Eduardo Badía Serra,
Director de la Academia Salvadoreña de la Lengua
Preocupa tanto el tema de los valores en el país que se enfoca repetida y persistentemente desde muchos y diversos ángulos y posiciones. Esto es, a la vez, conveniente e inconveniente. Conveniente por cuanto hay una real y sana, pienso yo, preocupación por su situación; inconveniente porque a veces los enfoques dispersos, poco articulados y en algunas ocasiones muy poco fundamentados, no suelen llevar a conclusiones buenas. Ello es particularmente importante en un tema como este.
Se habla, por ejemplo, de que hay pérdida de valores en nuestra sociedad; en algunos casos lo anterior se debe interpretar como que hay cambio de valores, como que hemos transformado nuestras formas de valorar. Pero debo insistir desde ya: No puede haber conglomerado social alguno que pretenda rasgos de diferenciación e individuación que le identifiquen, que carezca de valores; y es que, al margen de la norma y de los principios, los valores pertenecen a esa parte de la ética que llamamos “Ética material”, la ética de Scheler, la ética concreta, esa ética que más que una expresión de estructura es una expresión de contenido, de contenido moral. Los valores, pues, es necesario insistir en ello, no se enseñan, no son parte de códigos ni de normativas; son simplemente actos, o expresión de actos, de actos concretos, lo cual los hace expresión de una cultura determinada, y como tal resultan ser productos de la historia, de la historia de cada pueblo. Se dan, se descubren, se practican, y este primer y primario momento es el que permite, posterior y supeditadamente y no de otra manera, expresarlos en el discurso que los refleja y sólo eso. Pretender establecer una norma ética, unos principios éticos, una ley ética, que no exprese y sea consistente con el actuar concreto de los hombres que deberán cumplirla, es realmente un completo contrasentido, algo imposible de lograr. Es este el famoso y ya añejo problema entre el “ser” y el “deber ser”. La ética kantiana, la ética formal, es, como discurso, una ética de indudable valor; pero el sentido del deber basado en la libertad y en su expresión, la buena voluntad, si no se corresponde con el actuar concreto del hombre, es realmente un discurso inútil, estéril. Los valores no se enseñan, sólo se descubren, porque los valores no son entes, ni siquiera “son”, son simplemente “valentes”; son porque valen, y valen porque se practican. Por ello, el primer requisito del valor es su “no-indiferencia”, el ser “no-indiferentes”. Si algo nos es indiferente, carece para nosotros de valor alguno. Sólo si altera nuestra situación y nos suscita, de la forma que sea, puede tener valor para nosotros y por lo tanto adquirir esa categoría preciosa, el ser valor. Cuánto, cómo y de qué manera se da esa no-indiferencia es otra cuestión, es una cuestión que nos irá conduciendo al establecimiento de nuestra propia jerarquía de valores, de nuestra propia tabla de valores, cuales valen más y cuales valen menos; pero valgan mucho o valgan poco, el ser no-indiferentes es una categoría no marginable dentro de la teoría axiológica y de la práctica concreta de los valores.
Decía José Ingenieros, el de “El hombre mediocre”, el de la reforma de Córdova, el de “Las fuerzas morales”, que estas no son virtudes de catálogo sino moralidad viva. Coincide entonces Ingenieros con que los valores no se enseñan sino sólo se descubren, están simplemente ahí, imbricados en ese nudo de relaciones sociales que impelen a toda sociedad a la acción. No hay categorías tradicionales, continuaba este italiano-argentino, pues estas nacen, viven, mueren, en función de las sociedades, con lo cual afirmaba otra característica de los valores, de ser un “aquí y ahora”. Otra cosa es el qué, cuáles valores él practica o debieran ser practicados para serlo: Él privilegiaba a la sabiduría como la más alta virtud, y a la prudencia, la templanza, el coraje y la justicia como las forma en que tal virtud se expresa. Sólo con la sabiduría, decía este hombre mayúsculo de América, podemos acceder a la armonía universal. Las fuerzas morales, y los valores son parte de ellas, deben entonces obrar en las propias sociedades, son virtudes para la vida social, que no descansan bajo ninguna cúpula; más que enseñarlas o difundirlas, conviene despertarlas en la juventud que virtualmente las posee. Hay en esta expresión de Ingenieros, algo sobre lo cual deberíamos reflexionar, eso de que la juventud “virtualmente las posee”, lo cual nos lleva a una probable conclusión, que esta posesión noble y justa de los jóvenes, ya virtual y quizá innata, es trastocada lamentablemente y convertida hacia otras formas no muy saludables y deseables para los mayores, esos que tanto saben criticarlos y que acostumbran no escucharlos, precisamente.
Yo recojo a Frondizi, a Ortega, a Marías, a García Morente, y por supuesto, a Scheler, el padre, según dicen, de la axiología moderna. Los valores no se enseñan, sólo se descubren, no se argumentan, al decir de Scheler; determinan, no lo que los objetos son sino lo que los objetos valen, al decir de Ortega; y se descubren por el hecho de que nos son no-indiferentes, como dice García Morente, y ese ser no-indiferentes es ese algo que precisamente tienen las cosas y que les hace ejercer sobre los hombres una “extraña presión”, al decir de Julián Marías. No son cosas, no son vivencias, no son esencias, como afirma Rizieri Frondizi; son simplemente valores, eso son, valores, y como son no-independientes, continúa, por ello están condenados a una vida parasitaria.
Ahora bien: Una cosa es que los valores sean una justa expresión del comportamiento real de los hombres viviendo en sociedad, con lo cual se encuentran al margen de la norma y del principio, del estatuto y de la ley; y otra el que exista necesariamente un marco ético que los fundamente y los sistematice. Esto último es lo que se llama “Teoría Axiológica”. No se puede decir de los valores, cualquier cosa; tampoco se puede llamar valor a cualquier cosa. ¿Cómo es eso de que la competitividad es un valor? Hay un marco valorativo que debe respetarse, y unos presupuestos mínimos que deben reconocerse, para evitar eso que comentaba al comienzo, el peligro de que un buen afán nos lleve a desnaturalizar la acción si no se fundamenta bien. Hay que partir de que los valores, los que sean, los que se practiquen, más exactamente diciéndolo, los que valgan: Son jerárquicos siempre, por cuanto unos valen más que otros, unos son más no-indiferentes que otros; son polares, porque a cada cual le corresponde su respectivo contravalor; son un “aquí y ahora”, y no son para siempre y para cualquier lugar; están necesariamente indisolublemente atados a la vida, religados a la vida, quien es la que en última instancia los selecciona y los jerarquiza; en fin, tienen unas características que permiten su establecimiento.
La sociedad salvadoreña tiene sus valores, tiene su propio marco valorativo; pero este es un “aquí y ahora”. Pugnar porque se mantengan y practiquen los valores que se practicaron antes, es algo imposible. El valor está en el espacio y en el tiempo, y en función de cómo la cultura va dinámicamente modificándose, ellos van adaptándose al cambio, surgiendo unos y desapareciendo otros. Es probable que nuestro marco valorativo no sea el más deseable en este momento, pero aunque lamentemos tal condición, no podemos cambiarla, a menos que cambie el accionar mismo de la sociedad. Creo que el salvadoreño privilegia como valores, la violencia, el desamor, la contingencia, lo perentorio. Esos son sus valores. ¿Son los deseables? ¡No! Pero esos son, desafortunadamente.
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