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Los sentimientos piadosos y las grandes ideas altruistas de un rico

Caralvá

Digamos aquí unas palabras en elogio de don Gabino, personaje destacada en la vida agropecuaria de El Salvador, ganadero a quien la patria le debe grandes favores. Ha viajado y conoce más de un país civilizado. Hombre de rara visión, se enamoró de las vacas y en ellas puso su fe, por dadoras de riqueza. Empezó la delicada obra de selección, la búsqueda de ejemplares vacunos y nativos que dieran tipos lecheros. No creía tal vez don Gabino en el tipo de toro importado. Acostumbrado el hombre a estudiar su propio medio, le negaba a la sangre vacuna extranjera la virtud de completa adaptación al medio. Intuyó que la raza vacuna criolla era la llamada a revolucionar la cría y a dar los mejores toros y las vacas más lecheras. Tras ímprobos esfuerzos dio torunos que merecieron aplausos de los expertos; terneras graciosas eran segura promesa de vacas de primera categoría. A este caballero progresista, al dueño de El Canelo, donde hay técnica hasta para que nazca un ternero, donde los cerdos duermen en nidos calientes y beben agua limpia, y comen –(¡dichosos!)- guineos majonchos y camotes sancochados, donde el maíz no se le da crudo al animal, donde el novillo se le baña en agua criolinada, donde no se laza la vaca para no volverla asustadiza, a este civilizador de bestias le fue dable actuar de modo sobresaliente en los días de la matanza. Humanizado por el continuo vivir entre novillos, sintió desgarraduras de alma al pensar en forma canibalesca que los indios hubieran empleado para matar inocentes e ingenuos ternerillos, y porque amaba franciscanamente sus vacas, se horrorizó ante el empuje comunista que no llegó a El Canelo, pero que pudo llegar. Así, el supersensible y superhumano don Gabino, el ganadero franciscano dispensador de caricias a los animalillos recién nacidos y a las novillas parturientas, se indignó, con justa indignación, se irguió nazarenico y en nombre de los santos derechos de la vida porcina y caballar, pidió guerra sin cuartel para todos los indios salvadoreños. El franciscano don Gabino miraba la salvación del país en el exterminio de los indios salvadoreños. Si algún lector pretende negarle a don Gabino la nítida visión de los problemas de los problemas raciales de El Salvador, lea en la prensa del año 1932 las afirmaciones de don Gabino. Pedía él la destrucción de todos los indios. Los visionarios, los grandes, se adelantan siglos en sus concepciones y predican en desierto y aran en el mar. No los oyen, no los siguen. No podía don Gabino ser excepción. Habló y no lo escucharon, y no pusieron en práctica la muy humana idea del dueño de El Canelo. No emparedaron los ochocientos mil indios que habitan el país y son la vergüenza del ladino que en cinco siglos no pudo civilizar, porque jamás lo ha intentado formalmente, a la raza india. Hubiera sido épico todo aquello. Tal vez en una llanura, tal vez en la playa más espaciosa, tal vez dentro de una ciudad.

Luego el desfile de ochocientos mil reos de todas las edades amarrados. Luego la ejecución. Tal vez recodando al rey asirio querrían dejar las pirámides, las montañas de muertos, visibles para que gozaran con el espectáculo ideal los ojos de don Gabino Mata. O tal vez incendiarían los promontorios de muertos ya arderían estruendosamente, saludando al héroe de Juayúa, que así les pagaba a los indios lo mucho que habían trabajado en sus haciendas. Perdió el mundo un espectáculo nuevo. Perdió el país la única probabilidad de ascender a la categoría de país civilizado y de ser en América la única República donde no hubiera un solo indio. El Salvador sería la Meca de las peregrinaciones. Se habrían derribado las pocilgas, porque no habiendo indios que las habitaran nada justificaría la permanencia de  tales chiqueros humanos. El país Jauja, una pequeña Suiza por sus libertades reales, una pequeña pero archicivilizada republiquita, toda ella poseedora de medios de vida nunca vistos. Al museo hubieran ido a parar las cumas, los machetes, las macanas, los caites, los cordeles con que amarran los guardias a los reos sin delitos. Viviendas higiénicas, agua en abundancia, escuelas para todos los niños; en las escuelas solamente niños de cabecitas rubias, todos de raza legítima europea, aria tal vez. Las madres de esos niños ya no serían esas madres sin hogar, ni esas nodrizas refajadas. Serían madres bellas, nodrizas europeas rebosantes de salud. El buey flaco no halaría carretas, el rocín no subiría cuestas, no habría muleros, ni boyeros. Aeroplanos, camiones, autos, barcos, serían los únicos vehículos, y en ellos andarían todos los caminos los productos de la tierra, todo cuanto es riqueza en El Salvador. Tal hubiera sido la primera consecuencia de matar a todos los indios salvadoreños. Pero no oyeron a don Gabino y el indio sigue siendo la pesadilla del ladino, la rémora, la vergüenza patria.

Los mártires

Lo narramos así como lo dicen hablando a media voz, medrosos, cuantos vieron a los cerdos -bien hartos de carne- jugar con brazos, piernas, vísceras humanas; cuantos recibieron en cientos de ranchos campesinos el saludo nauseabundo y mortífero de los muertos insepultos. Lo dicen quienes vieron los cráneos reírle al caminante.

Miles de anónimos, masa sin nombre… Juanas, Marías… Eusebias, Ambrosios, Fulgencios… Miles de anónimos, masa sin nombre.

¡Ingenuos! Al fulgor mañanero de la luna  vieron platear los corvos y pensaron que en el filo del machete llevarían la redención de la raza.

Se irguió el ejército de voluntarios. El hambre se puso de pie. Se enderezó la desnudez. Alzaron la cerviz los parias. El grito callado de cien generaciones, robadas, violadas, vejadas, hacíase expresión en el temblor alucinante de los brazos alargados por corvos. Por huir de la esclavitud llegaron al cadalso. Por liberarse cayeron cuarteados.

No pidieron cuartel, no levantaron los brazos suplicantes. Murieron como hombres, sin quejas, sin ayes.

Como saben morir los convencidos. Como saben morir los que defienden causas grandes.

Mueren así convencidos

La cárcel de Izalco está llena de reos. Han echado en ella más del doble de los que pueden caber, no porque falten prisiones, sino porque hallan los verdugos agradable torturar.

Una persona  de las que valen y está bien con el gobierno acércase a los reos, algunos de los cuales llámanla por su nombre. La interrogan…:

-¿Z, es verdad que nos van a matar?

-Así dicen. Los cogieron a ustedes peleando.

-A mí no, por desgracia-responde un viejo buchón.

Y cuando Z esperaba que lo nombraran emisario para que los defendiera y solicitara perdón, le dicen así los reos:

-Hágame un favor. Llame al Jefe y dígale que nos maten hoy. ¿Qué ganan con tenernos una noche más, en este infierno? Estamos ahogándonos. Apenas podemos acurrucarnos. Nos devoran las chinches y los telepates. Mírenos el cuerpo, (se alzan las camisetas para mostrar los estrago de las sabandijas).

De esto no decimos nada – agregan (Esto son las huellas de los azotes).

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