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Los eternos indocumentados metidos en cuarentena (2)

René Martínez Pineda

Sociólogo, UES

La vida es dura y cruda para los pobres, Racael, nosotros lo sabemos bien, pero por suerte no somos unos cobardes que recurren al suicidio egoísta. ¡Puta, compañero! A fuerza de pestes, temporales y de bacterias de la corrupción hemos aprendido que son enormemente dispares las posibilidades de practicar con éxito el distanciamiento físico propuesto en esta situación en la que el vector de la enfermedad somos los seres humanos. Solo piensa en lo dispar que son las condiciones de las personas sin techo ni lecho; de las que viven en mesones olorosos a miados anaranjados hirviendo en criolina en su estado puro; de las que están perdiendo la esperanza en el penal La Esperanza; de las que dan placeres inconfesos y milagrosos y diluvianos en los tristes hospedajes del Parque Centenario porque vienen de la miseria centenaria; de las que habitan en la levedad de las casitas pretensiosas que no tienen ni siquiera un pequeño jardín donde sembrar una flor sin pétalos; y el escándalo o el insulto social se hace aún más notorio cuando comparamos las condiciones de todas esas personas con las de los que están, por así decirlo, en la otra esquina, o sea aquellos tipos que, estirando las piernas y acomodándose los huevos, apuntan la mirada para disfrutar de sus mansiones vocingleras, tan grandes como la colonia mortecina en la que compartimos la acera con el tren, le dije, mientras encendía otro cigarro y él mantenía encendido su silencio sepulcral.

Y fíjate que lo mismo sucede con nuestros compatriotas que, para sentirse dignos y exóticos, se refugian en la palabra “diáspora”, y desde ella hacen milagros en nuestra tierra con el agua bendita de las remesas puntuales. Te lo repito, no todos los confinamientos son del mismo tamaño. El caso de los migrantes en custodia –que, sin haber estudiado teoría demográfica, saben mejor que nadie lo que es un polo de expulsión- resulta irónico porque, huyendo de la vulnerabilidad, la puta peste los metió en una situación peor. Mira, hermano, si los efectos catastróficos de la pandemia son cabrones para todos, los migrantes y los más pobres son quienes los sienten de una forma más intensa, le dije, con los gestos de quien habla solo. La gente que pasaba a nuestro lado nos miraba con miedo.

Estamos ante una crisis social global y sus efectos todavía no terminan y esos efectos deben ser estudiados por una sociología de las pandemias, le dije, de pie, como si estuviera dando clases de doctrinas políticas, mientras él cabeceaba con un poco de tedio. Tras los muchos miles de muertos vendrán los millones de nuevos desempleados y los millones de pobres aumentarán y esperarán, con cristiana resignación, la próxima peste, porque los pobres son el paciente cero de todas las pandemias. Sin una sociedad de bienestar, olvidemos la paja esa del Estado de Bienestar, no es posible garantizar que los cuidados sanitarios, sociales y laborales les lleguen con prontitud al pueblo, le dije.

Es una realidad tangible que, en medio de la peligrosa hojarasca del virus y en los lugares donde son más necesarios, los inmigrantes para frenar el contagio están trabajando en la primera línea, y también en la segunda, en la tercera y en la cuarta línea que es donde se vende el pan francés y las pupusas… Prácticamente están metiendo el pecho en todas las líneas, y lo están metiendo sin miedo, le dije, sintiendo mucho orgullo por formar parte de ese grupo. En otras palabras, Racael, está claro que los inmigrantes son absolutamente indispensables para el cuidado doméstico de la sociedad que los alberga, son necesarios para hacer lo que es necesario hacer sin poner peros, y eso pasa desapercibido en la mayor parte de ocasiones. De más está decir que esos “indocumentados”, como les dicen con desprecio, van a ser un puntal para la recuperación de una economía que está hecha pedazos; su sudor será esencial y sin embargo sus condiciones seguirán siendo precarias porque, en la práctica burocrática, seguirán siendo los invisibles indocumentados metidos en la cuarentena de la exclusión social justificada con discursos nacional-populistas, incluso en los países que dicen ser los más civilizados. ¡Puta, somos unos desagradecidos! ¡Cómo es posible que nuestros países no protesten por semejante injusticia!

Hoy con la pandemia como coartada, el presidente gringo hace hincapié en la necesidad necesaria –es un poco pendejo y por eso habla así, al menos eso dicen los progresistas de allá, que conste que no lo digo yo- de endurecer para siempre los controles migratorios; de registrarles hasta el culo a todos los que entren para que no metan de contrabando libras de queso duro-blando y manojos de chipilín que los hacen sentir como en casa; y hacer más alto y gordo el muro en la frontera, de modo que la nueva vieja normalidad será más estricta con los indocumentados, a quienes necesita y odia al mismo tiempo. Si nos hacen un muro nosotros haremos mil túneles. Pero, algún día, “El Salvador será un lindo y (sin exagerar) serio país, cuando lo peinen, lo talqueen, le curen la goma histórica y lo echen a andar” y entonces el flujo migratorio se va a auto-regular sin que sea necesario imponer medidas autoritarias; y entonces, el flujo de gente será de allá para acá, le dije, ilusionado, mientras le hacía recordar los poemas de Roque.

Esta pandemia y estos empresarios que con la excusa de la cuarentena me han quitado el trabajo, me han obligado a intentar pasar al otro lado de nuevo, y eso será duro, como las veces anteriores que me he ido, porque será arrancarme del pecho: a la familia que amo; a los vecinos presentes y ausentes; a las calles empedradas que llevan hasta la iglesia abandonada; a las tardes tomando atol shuco en las gradas del Palacio Nacional; a las veredas de los Planes de Renderos en las que besé a la quinta novia. Será muy duro, Racael, le dije, mientras me disponía a retirarme y él se disponía a mantener intacto su silencio. Me quedé inmóvil y mudo cuando oí que la mujer que venía en mi dirección dijo: no pases cerca de él, hija, que no ves que es un loco que lleva hablando solo durante más de una hora. Entonces tuve conciencia de que la muerte ajena es la última frontera de la memoria.

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