Edenilson Rivera,
Poeta
Hay una variedad de registros en la poesía salvadoreña actual que resulta difícil clasificar, aunque el objeto de la lectura e interpretación de la poesía no debería limitarse a su categorización, sino, más bien, habría que abordar el universo intuitivo del poema. Podríamos considerar que dentro del variado espectro existe un tipo de poesía hermética que se contiene en sí misma y cuya interpretación se vuelve compleja al momento de acercarse al poema, y descifrar sus sentidos, abigarrados en matices y contrastes, demandan del lector, además de hábitos previos y cierto condicionamiento, una sensibilidad diferente para acercarse a su universo simbólico. Por otra parte, hay también un tipo de poesía cuya fuerza comunicativa reside, en lo que podríamos llamar, el golpe reflexivo de la idea, con un ritmo interior (en apariencia prosaico), a través del cual se insinúan otros sentidos, pero por caminos distintos.
Encuentro estas dos modalidades poéticas en A cada quien su infierno (Índole Editores, 2016), del poeta salvadoreño Alfonso Fajardo. Además, me parece justo abordar la lectura con intención valorativa de ciertos poemarios como éste, que, aparte de su valor estético, y no importando si publicación es muy reciente o no, tienen una fuerza poética que nos concierne, dada la época que nos toca vivir. De ahí, que sea necesario aludir, de entrada, que en estos poemas habitan varios infiernos
—sociales, existenciales, íntimos, ideológicos— que nacen de una voz enunciadora y denunciadora, conmovida en su conciencia al mismo tiempo. La voz lírica también mira, se duele, increpa, desenmascara, se fragmenta en devaneos existenciales, y se sondea a sí misma en una perpetua percepción de desconcierto y vacío. Y esa conciencia y el sondeo de ese yo infernal y desarraigado podrían ser, acaso, un indicio sintomático de algunas características idiosincrásicas de la sociedad actual.
Seguir el rastro y la evolución de un poeta no es tarea fácil, pues se vuelve necesario conocer algo de sus coordenadas vitales y estéticas, aparte de los códigos y claves poéticas que construye con el tiempo y que nutren su imaginario personal. En primer término, considero que la poesía de este poeta se ha movido, desde sus orígenes, con unos rasgos estéticos y concepciones alimentados, sobre todo, por un afluente surrealista de raigambre europea y latinoamericana, además de otras fuentes poéticas visionarias, entre las que destacan el mundo también poético y alucinante del rock, los ámbitos urbanos decadentes de los que presuntamente —por alusiones implícitas o explícitas— el poeta participa en sus rituales personales; además de los contrastes, desgarramientos y hostilidades que le ofrecen la caótica sociedad salvadoreña y la desesperanzadora vida postmoderna. Y por ello mismo su poética, esta poética de los infiernos, se erige en un correlato subversivo de los signos de este tiempo.
Al introducirnos en el poemario, nos encontramos dos textos de la sección Contradicciones que resumen y anticipan en clave poética, algunas ideas que acentúan el ámbito poético de este infierno y ciertas ideas preliminares a modo de ideario de la voz lírica. Así, en el poema «Prologo II», anuncia:
Ha llegado la hora exacta
del gran poema
En la noche reverdecen los pecados
fulge la blancura del mal
Y en el poema «Comienzo», que representa una búsqueda de la vida y toma de conciencia a través de las palabras, declara:
El poema
tendrá que surgir limpio, grácil.
Sin adjetivos que sobren
Como «grácil» del primer verso.
Iniciar con bombos y platillos
y finalizar con un tiro de gracia.
Procurar carne y hueso
a su moraleja.
La intención aquí no es desmembrar la estructura del libro, sino aludir al tono, modalidad y rasgos de su poética, y tratar de acercarse intuitivamente al universo de sentidos al que nos invita la voz lírica que enuncia los diferentes infiernos entre los que se mueve. Por ejemplo, se encuentran aludidos infiernos de dolor histórico: la historia no está hecha de palabras/ sino del gemido/ que todo heredamos al nacer/ (…) Los poetas están hechos de melancolía/ como de odio/ las venas del mundo. Existe, por otra parte, una recurrencia marcada a cierto infierno de la conciencia, de la búsqueda y desdoblamiento del yo a través de la poesía (El poeta no sabe/ si el poema/ es luz/ o tiniebla). Aquí, existen referencias no solo del mundo ambiguo de la poética de infiernos personales, sino ciertos guiños intertextuales (que a mi modo de entender no solo tienen relación a cierta filiación poética de la que se siente parte, sino, creo intuir, cierta referencia tácita al poeta salvadoreño Alfonso Kijadurías y otros personajes de manera expresa o aludidos indirectamente [Al abrir el libro/ abres el tiempo/ … Fuera del tiempo y la muerte/ los hijos favoritos/rebeldes/ del sin rostro], por ejemplo). Y, por otra parte, habría que agregar cierta atmósfera de descreimiento, de desolación y desencanto, de señalar y apuñalar líricamente las falacias, las imposturas —del tiempo y, por qué no, de los mismos poetas—: El poeta reproduce los sonidos guturales de la prehistoria/ (…) maldice religiones y fórmulas matemáticas/ resucita cada vez que enciende un poema/ huye de fiestas literarias y de centros comerciales/ rueda río abajo la noche y sube Sísifo al día. Pero, a la contra, la misma voz manifiesta cierta aspiración hacia la trascendencia y al deseo de lo divino: El poeta rastrea los huesos de la luz/ y devora las famélicas llamas inventadas por dios. Y por ello mismo, el poeta como instancia psíquica en el poema se vuelve, según creo, una conciencia lastrada —que se vuelve sintomática y representativa de una época —, que se rebela contra sí misma, y se increpa de manera reiterativa en diversos poemas. Representando un contrapeso, en sentido paradójico, como en el poema «Esquina rota», existe una esperanza subterránea o a contraluz, dado pues que el poema mismo puede representar una alternancia de la existencia: Al otro lado del poema/ está la vida.
En otro sentido, aparte de esas esferas infernales del descreimiento y de la búsqueda de la conciencia, está la alusión explícita, denunciatoria del desencanto ideológico, el derrumbe de las certezas y el rostro terrible de la vida social, alejada de las falacias poéticas, de los estratos de poder, de la manipulación del sentido de la vida, como el enfrentamiento entre poetas, de derecha e izquierda, la neurosis de guerra, entre otras manifestaciones de la ya polémica “dilución o trastoque de valores” de la sociedad postmoderna. Para muestra, y haciendo énfasis en otro tipo de poética, estos versos que tienen un tono exteriorista: Juan/ quien nunca supo/ distinguir bien su izquierda/ de su derecha/ acomoda su limosnero recipiente/ (…) Lo acomoda con sus pies/ ante la ausencia de sus manos. O esos versos de ese poema referencial en el que un sacerdote hace alarde de su sagrada ritualidad para lavar por anticipado su pedofilia.
Huyendo del típico poeta emocionado que “percibe poéticamente el mundo”, para después adjetivarlo a fuerza de palabras y asociaciones arbitrarias y devolvérnoslo recreado y bueno, he aquí una poesía que parte del dolor interno, del desasosiego de la conciencia, para después mostrarnos otra parte del mundo o, al menos, intentar sacarlo de las sombras, a través de intuiciones líricas transgresoras. A esto se suma una búsqueda a través del oficio poético, donde el poeta se ve así mismo en su taller, o, quizás, en su conciencia (En la noche la palabra/ la locura/ la enfermedad/ que me salvada/ del mundo), pero siempre la incertidumbre, la inmutabilidad, el tedio (Analizada la vida/ ni paraíso ni tiempo: /siempre infierno). Hay un aire contradictorio también entre iluminaciones y caídas, con la agudeza de sentir la nada, de sentirse sin asidero en la transitoria existencia, como en el poema «Oda a la eternidad»:
La tristeza del hombre es eterna
Desde su puerta oxidada por el tiempo
mira salir el sol
esconderse y resucitar
Todo dice su mirada
Pero no sabe qué es todo
Al infinito se parecen sus conquistas
aún cuando su mirada permanece en el espejo
La voz poética de estos infiernos habla también de la dualidad humana. Las permutaciones poéticas acompañan los estados de conciencia o los pensamientos que el tiempo modula en el hombre; de ahí la variedad y búsqueda de esta poética, en donde la conciencia siempre continúa, estupefacta, no solo mirando y digiriendo los mundos –aberrantes, ominosos– que enuncia y denuncia, si no también mirándose, reconociendo, incluso, su perversidad: No desoigo mi monstruosidad:/ gracias a ella soy real y verdadero// En este río de máscaras/ soy el más nefasto y angelical de los monstruos. Algunas generaciones, tal vez, necesiten de la poesía para contemplarse y reflexionar —he aquí, en mi opinión, una que se aviene al caso—, y con ello pensar que lo humano aún tiene validez y puede defenderse a pesar de la ignominiosa realidad: válvula de escape, pues, la poesía en busca de salvación ante esos infiernos asfixiantes, más no escapismo ni recurso trivial de “poéticas facilonas” que sustentan las posturas fútiles de ciertas ideologías. El tiempo, censor inclemente, valida la calidad estética o la desenmascara.
Considero que la lectura de poesía como ésta, que se nutre de intuiciones líricas visionarias con una mezcla de tensión existencial, y que demanda por ello mismo otros sentidos y recursos perceptivos, nos invita a asomarnos a un espejo que nos devuelve una imagen de desconcierto para reinterpretarnos y reinventarnos. En este sentido, retomo la idea de Murray Krieger, crítico norteamericano de tendencia humanista, en su Teoría de la crítica, quien sostiene que el efecto estético después de la lectura de cierta poesía nos transforma, de alguna manera, por su efecto postestético, puesto que no somos los mismos cuando volvemos al mundo: «Nuestra realidad postestética tendrá que haberse transformado de algún modo, si la realidad estética de la que hemos sido testigos ha sabido llevar a cabo su obra formativa».
Pero también hay rituales celebratorios en A cada quien su infierno, ciertos matices de deseo delirante, referencias personales — o anecdóticas—, que contribuyen a la creación de otras atmósferas menos desalentadoras, que con cierto aire de excesos contribuyen a la configuración y referencia a ambientes que si bien es cierto son infernales, son placenteros, aunque siempre entre matices contradictorios.
Extraña y curiosa es la mixtura de esta poética como ya se mencionó: por un lado, los rasgos surrealistas, como la adjetivación ilógica por ejemplo, las sensaciones sinestésicas, el fondo de automatismo psíquico pero controlado, el entrecruzamiento y desborde de la sensibilidad, en suma; y por otro, una poética que parece conversacional, prosaica, pero con un golpe reflexivo que busca encontrar o imponer otro sentido (o sugerirlo), para hacernos pensar en otra idea o alcanzar, tal vez, el roce de una verdad.
Esta voz poética retoma sucesos históricos, alusiones intertextuales, hechos dolorosos de la vida nacional, para alzarse luego conmovida, denunciar ese mundo asfixiante que le rodea y, posiblemente, enunciar otro: pero ese otro mundo está más allá de la vida fáctica y de esta poética infernal, que se erige entre el descreimiento y el dolor, entre las tensiones de la conciencia, viéndose a sí misma, y que a la vez parece recriminar la realidad exterior, y abjurar de ella. Ese sentimiento compungido aprisiona las palabras, las enhebra, rescatándolas de la nada del mundo para dar sentido y corporeidad a un universo poético y sentimientos desalentadores, contra los que la misma voz, quizás sin decirlo de manera expresa, ansía luchar: Pena la vida, la condena/ la pena/ de muerte, diaria, entre líneas.// Muerte, la sombra, la tierra/ la risa, la cuerda floja/ el tiempo, la vida, el espejo. Por supuesto, esta poesía no es gratificante y de manera referencial también nos habla de una sociedad deshumanizada:
… matás a tu papá, / a tu mamá, a tus hermanos; / matás y matás dulcemente/ y luego te sentás a ver la televisión,/saboreando una deliciosa taza de café.
A pesar de todo ello, habría que agregar que esta voz poética envuelta en esa atmósfera asfixiante de todos sus infiernos interiores como de los que presencia y denuncia exteriormente, encuentra, tal vez, su paraíso, lo recupera (como alude simbólicamente la última parte del poemario, Paraíso recobrado), pero éste solo existe o se encuentra a través de la palabra poética: A todas las palabras he buscado/ Algunas me acompañaron por rincones oscuros/ otras compartieron la mesa y los tragos/ y otras/ me mostraron su más monstruosa cara/ al convertirse en espejos/ A todas las he buscado y unas cuantas pude encontrar. Pero no existe el poema terminado para concluir la poesía y el poeta debe continuar tras su búsqueda.
Dijo cierta vez el escritor Abelardo Castillo que el poeta es un ser impúdico que siempre está hablando de sí mismo: me gusta esa idea por su carga de verdad, que ciertamente comparto, pero que hoy quiero matizar. Sí. El poeta seguramente habla de sí mismo, pero renombrando el mundo, recreándolo, y hasta resistiéndolo según su temperamento y estética. Pero en ese hablar de sí mismo desde esa “parábola de los espejos” —metáfora total de la misma poesía que devuelve reflejos destructivos y constructivos — se está hablando, a la vez, de ese mundo otro que parece imposible, que derrumba a éste, destruyéndolo para refundarlo con otro tipo de esencialidad vital: eso me evocan los infiernos poéticos. La voz que habla desde ese tiro de gracia, que nos vaticina algo atroz desde el principio, que se ha buscado con un resultado fallido, solo puede volverse sobre sí misma, sobre su soledad, y termina reconociendo que en sus ojos ha visto ese mundo, reconocido también sus infiernos, pero, sobre todo, ha logrado reconocerse como entidad del yo. El sentido, aquí, queda abierto, puesto que el verso final, aunque certero, no es concluyente: la vida a través de la poesía siempre representa otra posible intuición u otro pensamiento.