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«Los hijos del trueno» por Danilo Umaña Sacasa

Por Danilo Umaña Sacasa

Los hijos del trueno es, en alguna medida, un retorno a las raíces vernáculas, no sólo por el insignificante placer de recrear la vivencia estética sino por el invaluable esfuerzo de ser consecuente con la realidad lindante y colindante. Porque precisamente ahí estriba el tumultuoso secreto de este libro: el percibir el mundo a su manera.

Luis Antonio Chávez se apropia de los elementos íntimos y de los elementos extraños para apoderarse de la realidad y reconstruirla letra por letra, palabra por palabra.

El esfuerzo estético recurre, además, a la magia del ingrediente emocional para intuir y descubrir las vetas sagradas que corren desafiantes en los valles de la cotidianidad.

“¿Por qué los hombres esquivan lo cotidiano/

si la realidad es velero anclado en puertos ancestrales?”

Pregunta Luis Antonio Chávez en el poema Los días, con un grito que reclama la importancia de la cotidianidad, con un grito que rompe en nuestro rostro con la urgencia de la eternidad. Porque Luis Antonio Chávez -para seguir con el mismo patrón con que se cortaron todos los poetas- no inventa palabras: descubre frases, concatena imágenes, concadena suspiros y encadena percepciones.

Al fin y al cabo, la poesía es esa mariposa mágica que cruza el universo en busca de un poeta -o poetisa- que la descubra y la engalane. Es una mariposa con vestimenta de palabras en la que cada palabra es un diccionario de emociones, una cascada de experiencias, un invierno de silencios, un mapamundi hecho de siglos.

Quizás por eso, contradiciendo a Vladimir Maiakovsky, Luis Antonio Chávez no tuvo que cambiar de tiempo ni de lugar para construir este andamiaje de retumbos mágicos y silencios heréticos.

Eso sí: para encontrarse con Los hijos del trueno, o los que soportaron con temple la tormenta, los que aprendieron el valor a la vida y se enfrentaron a la muerte, es decir, los poetas que lograron salir con vida de la guerra, para encontrarse con ellos -insisto- Luis Antonio Chávez ha tenido que creer en el encanto de la brujería y en la brujería del encanto.

Luis Antonio Chávez ha tenido que creer en la esperanza -sobre todo en la esperanza-. Ha convertido los grises violeta, las gotas de rocío en tempestades, y los granos de maíz en milpas encendidas. Cabe destacar que Luis Antonio Chávez escribió estos poemas hace diez años, cuando aún celebrábamos la firma de los Acuerdos de Paz y él se sacudía la influencia de Otto René Castillo en su poesía. De hecho, Para que no muera la esperanza, de este escritor guatemalteco, se volvió su libro de cabecera durante los años de la tormenta.

En aquellos días muchos patriotas ingenuos se emborracharon de alegría ante la firma de los Acuerdos de Paz, hoy en día aún sufren la resaca de la confusión. Luis fue de los que celebraron con cautela, de los que creyeron en la necesidad de la paz permanente para este país que tanto ama.

“Quizá estallen en la atmósfera estas palabras”, escribe Luis en su poema “Cuscatlán” “pero sé que amo tus raíces convertidas en roble/ tus piñales alimentando a la nueva estirpe/ tus arados con granos de maíz de raza/ tus ocasos nacidos en los pechos del sol/ tus riachuelos que supieron de borrascas/ en este plañir creciendo de costa a costa/ porque de tus ríos bebí el cáliz y un canto lleno de esperanza”…

Desde luego, Los hijos del trueno es una greguería de inconformidades, una represión del desconsuelo, una jerarquía de insatisfacciones. Luis Antonio Chávez alcanza a ver con los radares de su conciencia, el mar social, aún revuelto, el mar bíblico turbulento, el mar metafísico alborotado, o la caterva -como él prefiere llamarle- con un oleaje marcial cuya rebeldía viene de las profundidades de la marginación y de la superficialidad de la marginalidad.

Y es que, aunque él mismo lo negase -y no lo niega- para Luis Antonio Chávez aún persisten las condiciones económicas, sociales y políticas que cargaron de pólvora las alas de las mariposas.

“¿Por qué

se estremecen las aves

al volar por nuestro cielo

si ya callaron las mariposas

que llevaban pólvora en sus alas?”

Interroga Luis Antonio Chávez en el poema “Lo blanco no muestra su nitidez”, para lanzar el dardo de la interrogante nuevamente:

¿Será que la zozobra se mantiene

en este mar donde la libertad

no ha anclado todavía?

Los hijos del trueno mereció el segundo premio de los Juegos Florales Migueleños de 1993. Sin embargo, en este trabajo de la Editorial Molino de Viento no aparecen todos los poemas de aquella primera versión.

Indudablemente que ha habido un proceso de depuración, una poda literaria dirigida con dulzura por Carlos Roberto Paz, quien además de escribir los prolegómenos también seleccionó los poemas que conforman esta edición de 2003.

Dicho sea de paso, Carlos Roberto Paz -como un verdadero “tlameme” de ilusiones- echó sus sueños en una matata para radicarse en España donde estudió un doctorado en literatura.

Luis Antonio Chávez recurre a un abundante cargamento de epígrafes (el 44% de la cantidad total de los poemas de Los hijos del trueno comienza con una cita) y hace uso de este recurso no sólo para reconocer el esfuerzo de otros autores sino también para ahondar y abonar el crecimiento de su literatura.

El ya citado Otto René Castillo, Roque Dalton, Nicolás Guillén, Nazin Hitmet, entre otros, son los autores de algunos epígrafes que encabezan los poemas de Luis, pero es Pedro Geoffroy Rivas -sin una declaración explícita- quien recibe el homenaje del autor.

Los hijos del trueno evoca en el horizonte la idea de «Los nietos del jaguar», pero es en el poema que le da nombre al poemario donde se revela la influencia y se revela el homenaje:

…por de pronto no veamos la historia/

por el rabillo del ojo/

sino que escribámosla para nuestros nietos

«Los hijos del jaguar»

sonrían de oreja a oreja.

Y también evoca aquellas mismas ideas en el poema «Cicatrices del fuego», que dedica a su hermano Nicolás:

«Son imágenes bellamente cinceladas/

antiguas voces formadas desde la arcilla

cánones trazados por la llaga

son guerreros toltecas

chortis

pipiles

pokomames

que en su simiente

llevan cicatrices milenarias.

Desde luego, en la poesía de Pedro Geoffroy Rivas las palabras han encontrado su lugar, lucen reposadas después de una maratónica búsqueda y rebúsqueda, después de un viaje en el tiempo o de un viraje interfoliar.

En la poesía de Luis Antonio Chávez los versos tiemblan de placer ante la ausencia de la rima en una especie de orgasmo heroico de marcada literalidad.

Una especie de complacencia que convierte a Luis Antonio Chávez -gracias a sus poemas- en un constructor de monumentos íntimos; monumentos erigidos a sus vástagos, a su hermano Nicolás, a Francisco Israel, a Carlos Fernández, a René Humberto Guevara, a Alex Canizález, a Tita Lemus, a Kenni Bolaños y a todos ustedes que comparten este momentos con el autor.

Al profesar el periodismo como una especie de literatura ligh, Luis Antonio Chávez hace de esta profesión su principal fuente de ingresos, pero se refugia en los laberintos sagrados de la literatura para alimentar la fuente de su espíritu, de ahí que «Los hijos del trueno» resulte ser, ante todo, una apología de la vida.

Y si bien es cierto por si lo anterior fuera poco que el libro es también una antología de esperanzas, también navega en la poesía de Luis Antonio Chávez una especie de melancolía poética, una insatisfacción y una deuda consigo mismo.

“Crecerá el maíz junto a la mano campesina

los obreros hallarán el pan

en la mesa a manos llenas,

los frutos serán más frutos

para que los lunes caminen junto a los martes

y los domingos sean siempre domingos

sin máquinas aniquiladoras del tiempo…”

O cuando denuncia su propia invasión, el reclamo de su inconsciente, la insatisfacción de sus recuerdos.

«Se ha quedado una voz prendida en mis recuerdos,

cual velero viajando  en la profundidad del inconsciente:

¿Será acaso que un ser internamente me conduce

hacia otros caminos que el ayer me ocultaron?,

o ¿es el verbo que asiste puntual a nuestra cita

para blandirse pecho a pecho contra lo desconocido?

Como se ha dicho antes, la sagrada visión del poeta es exclusivamente revelar. Revelar la intimidad de su alma. Revelar los secretos de la realidad, cualquiera que sean los secretos y por muy oscuros que resulten.

Por fortuna, Luis Antonio Chávez ha tenido el valor de revelar su intimidad, incluso de revelar las penurias de sus primeros días, confiesa:

“Y los ocasos nos sabían a esperanza…

entonces a salto de mata

le robábamos luz al sol

para escrivivir la esperanza

pues el viento de la noche

pretendía inmolar nuestros sueños

500 años después

La vida la hicimos a golpe de fuego…

Ciertamente, los mejores poemas de Luis están por escribirse. Pero cada verso de Los hijos del trueno es una semilla que empieza a germinar, por ahora mejor dejemos que sea Luis Antonio Chávez quien nos revele la intimidad de su poesía y que nos haga vibrar con esos truenos que producen los tlaloques -los ayudantes de Tlaloc, la inesperada tormenta de la literatura.

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