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Los puestos afean la ciudad: ¡Hay, que desalojar!

Redacción Nacional
Adriana Cienfuegos
Colaboradora

La angustia y desesperación se apoderan de una promesa incierta, pues ve en riesgo su sustento económico, su vida y la de sus compañeros de trabajo, con quienes ha compartido años de camaradería. La impactante escena lleva a una vendedora a desmayarse.

Durante los últimos días de la Semana Santa de 2022, los comerciantes de la Rubén Darío fueron convocados a una reunión de “suma importancia”. A puerta cerrada, a partir de las 2:00 pm, se llevaron a cabo intensas discusiones que se prolongaron hasta alrededor de las 6:00 pm. En ese encuentro se abordó un tema crucial: el desalojo. Se les informó a los comerciantes que próximamente recibirían una notificación para asistir a una reunión en cada cuadra de la localidad. Esta reunión se perfilaba como un preámbulo para los acontecimientos que estaban por suceder, generando incertidumbre y expectativa en la comunidad de vendedores ambulantes.

El viernes de la Semana Santa, bajo un intenso calor, los vendedores se dirigieron a las oficinas de las piscinas de Don Rúa. Al llegar, se les confiscaron los teléfonos celulares y fueron conducidos a una habitación con aire acondicionado, donde predominaba una atmósfera fría, entre las paredes blancas. Enfrente, un pizarrón anunciaba la presencia de Irvin Rodríguez, sociólogo, y responsable de la Unidad Técnica de Comercio en el Espacio Público de la alcaldía de San Salvador. En ese espacio, se sentaron las bases del proceso de desalojo que se llevaría a cabo.

El sociólogo, con una actitud altanera y desafiante, dejó en claro que el desalojo se llevaría a cabo sin importar la voluntad de los comerciantes. Durante la reunión, se discutió qué cuadras serían afectadas por esta medida. En medio de la tensión, una valiente mujer alzó la voz y planteó una pregunta crucial: ¿qué alternativas les ofrecían a los comerciantes que dependían de su trabajo para subsistir? La respuesta de Irvin fue fría y poco alentadora. Les instó a presentar documentos para solicitar un puesto en el Mercado Hula Hula, donde se había trabajado para reducir el costo del alquiler a $200 dólares. Sin embargo, agregó que si no pagaban el alquiler durante tres meses, sus puestos serían cerrados. Además, mencionó como opción el Mercado Tineti, aunque muchos de los presentes sabían que este mercado no era una alternativa viable debido a su falta de éxito y demanda. El silencio se apoderó de la sala mientras los comerciantes asimilaban la difícil realidad de la situación y las limitadas opciones que se les presentaban.

Ante la conmoción de las personas, Rodríguez continuó hablando de manera amenazante. Advirtió que si alguien se atrevía a hablar con los medios de comunicación o a protestar pacíficamente, serían arrestados bajo el “Régimen” y además perderían su derecho al puesto. El silencio llenó la sala, nuevamente, mientras la confusión y el temor se apoderaban de los presentes al sentirse amenazados con represalias por expresar sus preocupaciones legítimas.

Para agregar más contexto y explicación a la situación, Rodríguez continuó su discurso al mencionar que una vez recibido el boletín oficial de desalojo, los comerciantes tendrían un plazo de tan solo 72 horas para retirar “voluntariamente” sus puestos. De lo contrario, la alcaldía intervendría con maquinaria y se llevaría a cabo el desalojo por la fuerza, sin importar si había mercadería dentro de los locales. Esta notificación dejó en claro que el tiempo era limitado y que las consecuencias serían drásticas para aquellos que no cumplieran con la orden de desalojo.

El fotógrafo, con su lente perspicaz, capturó imágenes que posteriormente fueron publicadas, mostrando el aparente diálogo entre los vendedores de la Rubén Darío. Sin embargo, tras esas imágenes se escondía un oscuro telón de amenazas, transgresiones y una violencia verbal y psicológica desbordante. Cada foto era testigo silencioso de los momentos de angustia y opresión que vivían los comerciantes. En medio de la incertidumbre y sin saber cómo responder a esa situación tan adversa, los vendedores encontraron en el aplauso una manera de expresar sus emociones. Ese aplauso resonó en el aire cargado de miedo, reflejando la impotencia y el temor que los embargaba.

El martes de la siguiente semana llegó el tan temido boletín de desalojo. Mientras algunos vendedores aún no podían creer la realidad, se podía ver a una señora llorando desolada a un lado, mientras que al otro lado había personas consternadas y se escuchaban numerosos murmullos de preocupación y frustración.

Finalmente, llegó el 20 de abril, el día del desalojo. La escena era desgarradora, con una señora desmayada por el impacto de presenciar cómo le arrebataban su sustento y hogar. La angustia se apoderaba de ella al no saber si la promesa de un lugar en alguno de los mercados, especialmente en el mercado Hula Hula se haría realidad.

Pasaron tres largos meses, y la situación empeoró. La mayoría de los vendedores se vieron obligados a optar por vender de forma ambulante, enfrentando el inclemente sol y sufriendo de deshidratación. Tenían que huir del CAM, temiendo que les confiscaran su preciada mercadería.

Algunos pocos tuvieron la esperanza de ser llamados para firmar un contrato con el tan anhelado Mercado Hula Hula, la única opción viable que les quedaba. Sin embargo, su realidad fue desoladora.

Los que lograron ser llamados para firmar contrato pasan semanas sin realizar ninguna venta significativa y apenas logran subsistir gracias a seguir vendiendo en las calles como ambulantes. Muchos otros, a pesar de sus esfuerzos incansables, solo quedaron con la promesa vacía de obtener un local dentro de ese centro comercial.

 

Las necesidades más básicas de las personas, como el hambre y la sostenibilidad del hogar, así como las necesidades de sus hijos, fueron ignoradas en aras de mantener una imagen estética de la ciudad. La lucha por sobrevivir se vuelve cada vez más difícil, mientras la esperanza se desvanece lentamente y la pobreza en El Salvador aumenta.

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