René Martínez Pineda
Escuela de Ciencias Sociales, UES
Los salvadoreños vivimos en la indeleble paradoja del Estado: el que da empleo y el que lo quita; el represor y el benefactor que gobierna y que complica comprenderlo tal cual es. Desde la sociología política se venía viendo al Estado como un fetiche normativo, coercitivo, regulador, centralizado y burocratizado en sí mismo, y que, pensando en la clase dominante, distribuía factores y efectos de poder “sobre” el pueblo (no “en” el pueblo, que es totalmente distinto), ese Estado era y es sostenido por el gobierno, el que a su vez se sostuvo, ante todo en América Latina, sobre los pilares de la corrupción, la violencia y la impunidad, instaurando así una forma de gobernabilidad harto patética. Podemos hallar unos puntos teóricos en torno al Estado, en los axiomas que van de Hobbes a Schmitt, pasando por Lenin hasta rozar a Gramsci, si se quiere ser diverso, en los llamados puntos biopolíticos de Foucault y los nudos culturales de Bourdieu.
América Latina –madre putativa del país- por su diversidad de imaginarios e historia de masacres impunes, ha impulsado distintos proyectos políticos (utopías) para producir rupturas históricas en y a pesar del Estado, y últimamente, con el Estado y desde el Estado. En El Salvador, estando en lo que llamo fase de “restauración del proceso revolucionario”, la apuesta debe ser por la reformulación del Estado (convertirlo en un sujeto social y que no siga siendo un ente solo normativo), para salir de la trampa del neoliberalismo; una reformulación en sus círculos infernales, enlaces internos, paradojas, nudos ciegos, perversiones y lógicamente, con escalonados lapsos de antagonismo resueltos por factores democratizadores, que puedan transfigurarlo para la inclusión de grupos pluriculturales hasta ahora ausentes en el entramado del poder.
En esta coyuntura de restauración de la revolución, la propuesta analítica es dejar de ver al Estado simplemente como un instrumento normalizador, controlador o coercitivo, en tanto dispone de una inédita veta de politismo adscrito que es mucho más dúctil de lo que creemos, en algunos casos –como estrategia de los movimientos sociales- hasta puede potenciar los procesos políticos gestados para su transfiguración o sea transformarse a sí mismo desde el otro. Así la estrategia de los gobiernos, que quieran sacudirse las medidas neoliberales es ubicarse dentro del Estado (por medio del gobierno) y fuera del Estado (por medio de las políticas públicas como relaciones sociales capaces de ser asumidas por los movimientos sociales y colectivos sin gremio). En esa estrategia de transformación (dentro y fuera), la llegada al gobierno es un momento crucial en el proceso, pero no es el más relevante, porque “llegar” no garantiza transformar… A veces ni siquiera garantiza incidir.
El politismo adscrito es la dulce Celestina que une al pueblo con los gobernantes, a partir de sus procesos sociales particulares y en función de arribar a un momento de quiebre, ruptura y apertura. Tal unión no es inquebrantable ni constante, posee puntos de furor, descanso y reflujo. Ese estado singular de uniones y compromisos mutuos se asemeja a lo que Durkheim llama “efervescencia social”, la que define como la coyuntura en la que “bajo la influencia de circunstancias diversas, los hombres son movidos a acercarse”, y es entonces que aparece un entusiasmo colectivo abanderado por organizaciones alternativas. En el caso de El Salvador y México, ese entusiasmo se cobijó con la consigna: “hagamos historia”.
Y es que en esos momentos –que suelen darse en las coyunturas electorales en las que el descontento y la desilusión reinan- la vida se vive con tal intensidad y de una forma tan inclusiva, que casi ocupa todo el lugar de las conciencias, desplazando las preocupaciones cotidianas porque se basa en la ilusión social. Ellos y nosotros –como hecho comprensivo de la identidad sociocultural- son tales por ser diferentes siendo iguales en muchos aspectos, pero cuando se unen en el mismo ideal aparecen como equivalentes. En otras palabras, el ideal que simbolizan (utópico o pragmático) surge como lo que hay de común y esencial entre ellos y relega a un segundo plano, los temas por los cuales se enfrentan el uno con el otro, esperando que esa “tregua ideológica” sea duradera. De esa forma, el comportamiento colectivo -con conocimiento de causa- modifica todo lo que toca y rompe el himen de los tabús y prejuicios.
Después de la guerra, se han vivido varias coyunturas de gran sacudida social (primero por la novedad de la incorporación del FMLN a la vida política legal, que suponía un cambio en la lógica política -la revolución democrática burguesa, para decirlo con las palabras de Lenin-; segundo, por los procesos de privatización de los servicios públicos y la dolarización impulsadas por ARENA; y tercero, por los casos de corrupción) que en alguna medida, plantearon la posibilidad de transformar las relaciones sociales reforzando la idea de un sujeto social, que unifica su fuerza tras un horizonte común, con lo cual se potencia la capacidad de inducir un quiebre en el status quo. Esas sacudidas (la mayoría sin trascendencia en el rumbo del país, con excepción de la que impidió la privatización de la salud pública) fueron, sin embargo, una puerta abierta (la ilusión social) para realizar profundos cambios en el Estado y en la lógica política del gobierno. Con lo anterior se demuestra que la ilusión nunca es durable, si no tiene pies para caminar derechito a los sitios donde pernoctan los pobres; se demuestra que ese estado del imaginario no puede durar debido a que la ilusión es demasiado agotadora; ello explica los resultados electorales de las últimas ocho presidenciales. Una vez pasada la coyuntura crítica, las aguas vuelven al nivel en el que estaban y la lucha social se ablanda o abandona; las personas vuelven a su cotidianidad para vivir del recuerdo.
Después de una guerra civil que constó tantos muertos y que continuó bajo la forma de guerra social, la población desea un poder que haga su trabajo de forma eficiente, sin recurrir a la corrupción (no importa si lo hace a través de las redes sociales o de los mecanismos tradicionales) y ante todo, sintiendo que su opinión se toma en cuenta. En ese entramado de transfiguración, el cambio de gobierno es solo una parte del proceso de transición de la conducción política del Estado, en el que se cambian los actores que transitoriamente detentan el poder, en el que se comete errores y se gestan aciertos.