Álvaro Darío Lara
A mi madre
Todos los sábados, hasta mi rebelión definitiva, ocurrida con la febril entrada de la adolescencia, el acompañar a mi madre al mercado, al mercadito –como le llamábamos- de San Miguelito, a pocas cuadras de mi antigua casa ubicada en la trece calle oriente de San Salvador, era un obligatorio rito, y debo decirlo con franqueza, una satisfacción, no sólo por la ayuda en las pesadas cargas que traíamos: frutas, verduras, lácteos, carnes y toda clase de productos, ya que por aquellos años, los supermercados estaban apenas en ciernes o eran prácticamente inexistentes para nuestra tradición hogareña, sino también por las grandes atractivos, en cuanto bocadillos, que el mercado ofrecía.
En ese tiempo, todo, absolutamente todo, venía de las buenas gentes del mercado, exceptuando algunos productos de importación que mi padre adquiría en la abarrotería del viejo Pérez, ubicada en la esquina formada por la intersección de la avenida España y de la quinta calle oriente, si no me traiciona la memoria.
Transitábamos temprano sobre la entonces segunda avenida norte (ahora avenida Monseñor Romero), hasta llegar al famoso y activísimo comercio. Recuerdo el pequeño puente, las pilas de arena y de ladrillos que se levantaban a inmediaciones, y los mozos descalzos, descamisados, con sus firmes espaldas broncíneas, plateadas de sudor, paleando interminablemente y cargando y descargando distintos materiales de construcción, ya que esos eran lugares de compra y venta de estos productos.
Por cierto, el puente tenía una pequeña placa de mármol donde se hacía constar que había sido construido por el ingeniero José María Peralta Lagos, nuestro querido escritor T.P. Mechín, en los primeros tiempos del siglo pasado. Cerca, muy cerca, se encontraba también el local donde funcionaba el combativo periódico de izquierda, “El Independiente” de Jorgito Pinto.
Son estos mismos ojos, claritos, “amielados” (como dice mi progenitora) e infantiles (en aquellas épocas), los que contemplaron cómo la guardia nacional, el temible cuerpo represivo de la dictadura, había sacado a la calle las máquinas de imprenta de dicho periódico, en un atropello más a la libertad de expresión que se vivía en la época.
Pero, regresando al trajín de los sábados, recorríamos, con mi madre, las instalaciones del por entonces nuevo mercado, siempre proverbial por su comida criolla: pupusas, fritada, tamales, arroz con leche, manjar blanco, atoles, refrescos de toda variedad (horchatas, cebadas, ensaladas, coco y carao, principalmente, en mi sediento recuerdo) desayunos con humeante cafecito y chocolate; y sopas (de gallina, de pollo, de frijoles, de res, de mondongo) y platos principales en copiosos almuerzos.
Siempre fue así, como bien dice un agradabilísimo artículo (“Memorias del Mercado San Miguelito: Somos gordos desde hace años”), aparecido el pasado septiembre en un matutino nacional, donde se evoca, magistralmente, una de las deliciosas especialidades del “mercadito”: los grasientos derivados del cerdo. Memorias ambientadas en esos pintorescos años cuarenta del siglo pasado.
Pese a que el mercadito de mi recuerdo está inserto en los primeros años de la década del 70, aún pervivía mucho de un emporio donde la cocina era uno de sus grandes fuertes, al frente de la cual estaban esas mujeres pesadas, morenas, de bajas estaturas, pero de formidables brazos, tan bien retratadas por la pluma del autor del artículo citado, el periodista, don Rolando Monterrosa.
Los años regresan, y veo a un niño en el puesto del manjar blanco. Mi madre me lo pedía mixto, ahí la líquida dulzura, se revolvía con la dura. Un divino sabor que no he vuelto a paladear nunca. Al igual que las soberbias pupusas de maíz, de queso, de frijol, revueltas, servidas y degustadas ahí mismo, con un bien preparado curtido, y una espesa salsa. Todo esto, en medio de ese enjambre humano, donde todo se voceaba, donde todo se vendía, donde la vida transcurría sencilla; a ratos dulce, a ratos a empujones.
Olor a pólvora de cuete de vara, a incienso, a velas en los altares de los santos y santas, que en su interior se veneraban. A las flores, que en ramilletes y estupendos arreglos se ofrecían en sus instalaciones.
Vuelven más imágenes: los niños de las vendedoras, dentro de sus corrales de madera o en frágiles cajas de cartón; otros, los mayorcitos, jugando en la calle, bajo la mirada embobada del policía municipal de gran barriga y lerdos movimientos. Y los ebrios consuetudinarios a la caza de alguna moneda, que les permitiera resucitar en la sucia cantina.
Toda una vida, que se nos fue. Todo un tiempo, y un mercado, que víctima –nuevamente- de los proverbiales siniestros, tendrá que emerger como el ave Fénix, otra vez, de las cenizas, para alzar una nueva y prometedora aventura en nuestra amada ciudad.