Álvaro Darío Lara
Escritor
Existe un afán en el mundillo cultural salvadoreño, por el descrédito, el ataque artero, la descalificación gratuita del otro, que el ciudadano, extraño a estas regiones, se queda francamente pasmado, ante semejante canibalismo.
Involuntariamente hace un par de días, escuchaba a un amigo escritor, despotricar con tal ardor e intensidad sobre la flora y fauna de esta República de las Letras, que no dejaba ningún santo en pie.
Esto me hacía recordar la célebre y sabia fábula de Esopo, sobre las virtudes y vicios de la “lengua”, en esta infantil versión: “Don Matías, gastrónomo de vocación, ordenó, cierta vez, a su cocinera: – Hoy me presentarás a la mesa lo mejor que puedas encontrar en el mercado. Y la cocinera, para agradar al amo, le preparó un apetitoso guiso de lengua. Otro día, insistiendo el patrón en sus refinados gustos, dijo a su servidora: -Tráeme hoy el bocado más ordinario que halles en el mercado. Y la cocinera volvió a traerle lengua. Don Matías, muy extrañado, le interrogó:-¿Cómo se explica esto? -La lengua, señor Matías, es a la vez lo mejor y lo peor que hay en este mundo -arguyó la cocinera. Si es buena, no existe cosa mejor; y si, por el contrario, es mala, no hay cosa peor… Moraleja: No hay cosa más amarga ni más dulce que la lengua”.
Con la lengua podemos ennoblecer una trayectoria; ejercer la sana crítica; dar un consejo cuando se nos pide; dejar un estimulante pensamiento. Pero también es cierto, que dicha facultad puede ponerse al servicio de la infamia.
¿Qué gana el murmurante, el maledicente, con hacer gala de las más perversas denostaciones? Nada, absolutamente nada de provecho, salvo el retratarse de cuerpo entero en su escandalosa bajeza.
Paso la vista a mis inicios literarios, cuando la palabra orientadora, la escucha solidaria y paciente, la corrección oportuna, de aquellos escritores mayores (y aún de algunos contemporáneos) eran el aliento indispensable, para quien, cargado más de entusiasmos que de aciertos, se lanzaba al mar de la creación. Sin embargo, como hienas acechantes había también quienes injuriaban, rompían versos, ridiculizaban, avergonzaban, bautizaban con sobrenombres a jovencitos desdichados (¡peor si estos eran talentosos!). Pretendían ser “grandes”, a fuerza de groserías, infundiendo falsos temores, adoptando poses iconoclastas y modas que el tiempo ha barrido inmisericordemente. Sólo los ingenuos los replicaron.
Recuerdo como Álvaro Menén Desleal afirmaba que el humor nacional, descansaba, pobremente, en la gracejada; y que lo común era, entre nosotros: novelistas de una novela, cuentistas de un cuento, poetas de un poema. Además enfatizaba esa fallida tendencia de algunos por transformar esa zona de la antropología nacional, en un abusivo recurso literario, las más de las veces, nulo estéticamente.
Hay que concentrarse en la obra, y dejar que los demás vayan por ahí, libres como Dios manda, sin comisarios, jueces e inquisidores, obsesionados con las vidas ajenas. Siempre serán los lectores del presente convulso o del futuro esperanzador, los mejores destinatarios; y el tiempo, el magistrado infalible.
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