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Los mil y un miércoles (2)

René Martínez Pineda
Sociólogo, UES

Y en el irreparable recuento del olvido de la soledad y la soledad del olvido que se afilan los colmillos en el encierro obligatorio, recuerdo los nombres propios que le dan un rostro humano a los poblados que se recuestan en la territorialidad de la nostalgia que no reconoce fronteras. San Salvador como una golosa cascada de gente que cuenta los días en los puntos suspensivos de la fiebre; Mejicanos que suspira platos típicos para darnos fuerzas; las calles de Buenos Aires que tiritan de frío y me niegan las hojas para acomodar mis abrazos en quienes amo hasta lo indecible de miércoles a miércoles; Ataco aromática como un gran puerto limpio y amable; los centros comerciales de Los Ángeles con los ojos sucios por la triste depravación del consumismo desigual que un diminuto virus pone en evidencia; la Habana ebria de conjuros rojos siempre esperando al barco pirata del genocidio neocolonialista para hundirlo con mojitos; la San Benito naufragando en el imperio de las remesas que no tienen quién las envíe; Buenos Aires y su deliciosamente amargo mate que nos inunda de fe en los pasillos de los teatros de la Avenida Corrientes; la Torre Futura bostezando de hastío entre los bancos fétidos, los restaurantes caros y los vigilantes privados; la Bella Nápoles hermosamente paciente esperando, bajo las naguas de las ventas callejeras, que alguien la abra de nuevo para que las tazas de café con malagueñas sean la imbatible excusa para juntarnos otra vez a hilvanar historias fantásticas; Santa Ana como la mujer más hermosa bañada con la esencia adictiva que brota del cafetal moribundo; San Ignacio y escalera al cielo; La Palma y sus pétalos que no temen dejarse ver por el indigente; Montevideo y Ciudad Delgado como cómplices girasoles de la cercanía peligrosa; los puertos de La Libertad, el Cuco y Acajutla en unas lentas playas patrias pintándose la boca en el espejo crónico e infinito que surcan las ballenas que con sus toneles van tejiendo, cual torpedos, incontables esquirlas de espuma.

Abril agoniza y la querencia está en cuidados intensivos porque ha sufrido una trombosis profunda de hambre y desempleo y no se tiene a la mano una vacuna de abrazos o un tratamiento eficaz contra el tiempo perdido. En estos días ha sido difícil no morir de lejos en la soledad atroz de las plazas públicas atiborradas de palomas famélicas que, con doloridos gorjeos, preguntan por nosotros todos los miércoles. Para limpiar la ceniza de la pérdida de las rutinas, cada tarde escribo un cuento amarillo con palabras grises y bonitas que no entiendo; no tengo el valor ni el salvoconducto que me permita salir a bailar a la calle, aunque haya quedado desinfectada con la primera lluvia del año y quizá por eso me invade, sin justificación política o venérea, el recuerdo del primer placer solitario que tuve cuando iniciaba la pubertad frente a la puerta ajena. Desde el primer día en que todos nos fuimos del espejo del otro, la humedad de la música es una razón para no volverse loco y para no suicidarse.

Cuando salgamos de la cuarentena recordaremos el gozo mañanero y tangible de los amigos y del segundo círculo de la familia; la bandera patria será una sonrisa sin derecho a ser puesta a media asta; la concreta solidaridad será repartida en el fuego de los pobres que no están bancarizados ni tienen Twitter; el puño izquierdo que hace cien años levanté para luchar contra la injusticia, tendrá su nueva casa en los estudiantes que no quieren ser excluidos por no poseer tecnología y será un golpe unánime en el clamor de piedra donde se refugia la ilusión del utopista. A pesar del calor agobiante hace frío sin los otros que hacen de la enculturación una linda estrategia de sobrevivencia. Si el inventado virus logra en mi cuerpo lo que no logró la dictadura militar, seguramente dirán, con las intenciones de quienes consuelan a los dolientes, que no supe escribir suficientes cuentos heroicos a pesar de que lloré a los muertos necesarios. Esta noche de nuevo llueve la nostalgia de sentirse un trabajador honrado y cumplidor el día de pago. Nunca, como hoy, el mes de abril ha tenido los ojos puestos en las fiestas de navidad que desde la distancia lucen grises y despobladas.

Los pasados días de leyenda en que los jóvenes se amaban sin reloj y sin hacer preguntas vuelven a la memoria para que la ciudad en que subsisto tenga cara de juguete nuevo dejado junto al nacimiento; por la noche se ve un espectro llevando hasta su casa a la novia y, sin temor alguno, se quitan la mascarilla para darse un beso tan profundo como el olor del aserrín de los circos en quiebra. Las lágrimas del miedo al contagio son espejos tristones en los que se refleja la cara de los niños de la luna; los besos dados con los labios de la nostalgia salen en busca de las almohadas rotas para alumbrar los sueños de los cenzontles perdidos en la hojalata de mil y un miércoles; en silencio, policías y soldados con balas de barro se cuentan los chismes del día para no sentir el cansancio que se prende de las pupilas del nixtamalero.

Pero uno de estos miércoles encontraré las figuras de papel de china que los niños hacen en sus casas como mueca del severo crepúsculo de las pizarras, y el horizonte será un incendio lejano provocado por las hojas del árbol de fuego que de verdad estará en llamas. En el largo recuento de las esquinas sin sospechosos, los ebrios consuetudinarios -como monumentos de papel periódico inmunes a todos los virus- beben a escondidas el penúltimo trago de alcohol gel. En tan solo un mes y medio, al país se le metió la terca idea de crecer unos centímetros para alcanzar los libros de historia que están en lo más alto de las viejas repisas de la biblioteca nacional mientras imita los patéticos y horribles tics de las personas mayores. Ya después del encierro la ciudad recobrará su entrañable locura y en sus aceras los transeúntes se morderán la lengua para no caer en la tentación de abrazar al de enfrente, y se morderán la lengua para no dejar que sus almas de niño salgan a jugar con el amor de los otros. Después de tantos años y de tantísimos encierros –como cuarentenas o como exilios- he llegado a comprender que los miércoles son mucho más que miércoles; son horas que se amasan día a día con el amor por el pueblo; son proyectar junto a mí las sombras de quienes amo para inventar una sola sombra. A pesar de estar hechos de palabras, no necesitan palabras… ¡Qué más da, si al final no soy lo que escribo, sino lo que ustedes decodifican con el libre albedrío de sus delirios!   

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