Santiago Vásquez
Escritor ahuachapaneco
Después de mucho tiempo de no visitar a la familia, decidí tomar el autobús que me llevaría a experimentar una nueva odisea.
Preparé unas dos mudadas para el viaje que pronto iba a emprender.
En medio de la inmensa alegría que me dejaba hasta sin palabras, por ver como habían crecido los hijos del compadre Tulio, salí a la calle principal para abordar el transporte que pronto me llevaría a mi nuevo destino.
El calor que hacía era inmenso, recorrimos cerca de ciento cincuenta Kilómetros para llegar a donde se habían quedado mis años de niñez y donde recién había pasado el conflicto armado que nos había dejado un poco tuertos de nuestros pensamientos.
El pueblo había sido azotado cruelmente por los bombardeos aéreos y ataque de fusilería, era realmente un milagro recorrer nuevamente sus calles.
Vigiaba de vez en cuando por la polvorosa ventanilla del autobús, para no pasarme del lugar donde me habían indicado que me bajara.
Por fin, en medio del nerviosismo exasperado, tomé la maleta y me conduje al centro, donde posiblemente los viejos guardaban historias, aún no contadas todavía.
En la plaza principal del parque, me esperaba un formidable descanso en una de las cómodas bancas que se ubicaban en forma estratégica a su alrededor.
Aquel pueblo parecía un lugar olvidado, con un montón de casas salidas de una historia fantasmal.
La verdad que desde hace mucho tiempo, me había enterado que corrían rumores de casos y cosas increíbles y que sucedían de un día para otro.
Después de un breve descanso, me levanté y fui a tocar la puerta de la casa de enfrente, pero, una anciana que pasaba por el lugar me dijo:
-Joven, ¿qué desea?
Allí no vive nadie…hace mucho tiempo que esa casa está desocupada.
Los que vivían allí, dicen que los vinieron a sacar de noche y nunca aparecieron.
-Muchas gracias, muy amable de su parte.
Le respondí con una sensación muy rara.
¿Cómo es su nombre?
A la pregunta, la anciana apuró el paso sin voltear a ver atrás, casi corriendo, desapareció del lugar
En medio de toda aquella desesperanza, sucede que aquel remoto rincón del país, que un día fuera un lugar muy importante, había quedado solitario, unos cuantos hombres se veían resguardar su aliento bajo su sombrero, por temor a que algo les pudiera suceder.
Aparte del trauma que habían sufrido los pobladores, debido a la guerra civil, corría un fuerte rumor de que algo peligroso y fatal estaba sucediendo.
Uno de los rumores que hizo que muchos pobladores abandonaran el lugar, es el aparecimiento de una mujer de tez blanca, cabello rubio, delgada y vestida de negro, de unos dos metros de estatura; cuentan los pocos vecinos que han quedado, que cuando va cayendo la noche, la ven caminar por las calles con un tizón encendido, y que de repente, se comienza a convertir en una anciana que pide posada, causando mucha lástima, esperando se compadezcan de ella, lo más espantoso de esta situación, es que las almas inocentes de los hombres se compadecen y le abren la puerta para que entre, siempre anda en busca de solteros o que los ha dejado la mujer, o simplemente son causantes de una infidelidad.
Ya adentro, se convierte nuevamente en esa hermosa mujer rubia y esbelta y se entrega desenfrenadamente a los placeres, después los deja abandonados a su suerte, trastornados, y huye desesperadamente del lugar; a los tres días del encuentro amoroso, los hombres van cayendo en una tremenda depresión, muriendo poco a poco, su agonía no dura más que doce días.
Otros con un poco de suerte y que solo la ven, quedan sordomudos o ciegos, el cuerpo les tiembla y pierden el juicio, nunca vuelven a ser los mismos de antes.
Cosas y casos como estos suceden a menudo en este olvidado lugar azotado por la indiferencia de muchos.
Regreso a la vieja banca de metal de la plaza pública, y me siento nuevamente, veo para todos lados y la soledad es la única compañía que tengo en ese momento.
De mi maleta saco un pañuelo color rojo y me lo pongo sutilmente en la cabeza, debajo del sombrero, y es que la niña Yoya, madre de dos cipotes que eran su única esperanza, me había aconsejado que siempre cargara alguna prenda de color rojo porque era una excelente “CONTRA” para ahuyentar a los malos espíritus de nuestras vidas.
En aquella situación de soledad y misterio, aparece por mis espaldas un hombre de unos setenta años, me hace sobresaltar.
-¿Cómo estamos compadre? Me dice, saludándome con mucha alegría.
-¡Hola, compadre Tulio!
-¡Hasta cuando te veo cipote!
¡Tienes suerte de haber llegado con bien!
Fíjate que últimamente, están sucediendo muchas cosas extrañas en este pueblo, por eso todos se han ido, yo, por fin, no tengo adonde ir, no tengo a nadie, he quedado completamente solo, por eso mejor he preferido quedarme en este lugar.
-A mi familia la perdí toda en la guerra.
¡Ven! ¿Conoces este lugar?
Me dijo, señalando un frondoso Amate ubicado en el centro de la plaza.
-¡Si, lo recuerdo!
-Pues, acércate, me dijo con un poco de tristeza.
Los dos nos encaminamos hacia donde estaba plantado aquel hermoso Amate.
-No es un árbol cualquiera, es un Amate centenario, cuenta muchas historias.
Este Amate fue testigo de muchas desapariciones en tiempos de la horrorosa guerra que vivimos.
El cielo parecía un delicado telón de seda, tiñendo de anilina negra los encajes de la miseria y los bordes de la ansiedad.
Lentamente, le pongo la mano en el hombro, subo la mirada y en las puntas de las ramas veo cientos de cabezas humanas que cuelgan, como implorando:
¡Jamás olvido!
Sus miradas son angustiosas, perdidas, con miedo, como aquel día en que fueron desaparecidos.
Me le quedo viendo a una, entre tantas que colgaban de aquel árbol.
-Mira, esa que está en la rama de la izquierda se parece al cipote de la Adulia.
-Ahhh, vos dices…. Alfonso.
-Si hombre, él es- le digo, llevándome las manos a la cara.
-¡Mira esa otra, la de la rama pequeña, se parece a la cabeza del padre Toño y aquella que está en el centro como que es Lucas, el sindicalista.
-Noooo hombreee, ese es aquel cipote que se fue para la capital a estudiar y nunca volvió.
-Es cierto, le repliqué, es Native, el nieto de la rezadora, la niña Adriana.
Por un momento quedamos extrañados y asombrados ante aquel inusual acontecimiento.
Una que otra aldeana pasa corriendo, sin volver la mirada al árbol.
-¡Hey…..! compadre, se me está nublando la vista.
Me dice con mucha preocupación el compadre Tulio.
Aquellas cabezas que colgaban de las ramas del Amate, se mecían con el viento, para todos lados.
Atónitos, nos encaminamos por la calle que nos llevaría a la casa de mi compadre, tratando de encontrarle sentido a todo aquello que acontecía en el pueblo, a los pocos pasos que habíamos dado, nos extraviamos, sin encontrar la salida, fuimos a dar a otro Amate, donde acontecía lo mismo, nos refugiamos bajo sus ramas y comenzamos a sentir una repentina lluvia; son las cabezas que están derramando lágrimas, son seres que un día, les arrebataron su existencia, sin dejar ningún rastro, tratamos de alejarnos del lugar, pero una fuerza como imán nos regresaba al mismo lugar.
De pronto, una voz muy suave y entrecortada se escucha y que viene de una de las cabezas.
-¿No me reconoces…?
El cuerpo me tambaleaba de un lado para otro como una vieja hamaca.
-¡No! , ¿Qué quieres?
Le respondí con un sentimiento como de culpa y lleno de temor.
-¡Soy un desaparecido!
Respondió inmediatamente.
Y repitió con tono más angustioso:
-¡Soy un desaparecidoooo!
¡Necesito reencontrarme!
Aquella voz me invadió los rincones más sensibles de mi espíritu.
De sus ojos brotaban pedazos de agonía y dentro de mi corazón renacía la esperanza de encontrarlo un día, de encontrarlo y decirle frente a frente:
¡Vamos!
¡Caminemos por estas calles!
Como cuando caminaste valientemente…
Ese día en que la noche se volvió eterna…
Todo esto acontecía, mientras la mujer rubia y esbelta continuaba conquistando sus amores, convirtiéndose en una miserable anciana, esperando que algún iluso se compadeciera de ella y le abriera muy gentilmente la puerta de su casa
En las esquinas del tiempo, las familias siguen esperando noticias de sus seres queridos.
Una casa desbarrancada por la inclemencia del tiempo y del abandono, es refugio para una mancha de repugnantes murciélagos, que vuelan perdidos y aturdidos.
De regreso a casa de Tulio, una fuerte temperatura me atrapa, haciéndome delirar, en medio del abrazo de la hermosa rubia de la plaza del pueblo.
Mi compadre se quita el sombrero y deja escapar un profundo suspiro lleno de dolor.
Un caudaloso río nace bajo la sombra de aquel frondoso Amate.
Es el Río de los Dolores.