Los monarcas

 

«Si  tus hijos fueran míos y los míos tuyos, haríamos una fiesta, con esponsales y todo. Este instante sería propicio para irme contigo, si no fuera porque las cadenas de mi compromiso tienen nudo ciego.»

Así se declaraba Carlos, a secas, sin mayores prolegómenos ni cortejos que edulcoraran los sentidos de la mujer, clienta del café «Los Reyes,»  acompañada cada mañana, como siempre, de dos criaturas colegialas.

— Disculpe, ¿decía algo, señor?

— Sí, ¿qué cuál es tu nombre?

— No tengo por qué dárselo. Usted es un desconocido.

— Soy Carlos, para servirte.

Hizo una reverencia teatral, que parecía mil veces ensayada frente al espejo. Luego dijo:

— Ahora ya no soy un desconocido.

— Lo sigue siendo, señor.

— Pero ya te dije mi nombre. ¿Cuál es el tuyo?

— Acabo de perder la memoria.

— Vamos, vamos, abandona tu reticencia y dímelo por favor, que no cuesta y nada pierdes…

— No insista, señor.

— Mira, que si tú te decides, yo seré un dechado de padre para estos dos angelitos del Señor.

— ¡…Ah, sí! Pues vea, ahora viene entrando el papá de estos dos príncipes.

Y en efecto, un hombre sin traje y con corbata que parecía empleado bancario se acercaba a zancada limpia al café.

— …Eh, eh, disculpa — dijo con voz temblorosa, Carlos, retirándose de inmediato como si nada había dicho.

Era un cliente asiduo del café, que iba por el expreso doble antes de comenzar sus labores. Diana, por dentro, se reía a carcajadas.

Domingo 28/08/2016, 8: 36 p.m.

Julio César 

Orellana Rivera

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