Eduardo Badía Serra,
Director de la Academia Salvadoreña de la Lengua.
Los nombres de las personas tienen un significado muy particular en muchos casos. Este significado se dice que es objeto de estudio de la lingüística, de la antropología y de la historia. La onomástica y la antroponimia se dedican también a su estudio, y la lexicología de igual manera. Hay significados en ellos muy particulares, a veces hasta extraños. Mariana, por ejemplo, significa “amarga”, alguien que se deja influenciar por las emociones de otras personas, en la búsqueda constante de cariño; las Marianas siempre están en un estado emocional de angustia. Que lo anterior es cierto es una condición muy relativa, pues más bien el nombre se asigna por un sentido estético, de pronunciación, de sonoridad, y muchas veces, de herencia. Gloria se dice que es un nombre pasional, propio de personas más interesadas en la vida y el amor que en el trabajo y el dinero. De nuevo, es muy relativo el que ello sea así.
Los patronímicos, como se sabe, son apellidos que proceden de un nombre propio, de los padres o de algún antecesor: González, de Gonzalo; Martínez, de Martín; Ramírez, de Ramiro; Pérez, de Pedro; Peribáñez, de Pedro Juan; Sáinz, de Sancho; Yanes, de Juan; Antolínez, de Antolín; y así. Los gentilicios son nombres que pertenecen a lugares, a gentes, a familias o a linajes; tienen origen histórico y muy particulares connotaciones: Africano es el gentilicio de África; oceánico lo es el de Oceanía; andorrano es el de Andorra; barbadense el de Barbados; caboverdiano el de Cabo Verde; chipriota el de Chipre; a los de Tokio les llaman tokiotas, y a los de Madagascar se les llama malgaches. También hay apellidos que identifican el lugar de residencia, como Aranda, Serrano o Villa. A estos se les llama Toponímicos.
Hay también nombres que derivan del oficio que la persona o la familia desempeñaba. Estos, en el español, son ahora muy comunes, y pocos lo identifican con tal origen. Muchos se apellidan Abad, o Cardenal, o Sacristán, en función del oficio que desempeñaban sus antecesores; los hay, en el mismo orden, Molinero, Tesorero, Alguacil, Zapatero, Herrero, Carbonero, Carpintero, Calero, Barbero, Escudero, Labrador, Pastor, Molinero, Jurado, Sastre.
El nombre es una categoría lingüística, opuesta funcionalmente al verbo, que sirve para designar una persona o cosa. Como la lengua es dinámica, y las hay por millares en la Tierra, cada día nacen y mueren miles de palabras, e incluso nacen y mueren idiomas enteros. Pero la forma en que las palabras se combinan provoca que se originen cantidades increíbles de estas, haciendo que el idioma, genéricamente hablando, sea indestructible y se haga eterno. Tomás Salvador, en su interesante y simpática obra “Diccionario de la Real Calle Española”, nos ilustra con un ejemplo contundente esto de la profusidad con que se forman las palabras, en función del número de letras que tenga un alfabeto. Dice así este gran escritor español, y cito del libro que he señalado:
“Ustedes ya saben lo que es la música: el arte de combinar siete notas. Y si con siete notas pueden producirse millones y millones de sonidos, contando sólo su forma armoniosa, mediten lo que significan las leyes de la fonética……tomando como base un alfabeto de 24 letras, y combinando éstas en todas sus formas, un matemático consiguió la mareante cifra de 620,448,401,733,239,439,360,000 palabras. Ustedes no pueden leer esa cifra, pero tendrán una idea aproximada de lo que significa si les digo que si todas ellas las escribiera, como estoy haciendo ahora, a base de quinientas por página mecanografiada, necesitaría una cantidad de papel equivalente a 75 esferas como la Tierra. Y poniendo a trabajar en ello a todos los habitantes actuales, noche y día, sin interrupción, tardarían algo así como 700,000 años”.
Muy interesante y muy expresivo el cálculo anterior. La cifra en mención equivale a algo así como 620 millones de millones de millones de millones de millones de millones de palabras, número increíblemente extraordinario, grande. Algo así sucedió con sir Arthur Eddington, que en su viaje a la isla de Príncipe en África para observar el eclipse solar del 29 de mayo de 1919, observación que permitió comprobar la teoría de la relatividad de su buen amigo Albert Einstein, se dispuso a calcular, a mano, sin la más elemental calculadora posible, el número de protones que existen en la naturaleza, igual por supuesto al número de electrones, y obtuvo como resultado la enorme cifra de 1080, cifra que es imposible de poder calcular, y menos aun de poder expresar, diez elevado a la ochenta potencia es el número de protones, y del número de electrones, que hay sobre el universo.
Si analizamos el Principio de Exclusión de Pauli, (expresado en forma simple: no puede haber dos átomos que tengan sus cuatro números cuánticos iguales), y combinamos esos cuatro números cuánticos, la cifra será de tal forma que pienso que ello confirma que no hay dos átomos iguales en el universo.
Volvamos al idioma. El misterio que encierra un idioma, el misterio de que el hombre disponga de la palabra, y la enorme cantidad de sonidos que con ellas podemos formar, hace que reconozcamos la pequeñez del hombre en el universo. Pero al margen de ello, le permite a este admirarse, entre tantas otras cosas, de lo que cada idioma guarda dentro de sí. Si ello nos permite admirarnos, como digo, ya eso es bastante para alegrarnos y mostrar esperanza en la vida.
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