Claraboya
LOS REVENTADOS AYOTES
Por Álvaro Darío Lara
Decía uno de los grandes conocedores y animadores de la juventud, Don Bosco, en una ocasión: “Cada uno ocúpese y trabaje tanto cuanto su salud y su capacidad le permita”. Una sentencia sabia, si la meditamos en el necesario silencio interior.
¡Cuántas veces sufrimos derrotas, sinsabores, fracasos, precisamente por desconocer nuestras verdaderas fortalezas y debilidades! Intentamos, en múltiples ocasiones, labrar terrenos, adentrarnos en mares, desentrañar misterios para los que no estamos preparados en ningún sentido.
Por ello, los griegos de la antigüedad –como ya en otra ocasión lo hemos referido- hicieron grabar en el frontón del templo de Apolo en Delfos, el siguiente aforismo, entre otros de gran valor: “Conócete a ti mismo”.
Ese “conócete a ti mismo”, que es el punto de partido de todo conocimiento. De tal forma que antes de emprender cualquier posible empresa, habría que preguntarnos en la hora más íntima de nuestra noche: ¿Quién soy yo? ¿Cómo soy? ¿Cuáles son mis virtudes y defectos? ¿De qué manera pudiera ser mejor persona, para mi propio bien, y el de los demás? Preguntas fundamentales, cuyas respuestas solo tienen un único protagonista: el profundo yo.
Y esto bien vale, también para aquellos, que en otra dirección -presas de la ambición y del poder- aspiran a cargos y honores públicos, para los cuales ni están preparados, ni son merecedores éticamente ¡Ejemplos, como ayer, abundan hoy!
Nuestro gran fabulista, León Sigüenza, utilizó sus magistrales composiciones, para combatir la ignorancia, la mediocridad y el abuso de estos sátrapas, que, amparados en sus cargos y posiciones, cometían toda clase de atropellos en contra de los más caros principios sociales.
De entre ese conjunto de perlas preciosas, veamos esta, que brilla especialmente: “El ayote y el labriego”. Dice así: “En un recodo de la vega ardiente/perdido en los bejucos de la guía/ un tierno Ayote quejumbrosamente/ de este modo decía: / -Medrar en este sitio arrinconado/ besando siempre el suelo, es un tormento,/quisiera haber nacido colocado/ en la copa de un árbol corpulento./ Un Labriego que oyó tales congojas/sembró una estaca de especial grosura,/ paró la guía y enredo sus hojas/formando un árbol de mediada altura./El tierno Ayote palmoteó gozoso/ y le dijo al Labriego alegremente: /-Estando arriba, como soy sabroso,/ seré más apreciado por la gente./Todo muy bien marchaba; pero un día,/ ya más voluminoso y más pesado/ se desprendió el Ayote de la guía,/ cayendo el infeliz despedazado./ Como viese el Labriego tal fracaso/borbolló esta sentencia de consuelo: /-La culpa es mía, porque le hice caso,/¡no todos suben del nivel del suelo!/ Si el que subir donde no puede intenta, / al llegar a caer, pues se revienta/.
El ambicioso ayote que pretendía ser visto y apreciado en la altura, cuando su lugar estaba en tierra. Lapidaria lección que nos debe servir para situarnos en el espacio y condición correcta, acorde con nuestra propia naturaleza.
¡Se ven tan mal y hacen tanto daño los gordos ayotes, despedazados a cada momento, en la cúspide de la polis, el púlpito, la milicia, el ágora o el comercio!