Ramón D. Rivas*
Los masones también, ampoule ask en su interior, sickness se distinguían por su silencio y bulla en días y horas específicos y nada había regulado eso, cialis sucedía de forma natural. El bullicio se daba sobre todo durante la mañana, específicamente a la hora del desayuno y durante la cena. Y es que, después de que poco a poco, en cada cuarto se iba escuchando el rechinar de la cacerola friendo los frondosos desayunos, -los que podía permitirse eso- un profundo olor a cebolla frita, huevos, plátano y frijoles inundaba de olores cuartos y corredores para luego, poco a poco, la gente ir saliendo para sus ocupaciones en la ciudad que ya desde las tres de la mañana movía gente para todos lados. En el mesón solo quedaban los abuelos, -cuando había- o una que otra gente adulta que cuidaba algún niño y que cuando no era familiar a súplicas o simplemente a encargo lo hacía. Una informante me decía: “llegue a este mesón porque ahí vivía una media hermana del primer marido que tuvo mi mamá. Era de las primeras hijas de mi mamá. Esta media hermana era quien me cuidaba a mis hijos mientras yo iba a trabajar. El problema es que supe que los ‘penqueaba’ todos los días. Esto lo supe por que ‘la mesonera’ me lo contó. Ella, ‘la mesonera’ me dijo: mira inmediatamente que quede vacío un cuarto te lo voy a dar porque tus niños están sufriendo mucho. Salió un cuarto libre y me pasé y se terminó el problema del maltrato de mis hijos. Pero el problema no terminaba, la cosa era que yo no tenía con quien dejar a mis hijos para que me los cuidaran. Yo lo que hacía era dejarles la comida y le echaba llave al cuarto, ellos estaban chiquitos, la mayor tendría unos seis años, eran tres. En el mesón, yo pagaba 9 colones mensuales y eso incluía agua y luz, pero con lo que ganaba en el trabajo no me alcanzaba para pagar quien me los cuidara y aunque me dolía dejarlos encerrados, era lo único que podía hacer. En el mesón había unos cuantos borrachos que les gustaba armar berrinche los fines de semana y eso me preocupaba a mí. Es que cerca se encontraba la iglesia de Candelaria y en una esquina de esas había una cantina que tenía a un lado un palo de mago y ahí era donde se reunía la pacotilla de bolos para luego, ya con sus tragos ir a molestar al mesón. Los hombres gritaban, agarraban a patadas lo que encontraban, en fin, jodían hasta ya no poder, hasta que quedaban ‘fondeados’. La otra cosa es que cuando llovía, pasaba una gran correntada de agua cerca del mesón y como mis hijos se quedaban en el cuarto, me preocupaba que una de esas tormentas se los llevara pues en el mayor de los casos el cuarto quedaba con llave…” “En el mesón, vivía también una pareja que reparaba zapatos, ese era su oficio y todos los días, a buena mañana, salían con sus cosas para irse a colocar en su puesto en el centro de San Salvador. Por ahí en una de esas esquinas es que ellos decían que la gente ya les conocía y que tenían su clientela. Había un circo que llegaba todos los años el 2 de febrero que era el día de la fiesta de la virgen de Candelaria y los payasos y otros que trabajaban en el circo se hospedaban todos en uno o dos cuartos, ahí se quedaban todos amontonados. Era gente que llegaba al mesón bien noche, cansados y solo llegaban a tirarse al suelo para dormir. La verdad es que a los inquilinos les gustaba el mesón pues era bien tranquilo…” Por la noche, y ya cuando la gente había regresado en su mayoría de sus labores, los olores a pupusas que recalentaban en los comales se hacía sentir por todos lados. Sí, hay que recalcar, y así me lo dijeron que afuera del mesón y durante todo el día, era muy común escuchar los gritos de los vendedores de escobas con su característica voz; “llevo cepillo y escobas”, el afilador de cuchillos, el vendedor de tiste, el vendedor de helados, el vendedor de sorbetes, el paletero y el minutero, el vendedor de pan francés y la vendedora con su batea o canasto repleta de pan dulce con su variedad de pan destacándose el pan menudeado por la gente, como ser: la cemita, los quiquitos, las peperechas, las chorreadas, las cucarachas, las viejitas, la santaneca, el pan blanco, la chachama y las salporas. Pero entre el pan más gustado estaban las ‘aturraditas y las peperechas’. Pasaba regularmente también, el vendedor de barquillo, el billetero, la vendedora de frutas, la vendedora de pupusas de arroz, frijoles y yerba buena, los que pasaban dejando productos textiles fiados, los vendedores de medicina y el vendedor de diarios. Y es que hasta la década de los setenta, en San Salvador, pasaban los barrenderos limpiando las cunetas con escobetones de ‘chiriviscos’ y para ello –según decían caso a gritos- era ‘pijiado’ pasar barriendo frente a los mesones por la cantidad de basura y otras inmundicias que tiraba la gente a la calle. Los mecapaleros de ese creciente San Salvador, llegaban todos los días al mesón en la mañana para volver en la tarde con los productos de las inquilinas que tenían puesto en el mercado. Continuará…
*Director de Cultura. Universidad Tecnológica de El Salvador
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