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Los mil días de Carlos Abarca

José M. Tojeira

Hace casi exactamente 30 años se aprobaba en la OEA la “Convención Interamericana sobre Desaparición forzada de Personas”. Entró en vigor hasta 1996. El Salvador, probablemente preocupado por el alto número de desaparecidos durante la guerra civil, nunca ratificó la Convención.

La simple formulación del primer artículo les debía sin duda asustar. Decía y dice: “no practicar, no permitir, ni tolerar la desaparición forzada de personas, ni aun en estado de emergencia, excepción o suspensión de garantías individuales”. Ante la falta de voluntad del estado, a la sociedad civil le tocó, en aquellos momentos, el deber de humanidad de luchar contra las desapariciones del pasado.

Cómo no recordar al P. Jon Cortina que con un grupo de campesinos emprendió la difícil tarea de buscar niños desaparecidos, teniendo un éxito notable. Pero la historia siguió su curso y tanto las maras como algunos miembros de la PNC, aliados a grupos de exterminio, continuaron cometiendo el delito de desaparición forzada.

Con el “régimen de excepción” la Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha advertido a El Salvador sobre la posibilidad de que este delito se esté cometiendo con algunas de las detenciones a las que sigue en la práctica la desaparición del detenido, aunque sea temporalmente. Un delito por cierto que es permanente y continuo hasta que no se revela el paradero del desaparecido. Y que durante ese tiempo hace sufrir terribles ansiedades y dolores a los familiares del ser querido, forzadamente ausente. Un dolor que aumenta día a día al ignorar la suerte del desaparecido, al no saber si está siendo sometido a tortura o tratos crueles y degradantes, y al recibir con frecuencia mal trato de parte de las autoridades, ante la lógica insistencia de los familiares en preguntar por sus familiares, producto de la angustia y de la lentitud con la que se tratan sus casos.

El sistema americano de DDHH nos recuerda que las desapariciones, además de lo duro y cruel del delito, pueden convertirse en ocasiones en crímenes contra la humanidad. Es cierto que El Salvador tiene una legislación dura contra las desapariciones. Pero la legislación no soluciona el problema cuando no se trabaja adecuadamente en la búsqueda de los desaparecidos. A Carlos Abarca lo desaparecieron dos meses antes de que comenzara el régimen de excepción. Los más de mil días de ineficiencia policial y fiscal agravan la desaparición.

Es humillante, cruel y vergonzosa la afirmación de un miembro de la PNC diciéndole a la madre de Carlos que como es casi seguro que está muerto, no merece la pena gastar dinero en su búsqueda. Toda madre tiene derecho a saber la suerte de sus hijos. Y si están muertos, recuperar sus restos, conocer las condiciones en que falleció y enterrarlo en un lugar decente donde se les pueda recordar.

Si algo podemos decir de Carlos Abarca es que se está convirtiendo en el símbolo del desinterés del Estado ante un delito tan grave como la desaparición forzada. Todos sabemos que no es un delito raro en El Salvador. Todavía la semana pasada se ha encontrado una fosa clandestina con restos humanos.

Las noticias nos dicen que diversas familias con parientes desaparecidos se acercaron al lugar ubicado al final de la colonia Cumbres de San Bartolo. Trabajar con la mayor celeridad posible, hacer exámenes de ADN, informar a las familias, investigar sin descanso a los posibles asesinos que enterraban clandestinamente las fosas es una tarea que debe ser realizada si lentitud y sin excusas. Más allá de a quién pertenezcan los restos encontrados en la fosa, Carlos Abarca y la persistencia de su madre deben permanecer en nuestra memoria y ser un continuo acicate para que todos pidamos verdad y justicia tanto en su caso como en el de todos los desaparecidos.

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