René Martínez Pineda
Escuela de Ciencias Sociales, UES
Al ser la gobernabilidad un acto político, es lógico que se hagan cambios organizacionales (sobre todo cuando es una transición entre partidos distintos) y se renueven los puestos de confianza o sea que se readapte la estructura estatal (abriendo o cerrando secretarías y ministerios), se remoce el ejército de la burocracia, deshaciendo sus nudos administrativos a partir de una nueva voluntad colectiva, una nueva fuerza política multi-ideológica y una nueva dinámica de poder que no se parezca a la de “los mismos de siempre”. Esas situaciones no implican mecánicamente que se van a traducir en mejoras significativas y rápidas para el pueblo (aunque sí pueden precipitarlas), pero pueden entablar otro tipo de relación con los procesos populares, que disputan el poder del Estado, relación que empieza a tomar forma en los primeros días de un gobierno.
Es durante los primeros días de gobierno que la mayoría de la gente desea que a su nuevo líder –por eso del presidencialismo-, le vaya bien y tenga éxito porque, por derrame, sería un éxito para todos. El conflicto político entre los partidos baja de tono en esos días de licencia –refrescado por sondeos de opinión pública que son muy favorables a Bukele- y por aquello de las contra-amenazas del pueblo y las alianzas partidarias, aumenta el interés de la oposición por comprender al nuevo líder y el rumbo que seguirá, unos esperando que sea hacia la derecha, otros hacia la izquierda, otros más hacia el centro y unos pocos hacia el abismo. El sentido común, el desborde popular, las ansias de cambiar la realidad se van transformando en una cultura política democrática que empuja a ese pueblo a buscar respuestas, a comentar en grupo lo que está pasando y cómo está pasando, a participar en los espacios que le abra la política y a querer comprender e informarse de forma fiel y rápida sobre los temas de nación, por lo que es difícil de manipular. En ese contexto se impone ponerle fin a la depresión colectiva y a la congoja económica, firmando un nuevo “Trato Hecho y Nunca Desecho” con el pueblo, eso demanda de un nuevo tipo de liderazgo que se distancie de los tipos previos tomando decisiones a veces duras o radicales.
No es la primera vez -ni será la última- que un gobierno –ideológicamente distinto al anterior- aplica una política radical desde inicios de su gestión, a partir de ello hay que deducir –con datos en la mano- si eso es una virtud relacionada con el eterno problema de la torpeza y lentitud de la burocracia, o si es un pecado a pagar en el futuro. Los primeros días son la promesa como política y la política como promesa, entendida como la forma concreta de acción comunicativa cotidiana con aquellos que son los receptores de nuestra voluntad como visión. Se basan en una intuición de la vivencia ajena y en la suposición de que vamos para el mismo lugar. Para convertirse en una acción político-moral, una promesa debe expresar la voluntad del presidente y la esperanza en el pueblo de que él cumplirá. Si falta uno de esos dos aspectos, nada funcionará bien. Los primeros días –con sus aciertos y errores- son una promesa en sí mismos y en su transcurso, se logra la magia de la cultura política democrática: unir las expectativas alrededor de la voluntad, suponiendo que todo será para bien del que espera lo que pasará y lo que no pasará, en tal sentido, es una cuestión de cálculo de parte de ambos lados.
Pero, la conjugación política del verbo “prometer” tiene valor cuando se une al verbo “cumplir”, o sea que se promete en el acto de prometer. Así, si una promesa se cumple se logra otra acción comunicativa. La promesa como política y como acto comunicacional busca colocar pequeños oasis en el inmenso desierto de inseguridades sobre el futuro, pequeños oasis donde saciar la sed de certidumbre. Esos oasis simbolizan la colocación de las piezas en un juego de ajedrez, por eso están vinculados estrechamente a los funcionarios. Sin embargo, tanto en el discurso inaugural como en los primeros días hay que ser moderados al momento de prometer, para no caer en la demagogia que se caracteriza por sobrepasarse de promesas que no se cumplen, eso provoca una frustración mucho mayor que la que provoca que prometan poco.
Con la promesa como política y la política como promesa debe garantizarse, que la nación es a toda costa y sin excusas, un proyecto colectivo; un “mucho por hacer” juntos y que no está hecho todavía, pero en lo que todos estamos dispuestos a hacer nuestra parte de la mejor forma posible. Y es que, al hacer un recuento de los gobiernos de los últimos sesenta años –sin sumar el Martinato- nos damos cuenta de que son la herencia eterna de proyectos políticos incumplidos, hasta que nos topamos con una ciudadanía tan fuerte que tiene la capacidad de veto social sobre el gobierno, los partidos y el Estado. No obstante lo anterior, el pueblo nunca ha dejado de creer en el futuro ni ha dejado de luchar por el pan diario y por la justicia igualmente diaria. Y a pesar de esa paradoja -o por esa paradoja- la promesa de los primeros días funciona como el soporte democrático que permite nutrir, cuidar y proyectar la “nación de nosotros”, como una realidad nueva ligada a una herencia funesta que se empezará a cambiar.
Las últimas elecciones mostraron que es imposible no tener a la comunicación, como una herramienta estratégica para llegar rápidamente a la población y validar con ella las políticas públicas, lo cual demanda cambiar de paradigma, tanto en el gobierno como en los medios de comunicación social, que opten por promover el lado positivo de la realidad abandonando el amarillismo. Hoy más que nunca, los medios de comunicación están estrechamente atados a la política y a la cultura política democrática, redefiniendo la esencia de lo político como acción realmente colectiva con conocimiento de causa. Es hasta entonces que la forma y esencia de lo político, será el referente para reflexionar y resolver los conflictos secundarios que tiene la sociedad salvadoreña y que no pudieron ser resueltos por la guerra civil ni fueron abordados por los Acuerdos de Paz, porque se postergó, de forma deliberada, la revolución democrática con lo cual se desaprovechó la correlación de fuerzas a lo interno del Estado.