas calles y los cementerios están llenos de almas atormentadas es porque miles y miles de personas no han tenido o no tuvieron la posibilidad de plantarse frente a sus más íntimos demonios, y hacer llegar a ellos la luz purificadora del que todo lo puede y restaura.
Por ello, después de saber quiénes son esos demonios y siguiendo el método de Evagrio, no hay nada que temer.
Para finalizar dejamos estas palabras del evangelio de Juan, en el pasaje de la curación del ciego. Palabras que, en nuestra opinión, disuelven desde la fe y la esperanza, cualquier miedo: “… una cosa sé, que habiendo yo sido ciego, ahora veo”.