Luis Armando González
Ahora que, cheap sin medias tintas y venciendo la resistencia de poderes religiosos y civiles, sovaldi el Papa Francisco ha reparado una deuda de la Iglesia con Mons. Oscar Arnulfo Romero, quedan pendientes otras reparaciones, eclesiales y no eclesiales, con quienes tejieron su esfuerzo, entrega y sacrificio al lado de Mons. Romero.
Entre estos servidores del pueblo salvadoreño, de la fe y de la inteligencia se encuentran varios sacerdotes jesuitas que ofrendaron su vida por la causa de la fe y de la justicia, y a los cuales tarde o temprano se terminará reconociendo oficialmente como mártires y como santos.
Cómo no colocar en esta lista al P. Rutilio Grande, primer sacerdote asesinado en El Salvador por su compromiso, desde una fe cristiana firmemente cimentada, con los campesinos salvadoreños. Con el P. Grande la Iglesia institucional –y no sólo ella— tiene una deuda no sólo por haberse olvidado de su asesinato y de sus asesinos, sino –lo que es más grave— por no haber dado continuidad a su herencia de compromiso radical con las víctimas de la injusticia y la violencia estructural. Rutilio Grande no sólo antecedió a Mons. Romero en la opción preferencial por los pobres, sino que, con su muerte violenta, fue decisivo en la conversión de nuestro Arzobispo mártir para hacer de la fe algo encarnado en la realidad de los pobres.
Cómo no colocar en este mismo sitial a los jesuitas asesinados en la UCA –los mártires de la UCA— que hicieron suyos los sueños, esperanzas, fe y opciones de Mons. Romero: Ignacio Ellacuría, Segundo Montes, Ignacio Martín-Baró, Amando López y Juan Ramón Moreno. Es imposible entender el quehacer universitario, civil y pastoral de estos jesuitas sin Mons. Romero.
Es imposible separar su muerte violenta de la de Mons. Romero.
El asesinato de Mons. Romero anuncia la sangrienta represión y la no menos sangrienta guerra civil que inició el año siguiente. Los asesinos de Mons. Romero proceden de la misma escuela –la misma ideología, los mismos intereses y los mismos antivalores— que los asesinos de los jesuitas de la UCA. Con la muerte de Mons. Romero se cierran las salidas pacíficas a la crisis política del país en 1980; con la muerte de los jesuitas de la UCA se hace claro que la crisis política, convertida en una guerra civil, no tiene otra solución que la negociación.
Mons. Romero fue un hombre de profunda fe. Fue un hombre justo e inteligente. Los PP. Grande, Ellacuría, Martín-Baró, Montes, López y Moreno igualmente lo fueron. Cuando coincidieron sus esfuerzos en vida de Mons. Romero, generaron las elaboraciones más ricas, teológicas y pastorales, que el país ha tenido en toda su historia.
Con la muerte del P. Grande, la “fuerza de su espíritu” siguió presente, animando e inspirando a sus compañeros de Iglesia. A Mons. Romero –después de su asesinato, que fue una verdadera tragedia religiosa, moral y pastoral— los jesuitas de la UCA lo hicieron suyo más que nunca, alimentándose de su fe, enseñanzas y ejemplo.
La “etapa heroica” de la UCA –tal como la calificó el poeta Francisco Andrés Escobar— es incomprensible sin la presencia viva de Mons. Romero –con la “fuerza de su espíritu”— en el quehacer de la universidad, liderada por Ignacio Ellacuría, apoyado por sus compañeros jesuitas y un conjunto de colaboradores laicos empapados de la “mística de la UCA”. Sólo en ese contexto se entiende lo trágico que fue, también, el asesinato de los jesuitas de la UCA en noviembre de 1989.
También se entiende el fuerte vínculo –más que vínculo, armonía y compenetración— existente entre Mons. Romero y los jesuitas de la UCA en las dos décadas más densas de la historia salvadoreña: 1970 y 1980.
Por último, recordar a estas personalidades es luchar contra la desmemoria o la pérdida de perspectiva histórica. Una pérdida de perspectiva que puede impedirnos caer en la cuenta de que en la UCA actual hay personalidades que hicieron suya la continuidad del legado de los jesuitas y de Mons. Romero en un contexto distinto y con su propia complejidad. Esas dos personalidades son el P. Jon Sobrino y el P. Rodolfo Cardenal, quienes –el primero por pertenecer generacionalmente al grupo liderado por el P. Ellacuría y el segundo por ser su principal discípulo en la UCA— son los herederos inobjetables, en la universidad, del legado de los jesuitas y de Mons. Romero.
Ambos –el P. Cardenal y el P. Sobrino—, rodeados de otros jesuitas de nota –como los PP. Sivatte, Hernández Pico y Valdez—, así como de un grupo de laicos comprometidos, mantuvieron a flote no sólo la institución legada por Ellacuría y sus compañeros asesinados, sino la opción por las víctimas de la exclusión y la pobreza.
Sobrino y Cardenal son, hoy por hoy, los dos referentes vivos –dentro de la UCA— de la herencia de Rutilio Grande, Mons. Romero, Ellacuría, Montes, Martín-Baró, Amando López y Juan Ramón.
Es una injusticia mayúscula no reconocerlo o, peor aún, pretender invisibilizarlos por protagonismos mezquinos y deshonrosos.