José M. Tojeira
Cuando este domingo recién pasado celebramos el primer aniversario de la beatificación de los mártires Cosme Spessotto, Rutilio Grande, Nelson Lemus y Manuel Solórzano, es necesario reflexionar sobre el mensaje que estas cuatro personas nos dejan grabado en la historia salvadoreña. No se trata de millonarios filántropos que regalaran muchas cosas a los pobres ni de políticos que deslumbraran a los necesitados con promesas nunca cumplidas. Ni siquiera eran personas famosas que aparecieran con mucha frecuencia en los medios de comunicación.
Lo que los distinguió en vida y en muerte fue su cercanía a los pobres, su caminar con ellos, su tener puesta la confianza no solo en Dios, sino también en el pueblo salvadoreño sencillo y necesitado, hambriento de justicia y paz. Anunciaron en zonas campesinas la fraternidad e igual dignidad de todas las personas, hijos e hijas de Dios, y el derecho de los pobres al desarrollo y a una vida digna.
La gente de buena voluntad los amó, porque vieron en ellos amor y generosidad, cercanía humana y una fe profunda en que el camino de Jesucristo era la base de un futuro digno para el pueblo salvadoreño. Vieron también en ellos la misma fuerza que brilló en Monseñor Romero, que prefirió vivir en un hospital de beneficencia, en cercanía con enfermos de cáncer, en vez de en la comodidad que le ofrecían alguna personas pudientes. Padre de los pobres, defensor de los Derechos Humanos y “voz de los que no tienen voz para defender sus derechos”, es comprensible que las Naciones Unidas, tras su muerte martirial, lo nombrara patrón mundial del derecho de las víctimas a la verdad.
Hoy, en medio de las tensiones, las propagandas, los odios y las mentiras que cunden y abundan en el país, los mártires mantienen una profunda actualidad y nos llaman a reflexionar sobre nuestra realidad y sobre el camino de futuro que debemos seguir. Nos muestran con su vida la necesidad de dar prioridad a los que sufren y poner como prioridad en la vida la lucha contra el sufrimiento humano. Nos enseñan a tomar decisiones llenas de sentido, sin superficialidades y sin egoísmos.
No provocan el sufrimiento de unos para que otros no sufran, sino educan para la fraternidad, para la reconciliación y para convertir el desarrollo y el bienestar básico de todos en el mejor proyecto de realización común que El Salvador pueda emprender. El Papa Francisco nos decía en su mensaje para la Jornada Mundial de la Paz que “nadie se salva solo”. Al contrario, el Papa insiste en que solo el camino de la fraternidad puede traer la paz y la justicia al mundo que vivimos. El mismo mensaje de los mártires y del Evangelio.
Porque en efecto, el camino de la fraternidad es el que recorrieron los mártires, cada uno a su manera. Y es el camino de la responsabilidad personal y social que todos debemos recorrer, cada uno según sus posibilidades y capacidades. No debemos transigir con la mentira, y mucho menos con el odio, la envidia o el desprecio de nadie. Como tampoco podemos permanecer indiferentes ante el sufrimiento del prójimo, ante la pobreza, el abuso del débil o la desigualdad.
Toda persona que sufre, sea buena o mala, merece nuestra compasión. Y toda situación social injusta amerita nuestra denuncia y nuestro esfuerzo por cambiarla. Cuando hoy, al igual que durante la guerra civil, hay personas que hablan con desprecio de los Derechos Humanos, quienes recordamos a los mártires debemos afianzarnos en la defensa de quienes sufren menoscabo de sus derechos básicos. No podemos hablar de los mártires y olvidarnos al mismo tiempo de la lucha contra el sufrimiento que ellos mantuvieron hasta el final de sus días. Los mártires salvadoreños que celebramos, nunca estuvieron separados de los pobres. O eran pobres, o se unieron a ellos como se unió Jesús de Nazaret a los crucificados de esta mundo, hasta dar la vida por ellos.