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LOS SALONES DE LA MONCHA

Álvaro Darío Lara

Escritor y docente

 

Como lo prometido es deuda, mis amigos, damos paso a la segunda parte de la crónica anterior, siempre guiados por el báculo del pastor de las crónicas tecleñas, don Marlon Chicas, pongamos atención: “ ´Tu reputación son las primeras seis letras de esa palabra´ es el estribillo de la canción del cantautor guatemalteco Ricardo Arjona, en la que describe la “razón de ser” de una mujer dedicada al comercio carnal.

Traigo el tema a colación, ya que, en la época de mi niñez, el trabajo sexual era visto como la profesión maldita, la escoria de la sociedad. Quienes se dedicaban a dicho oficio eran excluidas de los más básicos derechos e incluso sometidas a vejaciones por las extintos “cuerpos de seguridad”.

En el caso que nos ocupa, existió por la década de los setenta una proxeneta, conocida como la “Moncha”, quien se trasladaba de feria en feria con su séquito de damiselas que saciaban los más bajos instintos de sus “clientes”  en improvisados bares de lámina y madera.

En estos diez lupanares que mi recuerdo consigna,  se observaban mesas de metal o  de madera, con sus respectivas sillas; la barra del despacho de bebidas “refrescantes”; una rockola repleta  de discos de vinil a todo volumen; floreadas y raídas cortinas que separaban el bar del área “íntima”; cajas de cervezas vacías; lámparas de luces rojas y moradas; piso de aserrín, y coronando el escenario, un ramillete de jovencitas con diminutos vestidos y excesivo maquillaje, como carnada para los ansiosos caballeros.

Rememoro que de niños y púberes solíamos acercarnos con curiosidad a dichos templos de Afrodita, siendo inmediatamente convidados por las sonrientes muchachas a pasar a su interior, caso contrario, éramos correteados por las susodichas o por sus celosos guardianes.

En nuestras incursiones clandestinas ,muchas veces, espiando entre los agujeros de las láminas, nos dimos cuenta, con asombro, cómo se ejecutaba el Kamasutra nacional; sin embargo, en numerosas ocasiones al ser descubiertos nuestros ojitos, por los apasionados amantes, éstos daban gritos de aviso, entonces, recibíamos, en menos de lo que cantaba un gallo, una lluvia de duros reglazos en nuestras tiernas nalguitas por parte de los enfurecidos cuidadores de las “niñas”, ya lo dice el adagio popular: “tras un gustazo, un trancazo”.

¡Cuántos de los que pintamos canas ahora, perdimos la inocencia en esos antros del ayer! La música calló; se apagaron las luces; se silenciaron los gritos y risotadas  de aquellos hombres y mujeres. Todo queda ahora en el baúl del recuerdo, como flores marchitas de nostalgia.

Vaya este breve recuerdo para los amigos de infancia, que, motivados por los jefes del hogar, al cumplir sus quince primaveras, fueron llevados, como ovejas al matador, con la clásica frase “Aquí se lo traigo doña, para que me lo haga hombre”, como si ello fuera pasaporte hacia la masculinidad. ¡Ay, qué tiempos, Señor don Simón!”.

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