Luis Armando González
En mi artículo “Mi caminar universitario” (Insurgencia Magisterial, 5 de noviembre de 2023) no mencioné experiencias realmente significativas en el recorrido que va de mis primeros días como estudiante en la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas”, en 1983, hasta mi etapa como empleado a dicha institución hasta mediados 2008. Dicho sea de paso, cuando dejé la UCA sabía que quería seguir siendo universitario, pero no sabía cómo o a dónde lo iba a hacer. Sin embargo, se me abrieron puertas en distintas instituciones académicas del país –a cuyas autoridades, jefaturas, docentes y estudiantes nunca podré agradecer lo sufiente por haberme acogido como uno de los suyos— en las cuales pude seguir siendo –pese a otras responsabilidades que tuve que asumir, desde 2008, en el sector público— eso que no he dejado de ser desde 1983: un universitario.
Volviendo a las experiencias significativas del periodo en que fui estudiante y empleado en la UCA, hay dos especialmente importantes en mi vida; la primera, mi labor como profesor universitario y, como parte de ella, la que ejercí impatiendo cursos y talleres de educación popular en distintas comunidades del interior del país y también en San Salvador. Esta es una historia que quiero contar con suficiente detalle en otro momento, pues será mi manera de rendir un homenaje a quienes animaron y participaron de estos procesos educativos. La otra experiencia que quiero relatar –y es lo que haré en las siguientes líneas— es la forma (a veces curiosa, a veces inesperada) en la que algunos jesuitas de la UCA se convirtieron en parte de mi mundo ético e intelectual. Hablaré brevemente de ellos, con respeto y agradecimiento tanto para los que ya partieron hacia la Otra orilla como de los que aun siguen con nosotros. Comenzaré con el jesuita de quien primero tuve conocimiento, y así iré siguiendo el orden, más o menos cronológico, en el que fui sabiendo, conociendo algo de, o entrando en contacto con, cada uno de ellos.
Ignacio Martín Baró
De Martín-Baró tuve un conocimiento inicial a través de los prólogos que él hizo a los libros Psicología: ciencia y conciencia y Problemas de psicología social en América Latina. Estos textos suyos los leí antes de convertirme en estudiante de la UCA, cuando yo estaba entusiasmado con ser neuropsicólogo a la manera de Alexander Luria o psicólogo a la manera de Alberto Merani. Un compañero del Instituto Nacional “Francisco Menéndez” –quizás en 1981 o 1982— me dio una revista ECA en la que había un artículo de Martín Baró que, según recuerdo –aunque puede que se haya tratado de otro artículo—, era “Ley y orden en la vida de un mesón”.
Me identifiqué con las ideas que leía y me imaginé como era físicamente el jesuita: lo imaginé calvo, rollizo, con barba y lentes gruesos, alguien con un cuerpo parecido a un pingüino. Cuando lo vi por primera vez en la UCA –era al segundo jesuita que veía; el primero fue Luis Achaerandio— caminando hacia una clase, me sorprendí de lo mucho que se parecía a la imagen que yo me había hecho de él. En invierno, siempre andaba con un paraguas, lo cual acentuaba más mi sorpresa.
No pude ser su alumno, pues no seguí la carrera de psicología. En mis años de estudiante prácticamente no tuve contacto con él y, como empleado de la UCA, aunque estábamos en el mismo edificio –el edificio CIDAI, como se le conocía—, alguna vez le dirigí un saludo pero lo suyo, casi siempre y en mi caso, era no responder. No me molestaba, ya que no estudiaba en la UCA para recibir cariño, sino para que me enseñaran. Sin embargo, sus estudiantes lo querían y le mostraban afecto ahí donde lo veían. Le llamaban P. Nacho. Por mi parte, siempre me referí a él como P. Martín-Baró. No hubo entre nosotros un vínculo afectuoso, pero siempre le tuve el mayor respeto como académico e intelectual de primer nivel. Nunca dejé de leer y reflexionar sobre sus libros, artículos e investigaciones. Científicos de su talla se extrañanan en este país. Sin saberlo, fue mi maestro a través de su producción escrita. Le estoy agradecido, pues mi caminar universitario no hubiera sido el mismo sin ese pilar que fue Martín-Baró.
Ignacio Ellacuría
Escuché el nombre del P. Ellacuría en una de mis clases en el curso de nuevo ingreso en la UCA, en enero de 1983. Todavía recuerdo cuando el profesor Luis Henríquez dijo que este país debería tener un ministro de educación como el rector de la UCA, el P. Ignacio Ellacuría. En los meses y años siguientes, por lo menos hasta 1985, no lo vi por ninguno de los lados en los que yo me movía, lo cual hizo del P. Ellacuría –de cómo era en persona— todo un misterio. En una de las asignaturas de primer año –Filosofía I, impartida por la querida e inolvidable Crista Béneke— leí “Filosofía ¿para que?”, de Ellacuría y quedé atrapado con lo que en el mismo se dice y con la forma en cómo se hace. Por cierto, en la tarea que presenté –un análisis del texto— no me percaté de quién era el autor y lo atribuí a Xavier Zubiri (del cual Crista no dejaba de hablar); la instructora de la asignatura, la siempre seria Guadalupe Caballero, me hizo ver mi error.
Tiempo después supe que no era lo primero que leía de Ellacuría, pues el libro-documento que servía de apoyo en el curso nuevo ingreso –Universidad y Sociedad— tenía una parte dedicada a la estructura y funciones de la UCA, que era obra suya. También supe que el libro El Salvador: entre el terror y la esperanza –que yo había leído a finales de 1982 o principios de 1983— contenía textos escritos por él. No paré de leer y de reflexionar sobre sus escritos publicados en ECA; sin darme cuenta, las ideas y el estilo de escritura de Ellacuría me estaban calando hondo, aun sin conocerlo personalmente. A finales de 1984 tenía firme la decisión de cambiarme de la carrera de psicología a la de filosofía. En el año siguiente, después de dos años de materias comunes, era cuando se tenía que pasar a la especialidad propia de la carrera. Ahí era cuando Ellacuría sería mi profesor; y esperaba con ansias ese momento.
En el círculo de estudiantes y profesores de filosofía se referían a él como Ellacu, y así comencé a llamarlo desde que decidí seguir la carrera de filosofía. Tenerlo como profesor está entre los mayores priviligios de mi vida. De 1985 a 1988 asistí a cada de sus clases con emoción, interés y respeto, pero también con cariño creciente por ese jesuita que, sin que yo sepa por qué, me trató con afecto desde que me vio entre el grupo de los “pollitos” que estaba en sus clases. Sus escritos –densos y reflexivos—, conferencias y posicionamientos públicos fueron el complemento del ejercicio socrático mediante el cual él quería que aprendiéramos a pensar. Traté de estar a la altura de sus expectativas, pues no era complaciente con la mediocridad intelectual ni con las excusas que pudieran tenerse para ella. Fue Ellacu quien me dio trabajo en la UCA, en 1986, como documentalista en el Centro de Información, Documentación y Apoyo a la Investigación (CIDAI) y, en febrero de 1989, me asignó mi primera materia como profesor de filosofía. En enero de ese año hice la defensa de mi tesis, siendo él uno de los jurados. A partir de 1986 tuve con él muchas conversaciones, y estuve en la celebración de su cumpleaños, según recuerdo, en 1987, 1988 y 1989.
No dejaba de cohibirme cuando me lo encontraba los sábados en la tarde –le gustaba caminar por el campus—, pero mi pena pasaba cuando, sonriendo, me decía que qué hacía en la UCA a esas horas, en lugar de estar en mi casa. O cuando me decía que el futbol era superior al basket, pues el primero requería un amplio dominio espacial por parte del jugador, y yo le replicaba que el basket era el superior porque en poco espacio el jugador tenía moverse teniendo encima a otros jugadores. Sólo sonreía. Una vez, creo que en una celebración del día del empleado de la UCA, le pregunté cómo se definía políticamente; giró la cabeza –pues estaba sentado a mi lado— y me dijo: “soy un liberal en el sentido inglés de la palabra”. Mi cara de duda me delató, ante lo cual remarcó: “tienes que leer al respecto para que sepas lo que quiero decir”. Lo hice; y sí, Ellacu me reveló algo importante sobre él.
Liberal a la manera inglesa, racionalista crítico, dotado de una inteligencia prodigiosa, pero sobre todo un ser humano cabal. Eso fue el P. Ellacu. Entre los recuerdos más gratos que tengo de él fue el de la vez en que, en la portada de una tarea de clases que yo le había entregado, puso lo siguiente: “el pájaro tiene alas, y vuela alto y seguro”. No me lo creí, pero lo agradecí y ahora guardo en mi memoria, como un tesoro invaluable, ese elogio inmerecido.
Segundo Montes
Del P. Montes –siempre lo llamé así— había leido, antes de ingresar a la UCA, su libro El compadrazgo, una estructrura de poder en El Salvador, así como un artículo de ECA dedicado a la estructura social salvadoreña. El libro sobre el compadrazgo me resultó entendible, dadas las vivencias que yo tenía de las relaciones padrinos-madrinas-ahijados en la Colonia Dolores, en donde había nacido y en donde viví durante las primeras tres décadas de mi vida. Unos amigos de infancia tenían como padrino y madrina a los dueños de una tienda, a quienes regularmente decían “bendito, padrino” o “bendito, madrina”. Y el P. Montes, en su libro, hablaba de estructura de poder que sostenía, principalmente en las zonas rurales del país, eso que yo veía cada vez que mis amigos iban, por las mañanas, a recibir el bendito de su padrino y su madrina. Cuando me matriculé en la carrera de psicología me pidieron que anotara una carrera como segunda opción, y puse “Sociología”, quizás influido por mis lecturas de esos textos del P. Montes.
Curiosamente, cuando decidí no seguir la carrera de psicología no me decanté por lo que a todas luces venía mejor con mi carácter, más práctico que especulativo –al menos, eso creo—, es decir, por sociología, sino que me orienté hacia la filosofía. Con todo, nunca dejé (ni he dejado) de leer literatura sociológica; y en mis lecturas formativas de la década de los años ochenta los trabajos del P. Montes siempre ocuparon mi atención. Estratificacion social en El Salvador, El agro salvadoreño, El Salvador: fuerzas sociales en la presente coyuntura (enero 1980 a diciembre de 1983) y sus estudios sobre desplazados y refugiados (desde el Instituto Universitario de Derechos Humanos) fueron cruciales para la visión que me estaba forjando de El Salvador. Esto complementado con sus artículos en ECA, que siempre leí con esmero. En 1984 me tocó ser su alumno en un curso masivo de Sociología I y disfruté cada una sus clases, por la claridad y forma directa de conectar enfoques sociológicos con problemas reales del país. En mis labores como Documentalista en el CIDAI, una vez que comencé a trabajar en la UCA, me buscaba –varias veces lo hizo a las 12 del mediodía— para que le facilitara algún documento específico del que le interesaba un dato o una cita. En esas ocasiones, no había conversaciones afables entre nosotros; era un apoyo técnico el que yo le daba y él, amablemente, me daba las gracias una vez que recibía mi apoyo. Eso mi hizo creer que el P. Montes ignoraba mi existencia fuera de esos momentos.
Sin embargo, esta apreciación cambio de manera radical cuando, un sabado de enero de 1989, caminando junto con Ángel Sermeño, después de defender nuestra tesis de filosofía, en sentido opuesto al nuestro venía el P. Montes. Se detuvo delante de nosotros y nos dijo, sonriendo: “ustedes vienen de defender su tesis y me han dicho que les fue muy bien, les felicito”. Nos dio unas palmadas en el hombro y siguió su camino. Con mi amigo nunca dejamos de preguntarnos no sólo quién le había dicho al P. Montes del resultado de nuestra defensa –unos minutos después de terminada—, sino por qué precisamente a él, con quien los de filosofía teníamos escasa relación. En lo personal, eso se convirtió en irrelevante, siendo lo importante la atención que el P. Montes –ante quien creía ser invisible— me había dado. Desde ese momento, le tomé cariño a ese jesuita de mirada penetrante y noble. Un cariño que no pude cultivar ni manifestarle, como hubiera querido, debido a su asesinato en noviembre de 1989.
Como ya dije, lo mío no era la especulación filosófica; de ahí que me sintiera cómodo con temáticas y abordajes de tipo científico, y en la sociología generada por el P. Montes encontré uno de los complementos del realismo filosófico desarrollado por el P. Ellacu. Esa búsqueda de complementos fue lo que me llevó a mis estudios de postgrado en ciencias sociales en México. Por curiosidades de la vida, muchas personas creen que soy sociólogo y no. Mi formación fundamental es en filosofía y ciencias sociales, no en sociología. En los años noventa, me hubiera resultado extraño –y quizás incómodo—que se refirieran a mi como el “sociólogo Luis Armando González”, pero ha estas alturas sólo me resulta curioso y no creo que valga la pena andar aclarando las cosas, sobre todo cuando desde hace muchos años me he dediado al análisis sociológico. Sólo aspiro a que en eso que hago como sociólogo se refleje algo de lo mucho que leí y aprendí de este jesuita ejemplar, que fue otra de las anclas intelectuales y morales de la primera etapa de mi caminar universitario.
Amando López
A diferencia de los tres anteriores jesuitas, a quienes me he referido por sus apellidos –P. Martín-Baró, P. Ellacuría y P. Montes—, con el P. Amando López no se me ocurriría decir el P. López, pues para mí y para quienes lo tratamos su nombre era su marca de identidad: P. Amando. Lo digo cada vez que tengo la oportunidad de hacerlo: a este jesuita le tuve un cariño entrañable, más afectuoso que el que le tuve –y esto es decir algo importante para mi— al P. Ellacuría. Conocí al P. Amando cuando fui a su oficina en busca de su asesoría –obligatoria para quienes íbamos a entrar a la especialidad de filosofía, o sea, al tercer año de carrera— y con una sonrisa amplia y franca me invitó a sentarme y, al examinar mi expediente académico –materias cursadas y calificaciones— me asignó las materias que me correspondía llevar en el Ciclo I de de 1985.
Supe, en ese momento, que estaba ante una persona irremediablemente querible. Cada ciclo académico, hasta mi egreso de la carrera, en 1988, fui a visitar al P. Amando, y en cada ocasión me hacía ver lo interesado que estaba en que yo tuviera una formación integral, en la que no quedaran cabos sueltos. Eso podía implicar que él asignara asignaturas adicionales a las del pensum, lo cual él hacía con una sonrisa inteligente y reflexiva, como diciéndole a uno: “es por tu bien que te hago estudiar más”. Esa sonrisa inteligente y reflexiva era la que mostraba, o salía de él espontáneamente, en sus clases de filosofía, ya fuera enseñando metafísica aristotélica o teoría del conocimiento kantiana. Tuve el privilegio de ser su alumno en dos asignaturas –una dedicada a Aristóteles y otra a Kant— y me maravilló su erudición, pero también sonreí, discretamente, cuando lo ví sonreir cuando explicaba –o se explicaba a sí mismo— temas densos como el significado de la palabra substancia en griego y cuál era la palabra latina, con sus acepciones, en la que había sido traducida. Para el día del empleado de la UCA, se hacían salidas fuera de San Salvador; en ellas, el almuerzo era el centro del festejo, que incluía música, baile y paseo.
En una de esas fiestas –en el Cerro Verde—, mientras que en la mesa del P. Ellacu había mucha gente a su alrededor –era un imán, qué duda cabe—, Amando estaba sentado, solo, con su pipa, disfrutando de la vista. Me separé de la mesa del P. Ellacu y me fui a la suya; conversamos de su familia y la mía, y de esa plática quedó una fotografía –la que acompaña este escrito— que pienso captura mi afecto sincero hacia el P. Amando. Un afecto que él, con su ternura, había afianzado en lo profundo de mis sentimientos. Cuando mi ex exposa Ana Delma estaba embarazada de nuestro segundo hijo –Luis Rubén— era alumna del P. Amando, y él en un par de ocasiones le dijo: “tu hijo será muy inteligente, pues está recibiendo mis clases”.
No se equivocó: Luis Rubén tuvo el privilegio, antes de ver la luz, de nutrirse de la sabiduría y carisma de este jesuita, de quien, conversando con un buen amigo de entonces –el ex jesuita Antonio González—, podíamos decir, sin cortapisas, que era todo bondad. En el momento en el que fue asesinado, el P. Amando era profesor de la asignatura Etica para economía, que se ofrecía a estudiantes del último año de la Licenciatura en economía. Al año siguiente, en el interciclo de inicios de 1990, se me asignó la tarea de ser profesor de ese curso. Impartirlo me ayudó a sobrellevar el pesar que sentía por su muerte.
Juan Ramón Moreno Pardo
Al igual que sucedía con el P. Amando, era inusual que en la UCA alguien se refiriera al P. Juan Ramón como el P. Moreno. Yo mismo me acostumbré a llamarlo por su nombre cuando, en muy pocas ocasiones, lo saludé cuando me lo encontraba en la acera que pasaba delante del Centro Pastoral, separado por una calle del edificio CIDAI, en el que yo trabajaba. No fui su alumno, pero un compañero y amigo –Ángel Sermeño— sí lo había sido, y, además, de llamarlo “Pardito”, no ocultaba su admiración y cariño por el P. Juan Ramón.
En mis primeros dos años como estudiante en la UCA (1983-1985) no tuve conocimiento del P. Juan Ramón, pero, una vez que comencé a trabajar en la institución (1986), lo vi en varias misas en la Capilla de la UCA y a escuché al P. Ellacuría hablar de él y de su trabajo en el Centro Pastoral. Ahí por 1985, antes de incorporarme al CIDAI, yo tenía claro que en la UCA había un equipo de conducción, en el cual identificaba al P. Ellacu, al P. Martín-Baró y al P. Montes. También veía que el P. Rodolfo Cardenal era una figura en ascenso hacia ese equipo conductor. En los siguientes años, se amplio mi visión de los líderes-conductores de la UCA: a los anteriores, se sumaban el P. Amando, el P. Jon Sobrino, el P. Jon de Cortina (de ambos, lo mismo que del P. Cardenal, diré algo en una segunda parte de este relato) y por supuesto el P. Juan Ramón. Se trataba, a mi juicio, de un equipo en el que se combinaban, en un equilibrio extraordinario, liderazgos intelectuales, liderazgos morales y liderazgos prácticos. Y el P. Juan Ramón, al igual que el P. Amando, aportaba calidad moral-espiritual a un quehacer universitario que, de lo contrario, corría el riesgo de decantarse hacia la frialdad del análisis científico y filosófico.
Cuando entendí el lugar del P. Juan Ramón en la UCA –la universidad que me había acogido como uno de los suyos— sentí un enorme respeto por él, y ese respeto me animaba a saludarlo cuando lo veía caminar despacio, meditabundo, en la acera que llevaba a su despacho. Pensaba que para él, al igual que me sucedía con el P. Montes, yo estaba fuera de su radar. Por eso, me tomó por sorpresa una llamada telefónica que recibí, creo que una mañana de 1988, en el que al ponerme el teléfono al oído escuché algo así como: “Hola Luis Armando, soy Juan Ramón. Estamos depurando la biblioteca del Centro Pastoral y hay un material que está repetido o no nos sirve. Ven a ver si te interesa algo, pues hay algunas cosas de filosofía”. Salí de mi oficina hacia el Centro Pastoral y, en la entrada, estaba el P. Juan Ramón, quien me saludó y me llevó hasta los libros y revistas que estaban disponibles para que escogiera lo que me pudiera ser útil. En mi biblioteca tengo bastantes de esos materiales; cuando los veo, o reordeno y limpio, viene a mi memoria ese gesto del P. Juan Ramón. Tenía razón mi amigo al llamarlo Pardito.
Una conclusión provisional
De momento, sólo adelanto, de manera muy breve, algo de las conclusiones que expondré cuando termine los perfiles de los jesuitas de la UCA que marcaron, indeleblemente, mi caminar universitario. Los cinco jesuitas de los que he tratado hasta aquí fueron asesinados el 16 de noviembre de 1989. Del sexto jesuita que pereció en la madrugada de ese día, el P. Joaquín López y López, no puedo decir nada, pues no lo conocí. Pues bien, cuando dejé de trabajar en la UCA, en 2008, llevé conmigo sus enseñanzas y ejemplo moral, de lo cual me ha sido imposible desprenderme hasta el día de ahora. Llevé conmigo el ideario universitario –y la mística que lo nutría— que ellos construyeron y me inculcaron; con mis muchas limitaciones –y mis pocas virtudes y limitadas capacidades— he tratado de ser respetuoso de su memoria y coherente con lo que aprendí de ellos, en especial del P. Ellacuría. Son el rasero que ocupo para medir a quienes, por una u otra razón, ocupan cargos dirigentes en los asuntos académicos y políticos. Cualquiera diría que es un listón demasiado alto. Y sin duda lo es para quienes se creen dioses, centro del universo, desprecian a sus semejantes, no han leido un puñetero libro decente en su vida y desconocen los rudimentos de la historia de su país. No hay manera de que yo pueda tener una mínima simpatía –ya no se diga, respeto— hacia alguien que represente lo opuesto a lo que representaron estos jesuitas. No me veo cayendo en semejante deshonra e indignidad.
San Salvador, 24 de noviembre de 2023