Joaquín Meza
Escritor y poeta
-¿Qué sabés de Ernesto Interiano?, pharmacy me preguntó cierto día Santiago –Carlos Henríquez Consalvi- el legendario locutor-guerrillero de la otrora Radio Venceremos. Aunque tal nombre lo había encontrado alguna vez en mis lecturas, unhealthy tuve que confesarle que no sabía nada. Estaba entonces Santiago seguramente todavía en la etapa geno-textual de lo que conformaría un bello y revelador libro que en pocas páginas devela la vida de un personaje que, aunque en su momento ocupó las primeras planas de los periódicos, resulta para la mayoría de nosotros un “ilustre desconocido”.
Con una atenta dedicatoria, Santiago me entregó su última obra publicada: Los mendigos me amaban (2015), cuidadosamente ilustrada e impresa, que inicia en la guarda con una foto troquelada del pequeño Ernesto disfrazado como “espadachín medieval”, y que en diez capítulos y un epílogo distribuidos en un poco más de un centenar de páginas, que incluyen imágenes oportunamente seleccionadas, sustentan la lectura texto.
Salí del Museo de la Palabra y la Imagen, MUPI, ansioso por conocer al personaje rescatado del olvido gracias a Santiago. Comencé a leerlo, evadiendo chocar con postes y transeúntes, de camino a la parada de buses y en el bus mismo hasta llegar a mi casa, donde terminé de leerlo en una sentada, como se leen los libros que nos cautivan desde sus primeras líneas.
Los párrafos iniciales me hicieron caer en la cuenta de que, ciertamente, había escuchado aquel nombre en mi niñez y que no sólo por lecturas tenía su referencia. Resulta que una vecina practicaba el espiritismo, a quien –picardía de cipotes- con mis hermanos saboteábamos sus vespertinas sesiones espiritistas armando mayor barullo al ponernos adrede a jugar y golpear su puerta a pelotazos para impedir su concentración cuando efectuaba el conjuro a los espíritus.
Fue a aquella mujer espiritista, pequeña y negrita, la “Niña Angelita”, como se conocía a la señora Ángela Domínguez, a quien escuché hablar de algunos espíritus que invocaba. Entre otros, los del Hermano Ciriaco López, el Hermano Julio Cañas, el Hermano Pedro, el Hermano Macario, el Hermano Ernesto Interiano, y otros.
Pero es gracias a Santiago que ahora puedo conocer a aquel personaje que acudía a las sesiones de la “Niña Angelita” para socorrer a alguien que buscaba solución a algún problema material o espiritual, recurriendo a la intercesión de aquella médium que mantenía al centro de una mesa circular cubierta por un paño rojo, la consabida bola de cristal, un vaso con agua y otro con una velita alimentada con aceite, y un clavel o rosa roja.
Bajo la puerta espiábamos las sesiones y veíamos en la penumbra de aquel cuarto a la “Niña Angelita”, cuando simulando sostener una aguja hipodérmica invisible entre los dedos, alzaba su mano hacia el cielo como asimilando por ósmosis algún poder benéfico, aspiraba profundamente, y con ronca voz que no era la suya, pronunciaba algún conjuro y colocaba una inyección espiritual en el antebrazo de su consultante.
En aquellos momentos nos empeñábamos en aumentar el desorden a fin de quebrantar el trance en que se encontraba la médium, quien después de un buen rato abría la puerta para despachar a quienes le consultaban y decía encontrarse muy agotada, mientras bebía un vaso de leche. Nosotros, como si nada, continuábamos el juego de pelota en el patio.
En aquel entonces del espíritu de Ernesto Interiano sólo me separaba la puerta del cuarto de la “Niña Angelita”, y yo no lo sabía. Hoy está aquí conmigo, en las páginas que con estilo sencillo pero agradable, Santiago me presenta. Oigo en sus páginas el taconeo de su botas federicas caminando por las empedradas calles de Santa Ana, y lo imagino como uno de aquellos “platudos” de pueblo a los que no faltaba el revólver al cinto y ponían la bala donde antes el ojo.
Ernesto, como todo niño gastó sus picardías: “traviesamente le sustraía las quesadillas que vendía La loca Pastora” Y “ya adolescente se le vio a Ernesto en las retretas del Parque Libertad, piropeando a las mengalitas, vestidas y maquilladas de domingo.” Su buena presencia y bonancible situación económica apuntalaron sus conquistas femeninas.
“Ernesto Interiano tiene la siguiente filiación: estatura, 1 metro ochenta centímetros; de poco más o menos 32 años de edad, complexión fuerte, bien parecido, tiene portes de gente muy educada, blanco, nariz recta grande, boca mediana, frente amplia, ojos castaños, pelo negro castaño, usa peinado hacia atrás, barba espesa negra…” Por algo “las muchachas le coqueteaban enfundadas en sus vestidos de tules vaporosos”.
Pero más que su porte de galán fue la generosidad de su corazón lo que valió para ganar la admiración y reconocimiento de los menos favorecidos. La situación social y económica de la gente no fue ajena para él; al contrario, motivó su preocupación. “Escuchó las protestas de los volcaneños arrojados de sus tierras por terratenientes cafetaleros y escuchaba las conversaciones de las lavanderas en el río…” […] “Se metía en los mercados, conversaba con fresqueras y verduleras” […] Los lunes acudía al puesto policial para pagar la multa de los encarcelados por ebriedad”.
Ernesto Interiano fue protagonista de muchos episodios en los que se enfrentó a tiro limpio con diversos individuos y con miembros de la autoridad. Él mismo cuenta que cierta vez “en esos momentos de tribulaciones y gritos, por la puerta del automóvil de Samuel [Álvarez] salió un policía que se me abalanzó haciéndome disparos con una pequeña ametralladora de pecho, la cual usó además para darme culatazos. Rodé por el suelo. Pronto me levanté aturdido, vi al otro policía disparándome y al de la ametralladora a punto de dispararme de nuevo. En esos momentos para librarme de esa agresión tan brutal, disparé mi revólver varias veces. Vi caer al de la ametralladora. Pero no sé si le acerté. Me dirigí inmediatamente al otro policía, al comprender mi cólera se hincó implorándome piedad, y suplicándome que le perdonara la vida, que lo hiciera por su madre y por sus hijos, que sería mi esclavo y que fue en un momento de ofuscación que había intentado matarme”.
Pese a ser tachado como peligroso criminal, Ernesto se apiadó de su casi verdugo: “Ante una súplica humillante no me era posible saldar cuentas con quien acababa de tratar de matarme a mansalva, valiéndose de su posición ventajosa y de la oscuridad del carro de Samuel. Así fue como no quise mandar a descansar a semejante cobarde, pues solamente un criminal empedernido podía matar a aquel desgraciado que imploraba perdón de su vida”.
Interiano parecía signado por la fatalidad, al grado que “todo hecho acontecido en el occidente de El Salvador la policía lo adjudicó a Ernesto: una disparazón durante los jaripeos en Texistepeque, las pintas antigubernamentales en Santa Lucía, el corpiño colocado nocturnamente sobre el busto de una virgen en la iglesia de El Congo”, etc.
Aquello le granjeó el título de “Enemigo público”, por parte del régimen del general Maximiliano Hernández Martínez (1931-1944), ante quien fue acusado de querer matarlo, por lo que fue perseguido y embocado como “peligroso criminal”. En múltiples ocasiones, gracias a su arrojo y versatilidad, salió bien librado en choques con la Policía y la Guardia que lo buscaban por todo el país.
La popularidad de Ernesto fue también motivo de apologías populares, como lo plasma la letra de un corrido que se le dedicó:
Se llama Ernesto Interiano,
Lo quieren los mendigos y las mengalas
Lo esconden fresqueras y señoronas
Donde pone el ojo pone la bala.
Al general Martínez, le dio currutaca,
Porque allá viene Neto por la alcabala.
Los polizontes y la descalza
La Guardia y la de Hacienda
Andan con el chunchucuyo a dos manos.
La mera cáscara amarga,
Le puso el cascabel al gato.
Así, después de despertar de un sueño premonitor que le anunciara el propio Ërnesto durante la sesión espiritista, cuenta Santiago que “muy temprano en la mañana, comencé a escribir sobre la vida de Ernesto Interiano”, Los mendigos me amaban, una amena síntesis que retrotrae la vida y aventuras de un joven nacido en el seno de una familia acaudalada, estigmatizado como “enemigo público número uno” por el régimen del general Hernández Martínez, cabeza de una de las dictaduras militares más férreas de la historia latinoamericana.
Los mendigos me amaban es una valiosa obra, legible en una sentada que nos remonta a un periodo dictatorial que siguió extendiendo sus tentáculos cruentos hasta el final y nos hace evocar algo de las aventuras del salvaje viejo Oeste estadounidense, donde las cuentas las saldaba quien primero desenfundaba el arma y disparaba certeramente.
Recurriendo a un flash back puesto en labios del propio Ernesto, conocemos el final de aquel joven audaz y temerario desde el inicio mismo de la lectura. Ocurrió que el profundo amor que profesaba a su madre, y preocupado por su salud, cometió la imprudencia de querer visitarla durante la madrugada en la casa sitiada.
El intenso dramatismo de aquellos instantes lo vivimos con Ernesto cuando lo vemos caminar “por la acera del Teatro Nacional –dice- y cruzo la calle hacia Catedral, a esta hora, rodeada de neblinas. […] Mamá debe estar durmiendo, pero igual la voy a despertar. […] No entraré por el portón principal, debo evitar que alguien me vea. La luna apenas ilumina la calle, coloco un pie en el saliente para trepar el muro. Se me cae la bolsa de municiones, y rompe el silencio. Sombras veloces se mueven a mis espaldas. […] Un estampido despierta y pone en vuelo a las palomas de Catedral. Una bala me destroza la mano derecha. ¡Es una emboscada! Otro disparo. Siento la sangre tibia recorrer mi espalda. Más detonaciones, me desplomo. Me arrastro sobre el andén, saco la Colt 32, me revuelco en el pavimento y evado una ráfaga. Apunto y disparo contra uno de los que me atacan. Por un instante pierdo el sentido. Cuando lo recobro, estoy rodeado de policías que me apuntan con sus armas […] Descargan sus armas una y otra vez. […] Un agente recarga su arma. De nuevo cierro los ojos. Me dispara en medio de la frente. Percibo una luz que flota sobre la niebla, pausadamente se me aproxima hasta encandilarme. Asciendo lentamente. La primera levedad me toma por sorpresa. Me contemplo tendido y sangrando sobre el pavimento”.
Y desde allí Ernesto Interiano se alzó en espíritu. Pero con su cuerpo acribillado se quiso sepultar también su memoria para siempre, hasta que le fue revelada a Santiago en el sueño que tuvo después de una sesión en un centro de espiritismo, en Cojutepeque. En aquella ocasión el espíritu de Ernesto le preguntó: “¿Va a escribir sobre mí? Está bien, pero no lo haré yo. Podría ayudarlo. No me pregunte cómo. Váyase, tome un buen trago y duerma. En sus sueños sabrá lo que quiere saber de mi vida… ¡Buena suerte!”
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