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Los jesuitas de la UCA en mi caminar universitario (II)

Luis Armando González

Dediqué la primera parte de este recorrido a cinco de los jesuitas asesinados el 16 de noviembre de 1989. Quiero decir unas palabras sobre otros jesuitas que también fueron pilares en mi caminar universitario que va de 1983 hasta 2008. Comenzaré con dos que ya partieron hacia la Otra Orilla, para seguir con dos más que están entre nosotros, como los últimos representantes de una élite moral e intelectual que dio bríos a la cultura académica del país durante casi cuatro décadas, contadas desde 1975, fecha en la cual la UCA da el giro estratégico de convertirse en una “universidad para el cambio social”.

Francisco Javier Ibisate

Al P. Ibisate sus estudiantes, colaboradores y compañeros docentes lo llamaban, por lo general, P. Ibis. Por mi parte, como antes de conocerlo y tratarlo personalmente lo llamé P. Ibisate, después me quedó la costumbre de llamarlo así. Desde mis primeros días en la UCA, es decir, cuando apenas me iniciaba como estudiante universitario, me hice un asiduo lector del Boletín de Ciencias Económicas y Sociales –conocido comoBoletín de economía”, y de la Revista Abra. Esta última se convertiría, posteriormente, en el Taller de Letras, animado por mi querido amigo y excolega, Rafael Rodríguez Díaz. El Boletín de Ciencias Económicas y Sociales se convertiría, a su vez, en la Revista Realidad Económico Social y luego en la Revista Realidad. Pues bien, fue en el Boletín de economía en donde me encontré con las ideas del P. Ibisate, creo que con un análisis de la Matriz Insumo-Producto. Busqué con interés otros artículos suyos ya publicados y, desde entonces, estuve pendiente de lo que iba saliendo, con su firma, en el Boletín y en también en la Revista ECA. Sin conocerlo personalmente, me entusiasmaba su escritura, fresca, analítica, creativa en el uso de las palabras; sentí que estaba ante un narrador, un contador de historias (económicas, sociales), que, con toda naturalidad, ensamblaba en su relato escrito una cita de un economista académico –por ejemplo, de John Maynard Keynes o Wassily Leontief— con una cita de un periódico.

En la medida en que me adentraba en las dinámicas de la UCA, se fueron dando oportunidades para poder escucharlo en alguna de sus clases –por los pasillos de la UCA era común escuchar decir que era un profesor extraordinario— o en alguna conferencia de las que regularmente se realizaban en el auditórium de la universidad. Dicho y hecho: un buen día me fui a escuchar una de sus clases y, en efecto, lo que vi fue a un pedagogo en el sentido más estricto de la palabra. Tal como escribía, en sus clases era un magistral narrador de historias, con los énfasis, las pausas y la expresión precisa para asegurar que la secuencia explicativa no se perdiera en ningún momento. Esto que digo se vio confirmado cuando lo escuché dando conferencias y también cuando, bastantes años después, estuve con él en reuniones de trabajo o conversamos sobre los artículos que él me remitía para el Semanario Proceso, del que yo era jefe de redacción.

De todos los jesuitas que conocí en la UCA, su voz y su cadencia en el hablar es lo que más resuena, gratamente, en mi cerebro. Pausado en el hablar, ceremonioso y educado, creativo y siempre un profesor comprensivo que se preocupa porque se entienda lo que dice: así vi el P. Ibisate en todo mi recorrido en la UCA. Su muerte, en abril de 2007 –un año antes de que yo dejara de trabajar en esa universidad— me conmocionó no solo por el cariño sincero que le tenía, sino porque no podía evitar pensar que con su partida la UCA perdía a un referente que aseguraba –juntos con el P. Jon Sobrino, el P. Cardenal y el P. Jon Cortina— la pervivencia de la UCA heroica. Aparte de lo anterior, ¿qué es otras cosas recuerdo del P. Ibisate? Bueno, su delgadez –era sumamente flaco— y su caminar rápido, con su cigarro en la mano, por el campus; y la atención a los detalles que, como Decano de Economía, ponía a la asignación de docentes, horarios y aulas.

Pero, aparte de eso, tengo dos recuerdos que me mostraron la calidad humana de este buen jesuita: la primera, una vez que me tocó dar una charla a los jesuitas –en el Externado San José— y él, después de mi exposición— se acercó para comentarme que le había gustado mi alusión a Lester Thurow y su libro La guerra del siglo XXI. La segunda, las veces que llegó a mi oficina en el CIDAI para darme a leer un texto suyo, diciéndome algo así como “Luis Armando, mira si te sirve para Proceso. Si te sirve, me dices y te lo mando por correo electrónico” y me entregaba el texto impreso. Mi respuesta, invariablemente, era que sí, que ese texto saldría en Proceso. No se me hubiera ocurrido ponerle peros a un escrito suyo; era uno de mis mayores y, aunque él quizás no lo sabía, lo tenía (y lo sigo teniendo) como uno de los intelectuales (y no sólo un economista) de los más lúcidos y críticos con los que este precario país ha tenido la suerte de contar.

No lo he dicho, per lo hago ahora: el P. Ibisate no sólo fue parte del equipo conductor de la UCA, junto con los jesuitas asesinados en 1989, sino que fue uno de los artífices de la mística universitaria hasta su fallecimiento en 2007. Al darse su deceso, me pidieron, del Departamento de Economía de la UCA, que impartiera una asignatura que él tenía a su cargo: “Sistemas económicos comparados”. Recibí, junto con el Programa de la asignatura, el Cuaderno de cátedra que él había preparado para sus clases; al leerlo, lo imaginé explicándome con parsimonia y delicadeza temas que, como la perestroika, la tercera vía o el socialismo real, eran su fascinación. Al igual que me sucedió con “Ética para economía” –que era impartida por el P. Amando y que, ante su muerte, me tocó asumir—, “Sistemas económicos comparados” me dio una oportunidad de honrar la memoria de este jesuita caballeroso e inteligente. Otra oportunidad la tuve cuando, ya no como empleado de la UCA, Cristina Rivera, joven economista comprometida con el legado del P. Ibisate, me invitó a hablar de él y sus ideas en un evento organizado en su honor. Lo hice con emoción y respeto.

 

 

Jon Cortina

En la UCA, académicamente, era la figura central en las ingenierías. Esto lo supe mis primeros años como estudiante. Podría parecer extraño que alguien como yo, que se movía en el ámbito de las humanidades y las ciencias sociales, tuviera noticias de un ingeniero jesuita a quien sus estudiantes llamaban P. Jon Cortina (usaban su nombre completo) y sus colegas P. Cortina (mucho tiempo después, me encontré con personas que le llamaban P. Jon). Es oportuno que cuente algo extraño (o curioso) de mi relación con la ingeniería y los ingenieros: cuando tenía unos 15 o 16 años no sé por qué se me ocurrió que quería ser ingeniero civil, pero mi papá Armando –en una plática en que le comenté mi aspiración (plática en la que él, subido en un andamio, repellaba una pared y yo, desde abajo, le daba la mezcla) me hizo volver a la realidad, al decirme que estudiar eso sólo para los ricos. En cambio, prometió inscribirme en un curso en una institución llamada ENSETEC (nunca lo hizo ni yo hice nada para acceder a alguna formación técnica en esa u otra institución). Pero lo ingenieril me iba a perseguir (o yo a lo ingenieril) años después, primero con mi gran amigo desde el bachillerato –Eugenio González, “Geño”— quien se matriculó en una carrera de ingeniería en la UCA y me hablaba de sus profesores y sus clases; y después con mi otro gran amigo y compadre –también compañero de estudios y jefe en el CIDAI— Antonio Cañas, ingeniero y profesor de ingeniería –que estudió y se graduó de filosofía—, a quien visitaba, para tomar café (allá por 1985) en su cubículo en el Edificio de Ingeniería, en donde saludaba a sus colegas ingenieros.

Asimismo, la segunda asignatura que impartí en la UCA, en el segundo semestre de 1989, fue “Filosofía para ingeniería”. Y, en la primera mitad de la década del 2000, una gran amiga, Violeta Herrera –quien había sido mi alumna— trabajaba como secretaria en Ingeniería. Quizás todos esos vínculos –a los que se sumaban los que se suscitaban al calor de los partidos de basket de los mediodías en los que no faltaban Carlos Cañas, Ismael Sánchez, Boris Gutiérrez y, eventualmente, Eduardo Escapini –todos ingenieros— hicieron que se me pegara algo de lo ingenieril, pues algunos compañeros de la UCA, de jardinería y vigilancia, me decían “ingeniero”. Todo lo anterior hizo que me familiarizara con lo que sucedía en el ámbito de las ingenierías y que no me fuera difícil enterarme no sólo del liderazgo del P. Cortina, sino de lo exigente, e incluso implacable, que era en sus clases.

También supe de que su talento era reconocido a nivel internacional, por ejemplo, en la NASA, debido a una investigación suya sobre un tornillo súper resistente. Esta era la vida académica del P. Cortina, que era –en la ingeniería— lo que el P. Ellacuría era en filosofía, el P. Martín-Baró en psicología y el P. Montes en sociología. Era, como se decía entonces, “cosa sería”. Pero no todo terminaba ahí, y es que el P. Cortina había hecho algo que lo distinguía de los jesuitas de la comunidad UCA y que lo convertía en un héroe para colegas y estudiantes: vivía en Chalatenango, desde donde viajaba semana a semana hasta la UCA para impartir sus clases. Un hito más en la lista de sus méritos fue la creación, poco después de finalizada la guerra civil, de la asociación ProBúsqueda con el propósito de buscar y encontrar a niños separados de sus familias a lo largo de la guerra, para reunirlos con sus familias de origen. Y yo, sin conocer personalmente al P. Cortina. Esto por fin sucedió allá por 1998, cuando, una mañana, la secretaria del CIDAI me avisó por teléfono que el P. Cortina me buscaba.

Al entrar a mi oficina me saludó y me contó que él y un grupo de estudiantes jesuitas estaban montando una escuela de formación política y quería mi apoyo dando clases lo sábados, una vez al mes, sobre temáticas que iríamos definiendo previo a cada jornada. No lo dudé ni un segundo y en los siguientes dos años, mes a mes, fui a Arcatao a dar clases en el marco del proyecto Escuela de Formación Política de Arcatao. Algunos sábados veces viajaba con el P. Cortina; otras, cuándo él no estaba en San Salvador, viajaba con algún estudiante jesuita (recuerdo, en especial, a Luis Túpac). Cuando finalizó el proyecto, acompañé, en los años siguientes, al P. Cortina a otras jornadas formativas en San José Las Flores y Guarjila. ¿Qué recuerdo, en especial, de estas experiencias al lado del P. Cortina? No sé por dónde comenzar. Pero lo primero que destaco es su arraigo en las tierras chalatecas y su amor a la gente sufrida, aguerrida y luchadora de Arcatao, Las Vueltas, San Antonio Los Ranchos, Nueva Trinidad, San José Las Flores y, en particular, Guarjila, en donde estaba su casa.

Era un amor recíproco, basado en la confianza, el apego y la empatía. Ahí escuché que lo llamaban Jon o P. Jon. En segundo lugar, los viajes a su lado, en su camioneta, en donde hablábamos del país, de los jesuitas asesinados, de la guerra y, cómo que no, del banderín del Athletic de Bilbao que colgaba de su retrovisor. Me dijo lo que yo ya había escuchado: que era para despistar a los soldados en los retenes durante la guerra. Me gustaba escucharlo hablar del P. Ellacuría, del respeto que le tenía, pero también de cómo –sin nunca enemistarse— su opción de vivir en Chalatenango tensionaba las relaciones entre ambos. En tercer lugar, las dos o tres noches que me quedé a dormir en su casa, en Guarjila. Verlo animado, reírse, bromear con campesinos chalatecos, bebiendo chaparro curado, es uno de los recuerdos que me alegran el alma. En esas ocasiones, aunque disfrutaba de la plática y de las risas, siempre estuve un paso detrás del grupo; un par de nances o de cerezas sacadas de la botella de chaparro eran más que suficientes para mi espíritu escasamente etílico. El P. Ellacuría me dijo que era un liberal a la manera inglesa; al P. Cortina, nunca la pregunté como se definía, pero yo creo que era un hombre libre, un hombre al cual las flaquezas humanas no le eran ajenas, como tampoco le era ajena la fortaleza –y grandeza humana—que se requiere para luchar en defensa de la dignidad propia y la de los demás.

 

Jon Sobrino

Escribir algo sobre el P. Sobrino me emociona sobremanera. Es uno de los dos representantes, que aun viven, de un extraordinario grupo de jesuitas que este país –poco agradecido— tuvo la suerte de tener en las aulas de una institución –la UCA— que hizo (o quiso hacer) de la cultura académica, crítica y éticamente comprometida, una herramienta de humanización social. Siempre lo he llamado P. Sobrino, aunque en la UCA hay quienes se refieren a él como P. Jon Sobrino. Allá por 1983, husmeando en las librerías del centro de San Salvador vi, en una de ellas, un libro de pasta café claro titulado, en letras rojas, Jesús en América Latina, y, arriba del título, el nombre del autor: Jon Sobrino S.J. Lo compré y, en los días y semanas siguientes, le entré a la lectura.

Me las vi con un mundo de palabras y significados que era totalmente nuevo para mí; al terminar de leerlo, sin haber entendido qué significaban palabras como “cristología”, “soteriológico” y “salvífico”, entre otras del mismo calado, supe que tenía que aplicar el criterio que había establecido desde el bachillerato para aquello que desconocía: leer mucho más. Y me puse en ello con empeño, leyendo todo lo que pude de los escritos del P. Sobrino, tanto sus artículos en la Revista ECA, Carta a las Iglesias y, posteriormente, en la Revista Latinoamericana de Teología, como los libros que le iba publicando UCA Editores. No faltaron quiénes en aquellos años, conocedores de mi ateísmo e incredulidad escéptica, me preguntaron el porqué de mi interés en temas teológicos, y mi respuesta fue directa: afán de conocer. No de manera libresca y para pasar el rato, sino de una manera sistemática y lo más completa posible. Conocer el pensamiento del P. Sobrino, pues, se convirtió en un propósito formativo que me autoimpuse; eso me llevó a empaparme de la teología de la liberación, leyendo a autores presentes en las reflexiones del P. Sobrino: entre otros y aparte del P. Ellacuría, Gustavo Gutiérrez, Leonardo y Clodovis Boff, José Ignacio González Faus, Karl Rahner, Jürgen Moltmann, Rudolf Bultmann y Wolfhart Pannenberg. Pronto, en mis primeros años en la UCA, me di cuenta de que el P. Sobrino era el socio intelectual y teológico del P. Ellacuría. En la medida en que el tiempo pasaba, los fui concibiendo como inseparables, en una sintonía realmente envidiable. Dándole vueltas a la relación entre ambos y a su lugar en la UCA, sólo se me ocurre pensar en el sistema solar con el P. Ellacuría al centro y con el P. Sobrino como Júpiter, es decir, un planeta gigante, con quien tuve contacto, por primera vez, creo que en 1987.

Esto sucedió en un curso de teología de la liberación y marxismo –creo que en 1987— dividido en dos partes, una ofrecida por él y otra por el P. Ellacuría. Era sólo su alumno y no recuerdo ni siquiera haberlo saludado. Me llamaron la atención, al verlo y escucharlo en las clases, sus modales suaves y su fragilidad, que contrastaban con la potencia de sus ideas teológicas y la inquina que, por esos años, se había desatado en su contra en el Vaticano. Después del asesinato de los jesuitas lo tuve de nuevo como profesor; esta vez, ya graduado yo en la Licenciatura en Filosofía, como alumno en la Maestría en Teología. Era consciente de que a mi formación en filosofía le faltaban algunas piezas más y por eso mi elección de esa otra carrera, que pensaba era el complemento oportuno. Otro complemento ideal eran las ciencias sociales, pero en 1990 no tenía claro en dónde podía estudiarlas. Por una conjugación de circunstancias favorables, cuando había finalizado el primer año en teología, ahí por abril de 1992 se me notificó desde México que la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO) me había aceptado como alumno, para iniciar clases en septiembre de 1992 (yo había hecho los trámites para ser admitido como becario en 1991).

Decidí irme a México los dos años siguientes; de no haberlo hecho, muy probablemente ahora tendría el grado de Maestro en Teología. Pero ese año que hice de teología es inolvidable, por muchos motivos. Y uno de los más importantes tiene que ver con que como tuve al P. Sobrino como profesor en una asignatura que trataba de los orígenes del cristianismo. En cada clase, no sólo le veía y escuchaba a él, sino también al P. Ellacuría, su compañero jesuita asesinado, su socio y amigo. Desde entonces nunca dejé de ver al P. Sobrino de esa manera, como el jesuita que mantenía viva la presencia del P. Ellacuría. Nunca se lo dije, pero espero que él lo intuyera en las muchas pláticas que tuvimos desde aquella mañana, cuando yo ya había regresado de México, en la cual fue a mi oficina para pedirme que le preparara un par de páginas para la sección de Realidad Nacional de Carta a las Iglesias.

Desde ese momento hasta 2008, mes a mes le fui entregando ese par de páginas, que fueron el desencadenante de una colaboración que se amplió a otras áreas, como cuando nos pidió a Carlos Ayala y a mí que escribiéramos algo sobre las distintas reuniones del episcopado latinoamericano y luego publicó, desde el Centro Pastoral “Monseñor Romero”, un librito titulado En camino de Aparecida (2007). La colaboración, las conversaciones, las reuniones de trabajo y las cenas de navidad (esas que cada año se organizaban en la Vicerrectoría de Proyección Social, a la cual pertenecía el P. Sobrino) me acercaron a él desde mitad de los años noventa hasta mi salida de la UCA en 2008 y meses posteriores en lo que seguimos conversando.

Un día, en el contexto de mi salida de la UCA, me dijo que yo era su amigo, siendo ese mejor regalo que pudo haberme hecho. Y que yo dejara la UCA lo destanteó y se preocupó por mí y por mi familia; y sé que hizo lo que estuvo a su alcance para revertir la decisión que me ponía fuera de la universidad. Verlo preocupado, y también impotente, me hacía sentir peor de como me sentía, pues no cabía en mi cabeza la idea de que su prestigio, trayectoria y peso histórico fueran obviados como si nada. En los meses que siguieron a mi salida de la universidad nos seguimos reuniendo él, Carlos Ayala –mi amigo de siempre— y yo, y el P. Sobrino parecía no perder las esperanzas de que yo regresara a la UCA.

Por mi parte, desde los primeros días, asumí que no regresaría como empleado de tiempo completo y que, con suerte, quedaría vinculado a la universidad con alguna clase esporádica. Pero me hice cargo de que tenía que romper amarras afectivas con la UCA, pues de lo contrario esas amarras me iban a provocar nostalgias enfermizas y amargura. Eso me llevó a alejarme no sin un profundo pesar, pues suponía dejar de hablar y verme con mis amigos queridos, entre los cuales estaba y está el P. Sobrino. Que me alejara no quiere decir que los olvidara; cómo olvidar, en especial, a este jesuita inteligente, crítico, comprometido y tremendamente noble. Varias veces me dijo, sonriendo y en broma, que yo era un “cristiano arrepentido”. Al respecto, lo que puedo decir es que el cristianismo que conocí a través del P. Sobrino, si bien no me hizo convertirme, sí me marcó en lo ético. Y, lo más importante de todo: su amistad me dignificó.

 

Rodolfo Cardenal

Del P. Rodolfo Cardenal, para comenzar, debo anotar que si llega a leer esto no se mostrará nada contento, no porque yo diga algo negativo de él, sino porque no le gusta que yo hable de su papel como heredero y continuador –junto con el P. Sobrino— del legado del P. Ellacuría. Pero estoy convencido que es así, seguiré siendo terco al respecto. Lo conocí en 1983, cuando me fue mi profesor de Historia de la Cultura. Lo recuerdo caminando de prisa hacia el recién inaugurado auditorio de la UCA y luego –mientras esperaba la hora exacta para iniciar la clase— moviéndose de un extremo al otro del lado de la pizarra, ante los estudiantes que, frente a él, íbamos ocupando unos asientos diminutos e incómodos. Sus clases, desde la primera hasta la última que tuve con él me revelaron a un profesor universitario en el pleno sentido de la palabra. Otros excelentes profesores que tuve, tanto en la UCA como fuera de ella, lo eran porque, como docentes, se le parecían. A propósito, cuando era estudiante lo llamaba, al igual que un reducido grupo de compañeros, Cardenal (no P. Cardenal). Años después, lo llamé Rodolfo y también, en comunicaciones institucionales, P. Cardenal. Pese a que muchos de mis compañeros de primer año le tenían pavor, a mí me inspiró confianza, lo cual se vio favorecido por mi amistad con Malcom Alvarado, un amigo y compañero nicaragüense que, en algunas ocasiones, a la salida de clases, conversaba con él y yo me sumaba a la plática.

El asunto es que lo traté de “vos” desde aquellos años, lo cual es llamativo, pues es al único de los jesuitas históricos al que traté de esa manera. Y, otra cosa llamativa, es el único de los jesuitas históricos que me ha llamado (y me sigue llamando) Luis, no Luis Armando. Es el jesuita con el que he tenido la relación más duradera, pues inició en 1983 y llega hasta el presente, aunque la última vez que conversé con él fue en 2016 o 2017; me he prometido que, en la primera oportunidad, pasaré por su oficina a saludarlo, dispuesto a escucharlo decirme (si es que ha leído este artículo): “Luis, nunca me hacés caso; ya te he dicho que no andés diciendo esas cosas sobre mí”. Desde mis primeros años como estudiante supe que era la apuesta del P. Ellacuría para el relevo generacional –cuando llegara el momento en que a él le tocara ahuecar— en el liderazgo de la UCA.

Con el asesinato del P. Ellacuría y sus compañeros, el P. Cardenal tuvo que asumir prematuramente el liderazgo para el que se estaba preparando. Sacando fuerzas del inmenso dolor que le había causado la muerte de su maestro y demás jesuitas, estuvo a la altura de las circunstancias –teniendo a la par al P. Sobrino— en la difícil situación en la que se encontraba la UCA, el perder a casi todo su equipo de dirección. Lo recuerdo sentado, en una silla, en medio de los féretros en el auditórium de la UCA, cuando se celebraba la ceremonia de despedida, previa al entierro, de los cuerpos de los jesuitas asesinados. Lo vi como un muchacho triste y desconsolado; me conmovió y me acerqué a darle mi pésame, pues entendía su desolación que era también la mía. Le tocó asumir la Vicerrectoría de Proyección Social (años después asumiría la Vicerrectoría Académica), lo cual hizo que el CIDAI pasara a depender de él. Me alegró saber que era mi jefe y me prometí apoyarlo en todo lo que estuviera a mi alcance.

Cuando, en 1991, le pedí autorización para irme a estudiar fuera del país, a México, inmediatamente me dijo que sí y arregló todo para que la estabilidad económica de mi familia estuviera asegurada en los dos años siguientes. Al terminar mis estudios de maestría, en 1994, me reincorporé a la UCA; el P. Cardenal me dio, primero, el cargo de Jefe de Documentación del CIDAI –mi cargo anterior era de Documentalista— y, pocos meses después, el de Director del CIDAI. Asimismo, me hizo parte del Consejo de redacción de la Revista ECA. El periodo que va de 1994 a 2007 (el P. Cardenal salió de la UCA ese año) es uno de los más ricos de mi vida, en aprendizajes, madurez y conocimiento, y esa riqueza debe mucho al P. Cardenal, quien a lo largo de esos años nunca dejó de ser el maestro riguroso y exigente, pero también paciente y estimulante, que tuve en 1983. En mis años de estudiante leí dos libros suyos que me impresionaron: El poder eclesiástico en El Salvador (1890-1931) (1980) e Historia de una esperanza. Vida de Rutilio Grande (1985). Leyendo este último libro caí en la cuenta de la admiración y respeto del P. Cardenal hacia el P. Rutilio Grande (el jesuita asesinado en marzo de 1977).

También leí su tesis de licenciatura en filosofía, en la que compara a José Coronel Urtecho con Severo Martínez Peláez, autor este último por el que no ocultaba su simpatía. En los años noventa, leí esos dos extraordinarios cuadernos de cátedra –publicados como libros— que son su Historia de la antigüedad y de la Edad Media (1993) y el Manual de historia de Centroamérica (1996). Prolijo y detallista en su escritura, así es como siempre vi al P. Cardenal. Así es como veía y leía las propuestas de editorial para la Revista ECA que nos enviaba, mes a mes, a los miembros del consejo de redacción. Esos textos siempre fueron para mí una oportunidad de aprender, en un diálogo fecundo con este jesuita que no mostraba egoísmo alguno con quienes, como yo, aún necesitábamos pulir nuestras capacidades. Pero no sólo fueron sus textos; fue su disciplina de trabajo, el espíritu de colaboración que fomentó en la Vicerrectoría de Proyección Social, su receptividad a mis planteamientos, su cordialidad y cariño, sus consejos, duros pero certeros (como cuando me dijo que dejara de preocuparme tanto por la cantidad de páginas que redactaba; que era el momento de prestar atención a la calidad: “no tenés nada que probar”, esas fueron sus palabras), su entrega a la UCA y sus desvelos por mantener vivo el legado de los jesuitas asesinados.

En fin, con el P. Cardenal sentí la continuidad, hacía mí, de lo que hecho por el P. Ellacuría cuando en 1986 me ofreció trabajo en la UCA y, poco antes de su muerte, me manifestó su deseo de mandarme a estudiar fuera de El Salvador. Tengo razones de sobra para estar agradecido con este jesuita nicaragüense-salvadoreño que nunca dejó enseñarme, que confió en mí, que nunca me dio la espalda ni me dejó en la intemperie y que me permitió acompañarle en la época más dura y triste de la universidad. Cuando él se fue de la UCA –de una manera que considero innoble respecto de lo que él se merecía, pero no digo más ya que estas páginas no son para recordar agravios— extrañé bastantes cosas suyas y, cuando me tocó el turno de dejar la UCA, algunas de ellas, por agradables, se hicieron recurrentes en mi memoria. Por ejemplo, verlo alzar la mano, para saludar, mientras trotaba, al medio día, en la pista del polideportivo de la UCA, o cuando se despedía, cada fin de año, ante de irse a pasar la navidad con su familia en Nicaragua, o escucharlo contar chistes, en un mano con Mincho Cuéllar, en las cenas de despedida de año que hacíamos los del equipo Consejo de Proyección Social de la UCA. En estas cenas lo veía jovial, alegre. Mi deseo es que esa jovialidad y alegría sigan con él en todos los años –que espero que sean muchos— que le quedan por vivir.

 

Otros jesuitas inolvidables

Hasta aquí he escrito sobre los jesuitas históricos que tuvieron un lugar decisivo en la forja de mi carácter, mis capacidades y opciones éticas. Me gusta pensar en mi proceso formativo universitario como la construcción de una casa; en esa construcción, los jesuitas históricos pusieron los cimientos y dejaron en pie unas buenas paredes. Pero una casa también requiere que las paredes sean repelladas, un techo adecuado, ventanas, jardines y pintura. Mucho de eso me lo dieron unos jesuitas que, en distintos momentos, aparecieron en mi caminar como universitario. Dos de ellos, antes de aquel fatídico 16 de noviembre de 1989; otros lo hicieron después de esa fecha:

 

Eduardo Valdés

Lo conocí por primera vez allá por 1985, cuando, invitado por la profesora Ana María Nafría a su clase de Semiótica, nos dio, a los alumnos, una charla esclarecedora sobre lo útil que era dominar a un autor (Marx, Freud, o quien fuera), pero al cual se tenía que poner a dialogar con otros autores, pues eso nos enriquecería intelectualmente. Volví a ver al P. Valdés –a quien algunos le decían “El Negro” o, incluso, “P. Negro”— allá por 2004, cuando se incorporó a la UCA, para hacerse cargo del Centro Pastoral. Recién nombrado en ese puesto, fue mi oficina en el CIDAI para que le contara en qué estábamos metidos y cómo veía yo a la UCA y al país. Poco después, creo que fue en 2008, dejó la UCA para ir a asumir otra misión. Esos encuentros fueron suficientes para tomarle cariño, pues la cordialidad, humildad e inteligencia habían –y han— encontrado en él un perfecto equilibrio.

 

Antonio González

Lo vi primera vez, si no recuerdo mal, en 1987. El P. Ellacuría nos lo presentó, en una de sus clases, como su asistente en su cátedra. Dijo que era una persona inteligente y una promesa para la filosofía. Antonio sólo se sonrojó, mostrando una timidez que sería su marca de fábrica mientras estuvo en la UCA (y es probable que aún lo siga siendo). Nos hicimos amigos relativamente pronto y como tales compartimos comidas y conversaciones. Fue también mi profesor y, teniéndolo como tal, me ayudó a entender mejor a dos autores a los que yo, en 1990-1991, estaba empeñado en conocer con suficiente profundidad: Jürgen Habermas y Karl Otto Apel. Dotado de una inteligencia extraordinaria, con una erudición propia de los mejores, y de una capacidad de escritura envidiable, siempre pensé que el P. Ellacuría había pensado en él como parte del relevo generacional del equipo conductor de la UCA. Lamenté que esto no sucediera y que Antonio González no solo dejara la UCA, sino también la Compañía de Jesús. En momentos difíciles para mí, dentro de la UCA (1990 fue el año más duro), la amistad de Toño González ayudó a aligerar los malestares de ese tiempo; cuando ocupaba la jefatura del Departamento de Filosofía de la UCA, y habiendo yo regresado de mis estudios en México, me integró a ese departamento como uno más de los profesores de filosofía, revirtiendo el calificativo que se me había impuesto, en 1990, de ser un profesor “no nato” de ese departamento. Una indiscreción mía –que lo molestó, y con razón— hizo que nuestra amistad se enfriara y que nos distanciáramos. Sin embargo, eso nunca hizo mella en el cariño, respeto y admiración que siento por él.

Alfredo Tamayo, Douglas Marcoullier, Josep Vives, Juan Antonio Estrada, Xavier Alegre, Dean Brackley y Rafael de Sivatte.

Estos jesuitas llegaron para apoyar a la UCA después del asesinato del P. Ellacuría y sus compañeros. Salvo el P. Tamayo y el P. Marcouiller, todos los demás fueron mis profesores durante el año que estudié teología. El P. Tamayo llegó a filosofía y, sabedor de que era un intérprete de uno de mis filósofos preferidos –Ernst Bloch—, me informé de uno de sus cursos y le pedí permiso para asistir como oyente; me dijo que sí, y pude, seguir, guiado por su sabiduría, las peripecias de Gilgamesh y la estructura del mito que está detrás. El P. Marcoullier no me dio clases, pero fue mi amigo; cada vez que llegaba a la UCA, al final del año, a impartir clases (en la Maestría en Administración de Empresas), aprovechábamos para conversar y ponernos al día. Además de animarme para irme a México, su amistad me ayudó a llevar mejor ese año difícil, como ya dije, que fue 1990. El P. Vives fue mi profesor de patrística; más que un erudito, un sabio; gracias a él me interesé en San Agustín, sobre el cual le hice un ensayo, como trabajo final, que luego publiqué como artículo.

El P. Estrada fue mi profesor de historia de la iglesia en la edad media. Sus clases me hicieron volver a la época en la que el P. Cardenal fue mi profesor de Historia de la cultura. El P. Alegre me dio Teología del Nuevo Testamento y no olvido su asombro cuando, en un examen oral, le dije que era increyente. El P. Brackley fue mi profesor de Ética cristiana. Fue uno de los jesuitas que llegó para quedarse en la UCA, así que, además de mi profesor, se convirtió en un compañero de trabajo. Siempre sonriente y amable, el P. Dean era fácil de querer. El P. Sivatte –el P. Rafa— fue mi profesor de Teología del Antiguo Testamento y, al igual que el P. Brackley, llegó para quedarse. Siempre me llamó la atención lo rápido que se identificó con la UCA e hizo suyos los valores y compromisos de la universidad. Cuando fui a despedirme de él, en 2008, no podía creer que yo dejaba la UCA. Me dijo que, en la noche (y como mi oficina se veía desde la segunda planta del edificio en la que quedaba la suya), siempre estaba pendiente de cuando yo apagaba las luces, pues para él era señal de que tenía que irse a descansar.

 

Reflexión final

En estas líneas he tratado de rendir un homenaje a los jesuitas que dejaron una marca, positiva y duradera, en mi vida. Hay dos jesuitas de los que me hubiera gustado recibir formación e influencia: Salvador Carranza y Juan Hernández-Pico. Los menciono porque quiero dejar constancia de lo mucho que desee aprender de ellos y con ellos. Cuando dejé la UCA iba cargado de la riqueza intelectual y moral que cada uno de los jesuitas mencionados en estas páginas había depositado en mi cerebro, mi mente, mis afectos y mis sentimientos. No tenía idea de cómo me iría, y eso me generaba una fea incertidumbre, pero era consciente de disponer de los suficientes recursos (que cada uno de esos jesuitas se había esforzado por darme) para hacerle frente a lo que la suerte me deparara. Y así es como he llagado a este momento en que redacto estas líneas de agradecimiento. Todos esos jesuitas me dejaron enseñanzas que si bien no me han salvado de cometer errores sí han ayudado a que los mismos sean menos espectaculares. Una de las más importantes es la de estar siempre en búsqueda de conocimiento, no a la espera de que éste llegue hasta donde uno se encuentra. Esto explica por qué no acepto invitaciones para asistir a diplomados o cursos; no es por petulancia o porque crea que ya lo sé todo: tengo mi propio programa de lecturas y temas que me interesa estudiar, lo cual es, para mí, de absoluta prioridad.

Otra, también importante, que el conocimiento nos permite estar vigilantes de, y no ser complacientes con, los poderosos, sin importar las bondades que proclamen. A esto se le llama espíritu crítico. Trato de cultivarlo en todo lo que hago, pues creo que al hacerlo honro la memoria de los jesuitas que ya partieron hacia la Otra Orilla, y acompaño y muestro mi respeto a quienes aún siguen con nosotros. Estoy convencido de que la vida de los seres humanos es un viaje en el cual lo único que es seguro es el final; el recorrido intermedio, y sus momentos felices y sus sinsabores, no están prefijados por nada ni nadie, sino que son fruto de una ruleta en la que, con nuestras limitaciones, participamos de un juego junto con quienes el azar pone en nuestro camino. Tuve la fortuna de que los jesuitas mencionados en estas líneas –y un puñado de laicos, de los cuales pienso escribir cuando se dé la oportunidad— se cruzaran en mi camino e hicieran del recorrido que hice de 1983 a 2008 algo enriquecedor e inolvidable.

Al decir lo anterior, no puedo menos que suspirar aliviado, pues es mi manera de reconciliarme con la UCA, después bastantes años en los que me sentí distante de mi alma mater. Ese distanciamiento nunca me hizo olvidar a, ni dejar de estar agradecido con, los jesuitas que fueron decisivos no sólo en la forja de mis capacidades profesionales, sino –lo que más importante— de mi personalidad, carácter y opciones éticas.

 

San Salvador, 11 de diciembre de 2023

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