Javier Alvarenga,
fotoperiodista y escritor
Era un domingo de enero. Recién había terminado las festividades, ya se aproximaba el día de entrar a segundo año de bachillerato, mi madre me dijo: “¿Vamos a la nueva casa que ha alquilado tu hermano?”. Como no tenía mucho que hacer, acepté. Abordamos el bus, la casa era un poco grande, dos niveles, y una habitación más sobre la segunda planta.
Un balcón que dejaba ver en casi 360 grados el panorama, por esa pequeña habitación, de dos pequeñas ventanas que dejaban ver al interior. Mientras mi familia observaba el panorama, yo veía con recelo, adentro había muchos libros. Para esos años, ya había surgido mi amor por ellos. Para poder leer más de lo que me exigían en el primer año de bachillerato, que por cierto él profesor dejaba un libro por mes con un laboratorio final. Yo le decía a mi padre que eran dos lecturas, las que me dejaban, así leía lo que me exigía el Ministerio de Educación, junto a otro libro de mi interés.
Le pregunté a mi hermano, si podía entrar a la pequeña habitación. Los dueños habían dejado una cláusula, no hacer uso de ese lugar, y bajo esa promesa por cumplir para el arrendamiento, no había necesidad de dejar llave para ello, era una pequeña fortaleza.
La tarde transcurría, sobre esas alturas. Soplaba una brisa fresca con recuerdos de fin de año. Ahí pasamos mucho tiempo, no podía quitarme el deseo de saber, que buenos libros había ahí.
Estábamos casi por irnos y tomé una intrépida decisión, moví un poco el cristal para dejar entre abierta la ventana con un palo de escoba alcance una caja cercana, como pude tome unos cuantos libros, para curiosear, en esa caja no había muchos de mi interés, hasta que llegué a dos que, desde ese momento, puedo decir, cambiaron mi vida.
Uno, era un libro de instrucciones, para el uso de una cámara profesional de rollo. Hablaba de obturación, tiempo y velocidad entre otras cosas. Para ser sincero, ante esa rápida lectura, no comprendí nada; pero, si logró dejarme un interés por la fotografía y el uso de la cámara. Tenía diecisiete años y me prometí, bajo ese colorido crepúsculo que me envestía, algún día tener mi cámara para aprender sobre los conceptos que poco conocía. Y seguir mis procesos artísticos auto formativos.
El segundo, que, ante mi vista, fue como un “Boom”. Una reacción muy parecida, como cuando descubrí “El Boom latinoamericano” y esa ya admiración que sentía por los escritores latinoamericanos que habían triunfado en Europa. Ese “Boom” ante esa portada azul desgastada por el paso de los años. Que en letras amarillas muy sencillas decía: “Introducción a la práctica de la filosofía”
Lo que resultaba ser ante mi sorpresa, un programa oficial de filosofía 1 de 1972 para estudiantes de secundaria. No pude dejar de sentirme admirado, ya había cursado el primer año, y nunca en esos meses tuve, la dicha de haber estado en una clase de filosofía. Comprendí que la hubiera disfrutado, como lo había hecho en Estudios Sociales y Lenguaje y literatura. Sentí que me habían privado de algo que hubiera decidido aprender dentro de la formación secundaria de esos entonces.
Leí con premura el prólogo de Antonio González, firmado en San Salvador (12 de octubre de 1988) decidí llevarme uno de los dos libros bajo mi camisa (Hasta el día de hoy, mi hermano desconoce esa acción, espero no se lo diga nadie) tuve que decidir entre ambos, y fue por el de filosofía. Esa noche empecé, a leerlo sin parar, estaba fascinado ante su primer capítulo. Responde interrogantes sobre qué es la filosofía, para qué sirve y así me fui encaminando con mi marcador naranja subrayando todo lo que me iba alimentando.
Así me fui amistando y familiarizando con algunos nombres, Feuerbach, Nietzsche, Gramsci, Zubiri, Marx, Maquiavelo, Santo Tomás. Cada uno resurgía con gran interés ante los comentarios de textos filosóficos que se encuentran en el final de cada unidad.
Ese domingo cambió mi vida. Me hice una promesa en la soledad de mi pequeño y tenue cuarto de habitación, aprender sobre fotografía, lo que sigo realizando, y leer, estudiar y aprender de estos grandes hombres del pensamiento, de lo que me dije, tener mi propia biblioteca, en la que se encuentren todas sus publicaciones, a más de dieciséis años de eso sigo en ese proceso. La variante es ahora inculcarle a mis hijos ese amor a la sabiduría, ya que me encuentro convencido, como un día dijo José Saramago:
“La alternativa al neoliberalismo es la conciencia” y ese nivel de autoconciencia, solo se logra volviéndonos a la filosofía y literatura.
Primero Dios, algún día, nos dejen de seguir privando de ella.