@renemartinezpi
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En todo proceso revolucionario de la época moderna, treatment no importa cuáles hayan sido sus resultados finales en lo que respecta a la toma del poder, quienes se han puesto al frente de ellos lo hicieron porque, tanto sus pensamientos como sus acciones de martirio -vital, patrimonial o genealógico-, fueron verdaderas brechas de luz en la penumbra de la barbarie de las dictaduras militares y de la explotación capitalista, construyendo, así, una luz propia sobre el futuro colectivo, tal como lo hicieron los mártires del 30 de julio de 1975, sólo para citar un tétrico caso que, después de cuarenta años con todos sus días, sigue en la impunidad, como todos los crímenes de lesa humanidad cometidos en el país, cuyos autores intelectuales son hoy filántropos o políticos o pastores evangélicos o abuelos amorosos.
Asimismo, en todo proceso revolucionario hay militantes probados que se quedan –o son dejados por diversas razones, válidas o mezquinas- al margen del mismo, y su papel o su lugar es tomado, casi siempre, por muchos oportunistas –bien intencionados, unos pocos de ellos- que en los momentos más decisivos de la lucha optaron por cerrar los ojos o esconderse bajo la cama o remontar las distancias lo más que pudieron, pero que después se convierten en los guerrilleros de papel o en los caballeros templarios del cáliz de una sangre que no conocen, que no comprenden, que no saben cómo definir, que no comparten… o que simplemente desprecian cuando olvidan, de forma deliberada, las causas por la cual fue derramada, y eso convierte a los guardianes de ese cáliz en los hombres oscuros de los procesos postrevolucionarios que se apoyan en aquellos que siempre han sido hombres oscuros, sólo porque sí, y que han vivido pasivamente a la luz de quienes han luchado por construir un país mejor.
El hacer referencia al “hombre oscuro” (así, en singular, como construcción teórica o metafórica) o a los caballeros templarios del cáliz que contiene una sangre que no merecen en lo absoluto, es decir: hacer referencia al hombre oscuro de los procesos postrevolucionarios que se cuela en las instituciones para cosechar lo que no sembró, no es como podrían creer los filósofos descontextuados (o ambiguos que, siendo ideológicos, evaden la ideología cual peste medieval) una subjetividad radical; no es un planteamiento idealista como corriente gnoseológica antagónica al realismo, sino que es un posicionamiento realista y de clase, en tanto el realismo (como práxis de la verdad social que nunca es neutral) es, en sociología, el reconocimiento de que éste hace referencia a los ideales de las personas consuetudinarias de carne y hueso, a las personas que son cuerpo-sentimientos que caminan o deambulan por la vida, eso lo decide cada quien; ideales que son los que son, al final, perfilan el comportamiento social y definen la voluntad colectiva.
Ciertamente, los ideales (contenidos, metafóricamente, en un cáliz de sangre que necesita ser protegido, a toda costa, para que las hazañas históricas de hombres y mujeres -que pasaron de ser personas comunes y corrientes a ser personas únicas y extraordinarias- no sean simples accidentes cronológicos o biográficos) pueden no ser verdaderos o no ser justos para quienes no comprenden la lógica, costos y errores de las revoluciones… pero para quienes ofrendan su vida son creencias tan válidas como concretas y vigorosas. Esa fuerza vital –que podemos definir como ideología desde la perspectiva marxista- radica en que sus factores son tan afectivos como efectivos: inciden sobre nuestra conducta cotidiana en la medida en que lo creemos y se convierten en una forma de vida que no se abandona jamás, porque esos ideales son una bendita maldición que nos condena a ser personas que no pueden olvidar; y, además, los ideales emancipadores tienen como fuente el más calcinante de los sentimientos humanos: el amor, que es tan revolucionario como la verdad. Por eso la representación abstracta y concreta de las revoluciones (triunfantes o negociadas, valientes o cobardes) tiene un valor moral frente a las contra-revoluciones que nunca cesan y, sobre todo, deberían tener un valor moral para quienes se usufructúan de las hazañas ajenas y, sin asumirlo con coraje o con memoria histórica, se convierten en los caballeros templarios del cáliz de la sangre más valiosa que está en permanente proceso de perfeccionamiento o de depuración, lo cual debe expresarse en las coyunturas políticas como la que actualmente vive el país, en la que se está gestando de forma descarada un Golpe de Estado, coyunturas que se sabrán solventar si, por un lado, se forma rigurosamente a los nuevos ciudadanos –y a los formadores preeminentes de éstos: los maestros- con las tradiciones y valores revolucionarios; y, por otro, si se hace de la memoria colectiva y de la identidad sociocultural los ejes del imaginario de la nueva sociedad, razón por la cual destinar al hombre oscuro en la formación de los ciudadanos de dicha sociedad es un absurdo y un desmán. Y es que, desde la utopía, el futuro se identifica con lo perfecto y con los hombres de luz que deben ser formados como tales.
Ciertamente la educación -en tanto progenitora de la conciencia social y de la historia, cuya partera es la lucha de clases- debe consistir en sugerir los ideales, tradiciones, sueños, delirios y comportamientos sociales que se han asumido como los más propicios para el perfeccionamiento de las revoluciones, labor que deben llevar al cabo las personas, más que las instituciones, pues las primeras son concretas y las segundas son abstractas. Estas personas predispuestas a emanciparse del rebaño, arriado por el capital, son las constructoras de puentes que se enfrentarán, tarde o temprano, al hombre oscuro para buscar la perfección más allá de lo actual y lo perverso y, en ese sentido ontológico, son los “idealistas”, son los utopistas, son los militantes del tiempo.
La unidad de propósitos colectivos para construir el “otro país que es posible” (venciendo los paros al transporte que forman parte de las intentonas de golpes de Estado, pues cortar la movilidad de las personas es una muestra de poderío sobre el territorio); ese “otro país” que es desdeñado por el hombre oscuro; y la fortaleza práctica de los compromisos sociales de quienes siempre han sido luchadores, no depende del contenido intrínseco de sus ideales, sino de su temperamento, de su talidad: se es idealista persiguiendo sin cesar las quimeras más contradictorias o inexpugnables, siempre que ellas impliquen un afán de perfeccionamiento de la justicia.