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Los vasallos del miedo

Armando Molina

Escritor

A Leo Argüello 

 

De modo que aquí estaba de nuevo. Venía a acecharle, ambulance se acercaba ya, doctor seguía acercándose, viagra o peor aún, ya estaba a su lado sin que pudiera evitarlo. Su vida se desdoblaba ante sus ojos como una larga pieza hecha de instantes inconclusos… ¿O acaso era sólo un comienzo más en esa existencia que él creía suya?; el comienzo de otro día más en su mundo personal, pedazo de infierno que siempre se había tomado la molestia de aguardar. Pero antes de que ese universo comenzara sabía que tendría que arrastrarse fuera de la cama una vez más a esperar a que los primeros ruidos de la vida de otros constituyeran indicios de vida en su mente; esperar a que el infierno de los demás explotara en cánticos de energía que le aseguraran que podía dar el primer paso hacia una vida razonablemente completa. Nunca completa, por supuesto. Esa estaba fuera de su alcance.

Dámaso Valdaura abrió los ojos a esa hora en que comienzan los días desesperantes del verano tropical. Se quedó por un rato mirando la ventana que daba paso a los intensos rayos de sol de los que siempre había sentido envidia. Pero no eran sólo unos rayos de sol los que veía, era más bien una gigantesca oleada de una intensa luz que arrastraba consigo ese calor humano del cual él tanto carecía. Era la hora de dar gracias a Dios por los milagros acaecidos en la vida de uno; la hora de mostrar una pizca de humildad por la nueva oportunidad ofrecida. Hubo una época en que se levantaba agradecido de poder disfrutar de un nuevo comienzo, de un nuevo intento. Él conocía mucha gente que también hacía de esto una especie de rito. Pero ahora, como muchos otros más allá de su ventana, en lugar de levantarse con ánimos de empezar a vivir, se despertaba con un sabor amargo en la boca y con el corazón completamente hueco.

Por supuesto que también le esperaba el asqueroso vacío del papel en blanco sobre el escritorio, ése veneno despiadado del escritor moderno, el narcótico del hombre insignificante que le teme a la vida. Dámaso comprendía claramente que un hombre podía sumergirse en el desmesurado precipicio de la página en blanco y llamarse escritor; esconderse y esconder a la vez la cobardía de ese fútil universo que constituía su vida, la cual, de todas maneras, quedaría suspendida en otro deseo alargado… pero inconcluso. Y sin poder decidir si era menester extender esa existencia, o dejarla perecer a manos de su propio abandono.

Afuera el calor seguía vapuleando la ciudad; con una reverberación malévola el sol se elevaba sobre el rostro de aquella población que sólo sabía de desdicha. En su corazón, o en lo que quedaba de ello, a Dámaso le constaba que en un tiempo había sido una ciudad admirada por muchos; aquella vieja ciudad había gozado de emociones violentas… pero placenteras. Sus emociones, sus deseos; su vida y la de otros millones más… Su vida… qué ironía; aquel confuso mosaico de instantes absurdos del cual se sentía tristemente orgulloso… Pero lo cierto era que ahora San Salvador se había convertido en una ciudad que sólo sabía de lágrimas y mentiras, del clamor general por una pizca de decencia. Todos sus habitantes se habían convertido en extraños en su propia casa, en vasallos del miedo. La regresión en la historia de aquella vieja ciudad de la cual él era uno de sus indígenas, le había arrebatado quinientos años al futuro, y ahora sus hombres se arrastraban temerosos hacia sus madrigueras medievales en carros de lujo japoneses y alemanes. Y sabía que no había que sorprenderse ante tal alternativa. Lo sabía muy bien

Ya vestido y listo para enfrentarse al día que se desdoblaba ante él, Dámaso se acercó a la mesa de trabajo que había colocado años atrás junto a la larga ventana por donde entraba el sol a raudales. Mujer e hija fuera del país por una semana: excelentes prospectos para trabajar, pensó. Una suave brisa se deslizaba ahora hacia abajo sobre el contorno del majestuoso volcán, acariciando y refrescando apenas el lomo de la ciudad que se recalentaba hacia el mediodía. Durante unos diez minutos o más, se había mantenido con la mirada ausente mirando a través de la ventana; bien podría haber sido escuchando. Miraba los primeros pajarillos matutinos que brincaban entre las ramas de los árboles del huerto junto a la casa, aquel que su padre había plantado cuando él era un niño; las pintorescas avecillas gorjeaban alocadas, indiferentes al día que avanzaba inevitablemente. ¿Recuento? ¿Inventario autobiográfico? ¿Qué era? Bueno, allí estaba: École de Humanidades. Tesis: «Pensamientos sobre la literatura oral mesoamericana del siglo XVI». Colegio donde se forman hombres y no personalidades. Las lecciones que aprendió de las parábolas de don Saúl Flores. Miembro del cuerpo diplomático cultural destacado en la UNESCO durante ocho años. Había tratado de vos a Cortázar, y, aunque de lejos, había visto a Sartre en más de alguna ocasión. Dos libros de literatura hispanoamericana comparativa publicados por una editorial madrileña. Bebedor inveterado dado a beber en ciclos de seis semanas o menos… ¿Drogadicto? Realmente no. Mujeriego reformado. Padre amoroso… ¿Amoroso? (¿Sabía él realmente lo que era el amor?). –Distraídamente anotó en un papel que parecía haber sido manoseado muchas veces: “Escribir sobre el amor más tarde.”– Lo que he aprendido de los políticos tercermundistas. No leer más novelas ni trabajos de ficción. Anotaciones sobre Cultura Hispanoamericana y el Imperialismo Contemporáneo. ¿Miedo a la muerte? Categóricamente, no.

Dámaso iba a hacer otra anotación sobre este último tópico en aquel manoseado papel, cuando fue interrumpido por su vieja empleada que venía a informarle que le llamaba por teléfono un tal señor Mauricio Guzmán, el cual deseaba saber si era posible reunirse en casa del doctor Mayorga esa misma tarde, “para discutir el programa de la facultad de Humanidades y los cursos de Literatura Latinoamericana Moderna del siguiente ciclo”. Por la forma en que se contrajo el rostro de Dámaso, la empleada comprendió que le había importunado; de modo que se apresuró a dar la vuelta sin esperar respuesta alguna.

Contrariado por la interrupción, Dámaso garabateó rápidamente unas notas sobre el papel, y se fue a su dormitorio (en su lugar de trabajo no había teléfono ni nada parecido a un artilugio moderno) a tomar la llamada desde allí.

–Señor Valdaura, ¿cómo está usted? –En señal de saludo, Dámaso hizo un ruido parecido al de una frase de cortesía–. Sólo quería estar seguro que podría usted asistir a la reunión de esta tarde en casa del doctor Mayorga –continuó el otro–. Tenemos que decidir el programa de trabajo de la Facultad para el siguiente ciclo. Todavía hay detalles por aclarar. Por ejemplo: si debemos incluir un curso sobre la poesía de don Francisco Gavidia a los muchachos de doctorado. O si quitamos del programa el curso “Plástica Centroamericana: ¿Arte o Artesanía?”

Hablaba en un tono aburrido, como si realmente mencionara todo aquello por pura costumbre. Dámaso tuvo el momentáneo pensamiento de que este tipo le había parecido siempre un tanto pesado. ¿De dónde vendría esa noción? Pero rápidamente desechó de su mente aquel furtivo pensamiento; le pareció una falta de lealtad hacia su compañero de profesión. En todo caso, del resultado de aquella reunión sabría si podía dedicarse o no a sus reflexiones durante el resto de la semana. Así que se apresuró a contestar, en (también le pareció) el mismo tono aburrido, sin la menor vitalidad en el timbre de su voz. Esas pequeñas observaciones sobre su conducta empezaban a fastidiarle últimamente. El incansable analista de su mente (en otras palabras: él mismo) le traía corto desde hacía ya algún tiempo. De modo que trató de darle un tono más animado a su voz hacia el final de la conversación. Sí, estaría allí a eso de las tres y media o cuatro, una vez bajara el sol, a la hora de tomar el café o tal vez un par de whiskitos. Quizá lo de los whiskitos era una mala idea. ¡Después de todo era una reunión de trabajo! Risas discretas de parte de ambos, etc., etc. Decía todo esto mientras pausadamente se frotaba el cuello de la camisa con el dorso de la mano izquierda. El momentáneo mal humor parecía haberse esfumado para el resto del día.

Para cuando terminó la llamada telefónica experimentaba una suerte de sosiego, ¿o se trataba sólo de un relajamiento momentáneo?, se preguntó. De cualquier manera se dijo que se sentía mejor –anímicamente hablando. Sabía sin embargo que aquella especie de ansiosa violencia mental, aquella sensación de éxtasis que le producía el elemental placer de la observación, volvería en cualquier momento. Pensó en beberse un trago con el objeto de apresurar el proceso, pero rápidamente se dio cuenta que eran apenas las diez de la mañana. Pésima idea, se dijo.

De modo que decidió mudarse al comedor con el propósito de leer aquellos odiosos matutinos, mientras intentaba comer cualquier cosa que Reina, la vieja y fiel empleada le hubiera preparado.

Una vez terminado el ritual de la comida y los periódicos, Dámaso Valdaura se mudó una vez más a su lugar de trabajo, esta vez llevándose consigo una segunda taza de café. «Fornicar y leer periódicos», se dijo para sus adentros, recordando la célebre frase de Camus. «Escritor del imperio», agregó luego con una lúgubre sonrisa, mientras volvía a tomar en su mano el lápiz de punta afiladísima. «Si así vamos, vamos bien. Ya te vendrá el momento del éxtasis, Valdaura».

¿Qué le producía esa clase de pensamientos? Pero no sólo pensamientos, problemas físicos también; que había que solventar a medida que el día huía. Se sentía inquieto, como desprendido de su cuerpo; le parecía también que estaba como taponado del ano, estreñido. Sus ojos pardos, de párpados hinchados, le escocían, como si no hubiese dormido en toda la noche, lo cual no era cierto. Hasta experimentaba una picazón en el cuero cabelludo y un dolor sordo y prolongado a lo largo de la espalda, que lo inquietaban. Estas reacciones se las provocaba en parte el agotamiento mental. Los nervios, se decía, generalizando. Eran inevitables. De la calle le llegó el rumor violento de la ciudad que se apresuraba al mediodía. Un perro ladraba desaforado un par de calles más allá, como pidiendo clemencia perruna: ¡Soy una criatura de Dios, hijos de puta!, parecía decir. ¿Por qué reparar en cosas como aquellas? ¿Acaso formaban parte del curioso proceso para llegar a aquel eufórico estado mental? La verdad es que hacía ya algún tiempo que Dámaso se consideraba un hombre de imágenes, un excelente observador. Presentía que de allí derivaba su vigor mental. Pero consideraba que el observar demasiado era contraproducente; y muchas veces doloroso, sí, doloroso. ¿Pero cómo prescindir de las cosas que lo rodeaban a uno y le aseguraban que se era un ser humano? Interesante. Dámaso hizo otra anotación en el papel.

Luego de hacer ese último apunte, se quedó distraído por un rato mirando su lugar de trabajo en busca de un algo indefinido. Buscaba algo, sí, ¿pero qué? Inventario extemporáneo: había libros de texto y narrativa hasta en el último rincón, diplomas en las paredes, arrugados cuadernos de anotaciones, plumas fuente nunca usadas, gran cantidad de lápices afilados, fotografías de amigos y familiares en grupos o solos, un par de botes de medicina de etiquetas borrosas, dos cajetillas a medias de cigarrillos, un encendedor de plata que se había estropeado años atrás, papeles y más papeles. Ahí estaba todo lo que hasta ahora constituía su vida. ¿Hacía falta algo? «¿Hacía falta?» ¿Qué sería? Otra especie de ensayo, pensó Dámaso.

Todo parecía estar en equilibrio en su lugar de trabajo. Como suspendido calculadamente. A excepción de su cuerpo y su mente que parecían estar en completa incongruencia con el resto del día. Pero, curiosamente, se sentía parte de aquel todo.

Finalmente, hacia el mediodía, Dámaso había hecho aproximadamente tres anotaciones más en aquel manoseado papel amarillento.

*

EXACTAMENTE a las tres y cuarenta y cinco de la tarde, fue recibido en casa del doctor Mayorga por una cortés criada que le hizo pasar al despacho donde ya estaban reunidos los dos respetables caballeros con lo que tenía que discutir los asuntos tan importantes. La casa del doctor Mayorga era una residencia de la que sinceramente podía decirse era “acogedora”; pintada con buen gusto por fuera en colores pálidos que recordaban una iglesia mexicana, aquella exigua copia de un misterioso estilo Bauhaus estaba localizada en una zona “de las buenas” en San Salvador, es decir, situada convenientemente entre las faldas del volcán, donde vivían las gentes de “verdadero dinero”, y la zona del centro de San Salvador, considerado como el borde mismo del infierno. Este arreglo de vivienda se acomodaba perfectamente a la personalidad del doctor Rafael Mayorga Rivas, quien se calificaba a sí mismo de humanista, estimación con la cual practicaba la profesión de decano de Humanidades en una conocida universidad de San Salvador.

Los dos hombres de impertérritos rostros estaban sentados el uno frente al otro en la cómoda estancia de trabajo del doctor Mayorga, tratando sucesivamente de penetrar con frases corteses la evidente y dura falta de humildad en la personalidad de su interlocutor, mientras más allá de la ventana los banales asuntos de la vida cotidiana del país seguían su curso inevitable. Ambos bebían café con leche, acompañados de unos pastelitos bañados en almíbar que la cortés criada había tenido a bien traerles una vez el grupo estuvo completo. La presencia de Dámaso Valdaura fue la señal plausible de que podrían dar comienzo a la discusión de los temas importantes.

–El asunto es que necesitamos más credibilidad como cultura en el mundo del arte –estaba diciendo el señor Guzmán, mientras ponía su taza de café sobre el fino platillo de china, con gran dignidad. –usted sabe a lo que me refiero, doctor.

–En eso tiene usted razón, Guzmán –acotó el doctor Mayorga.

Estaba sentado solemnemente con las piernas cruzadas, su cuerpo levemente inclinado hacia delante, hacia el señor Guzmán, su atento público, quien le escuchaba con una expresión de distraída devoción. Fijó momentáneamente sus ojos en Dámaso, quien buscaba el sitio apropiado para sentarse a disfrutar de su ineludible taza de café con leche y el pastelillo de rigor.

–Pues sí, la verdad es que no existe nadie que se tome el trabajo de escribir un buen ensayo sobre Francisco Gavidia; mucho menos podemos esperar una biografía monumental –continuó el doctor Mayorga–. A lo mucho que se puede aspirar es a que algún estudiantillo de segundo año se le ocurra escribir una reseña sobre alguno de sus poemas que vio publicado un sábado en el Diario Latino. ¿Está usted de acuerdo, Valdaura? –dijo, aludiendo ahora al nuevo visitante.

Éste asintió sin mucha convicción, sus ojos pardos, de párpados hinchados, miraban alternativamente el techo y el rostro del señor Guzmán, quien a su vez le miraba como si buscara en su rostro alguna señal de ignorancia. Le pareció que aquel rostro formaba parte del decorado. El estudio del doctor Mayorga era amplio, de techo plano, granizado, muy espacioso. También su escritorio era amplio, gigantesco casi. Tan grande como la autoridad moral que el doctor Mayorga quería proyectar a sus congéneres y colegas.

–Es esa precisamente, la clase de situación que hay que erradicar –sentenció el doctor Mayorga, dejando la taza de café a un lado–. Para eso nos hemos reunido hoy. La verdad es que necesitamos un programa que refleje con más exactitud las preocupaciones humanísticas de la universidad–. Hizo una breve pausa a manera de efecto, para dejar que los otros dos reflexionaran en sus palabras. –¿A qué me refiero? Pues, a que tenemos que implementar un programa donde se estime nuestra cultura desde un punto de vista crítico y profesional. De allí, las posibilidades de extenderse son infinitas.

El doctor Mayorga hablaba en un tono solemne, pausado, haciendo énfasis en ciertas palabras para comunicar su importancia. Tenía un rostro de rasgos afilados y aristocráticos, y sus ojos saltones y oscuros de ave de rapiña miraban a los dos hombres con una mirada directa y penetrante, asegurándose que ninguna de sus palabras pasaba desapercibida. Una vez seguro de que los hombres seguían su línea de pensamiento, prosiguió:

–Es decir, fomentar el deseo de aprender a apreciar la literatura, las artes, la cultura en general. De crear un grupo de hombres interesados en las cosas del espíritu nacional.

Una idea empezó a formarse en la mente de Dámaso mientras seguía las palabras del doctor Mayorga. Era una idea furtiva y absurda. «Calma, calma, Valdaura», se dijo. Pero la idea se escapaba ya hacia sus labios, donde empezaba a formarse en palabras.

–Por ejemplo –seguía el doctor Mayorga–, establecer para los estudiantes de último año de Humanidades la tarea de investigar y escribir un ensayo de substancia sobre algún escritor salvadoreño o centroamericano, utilizando las técnicas escolásticas europeas de investigación. Hay un vasto material humano a investigar, ya no se diga el potencial humano entre nuestros estudiantes. O bien podríamos empezar por establecer un curso investigativo sobre escritores universales. Ensayos sobre Tolstoy, por ejemplo, Thomas Mann, Faulkner, Hemingway, Borges, Cortázar. En fin, algo por el estilo. Por ahí tengo yo un par de los míos, de mis días de doctorado en la Complutense. Creo que tengo algo sobre Flaubert, y un par sobre Montaigne y Carpentier.

–¿Puedo tomar otro pastelito? –dijo Dámaso sin fijarse en lo que decía.

Los otros dos hombres le miraron un tanto exasperados por el contexto de la absurda interrupción.

–Por supuesto –dijo el doctor Mayorga, haciendo evidente su irritación –; por supuesto, Valdaura. Coja el que más le guste.

Al ver los rostros del doctor y del señor Guzmán, Dámaso comprendió que había dicho algo completamente inoportuno. Se hizo un breve silencio, el cual aprovechó para comerse rápida y eficazmente el pastelito bañado en almíbar. Luego sacó un cigarrillo de la cajetilla que tenía en el bolsillo de su camisa, y lo prendió, inhalando el humo con gran placer.

–Yo insistiría en lo de establecer cursos de ensayos críticos sobre escritores nacionales –continuó el señor Guzmán, ignorando de momento la interrupción de Valdaura –. Me parece que los demás ya han sido demasiado analizados. Imagínese que solo en Estados Unidos se escriben ensayos sobre esos escritores por docenas a diario; ya no digamos en Europa. La verdad es que carecemos de eso aquí en nuestro país. Pero confío en que llegará el día en que veremos que un segmento de la población se interese en estas cosas. De esto estoy más que seguro. Si no, miremos a los mexicanos, ellos han establecido sus instituciones culturales, con gran paciencia. ¿Qué necesidad hay de que nuestros estudiantes tengan que irse a México a especializarse en literatura? ¿O de que nuestros poetas y escritores tengan que ir hasta México para lograr ser publicados? Yo soy uno de ellos. Sólo en México fue donde encontré la sensibilidad suficiente para que mis dos poemarios fueran publicados. Y obtuve excelentes críticas, por cierto. Y por ahí andan mis poemarios, aquí en El Salvador, sin que nadie les haga el menor caso.

–Estamos hablando como tres tipos perfectamente mediocres… –declaró Dámaso con gran naturalidad.

–¿Perdón? –dijo el doctor Mayorga con calculada tranquilidad.

–Digo, que estamos hablando como hombres mediocres –volvió a repetir Dámaso en el mismo tono definitivo–. Medio aspirantes a humanistas o poetas u hombres de letras. No estoy seguro de qué es lo que somos, pero sí sé que se trata de algo mediocre.

–¿Y puedo preguntarle a qué se refiere, señor Valdaura? –le pregunto el señor Guzmán, evidentemente ofendido por la declaración de Dámaso.

–Pues a eso, al hecho de ser unos mediocres. ¿De qué hablamos aquí señores? De literatura nacional, de cultura; de ensayos críticos sobre Tolstoy o Dostoievsky.  De nuestros poemarios y ensayos. Yo, yo, yo; mi, mi, mi. Alabamos a los mexicanos por sus instituciones y sus avances culturales, y diría yo: ¿cuáles? A mí me parecen un grupo más grande que el nuestro de poetas y humanistas mediocres. Lo mismo ocurre en Argentina y Colombia. Generalmente se trata de un grupúsculo de artistas y hombres de letras con título y poseedores de grandes opiniones, que se reúnen con el objeto de oír sus voces educadas rumiando cualquier tema que escrito con mayúsculas suene a alta cultura. Fundan alguna revista o establecen grupos literarios o talleres de escritura o de arte, se ponen a machacar a Cortázar o a alabar la pirotecnia verbal de Dalton dos horas a la semana, o mastican durante meses las impresiones sobre la literatura rusa del siglo XIX y las técnicas de Stendhal y Marcel Proust. Publican un par de cosillas deficientes en alguna revista de prestigio donde destrozan con erudición a García Márquez o a Juan Rulfo, o simplemente escriben un par de cuadernos embadurnados de excremento poético, y terminan dando clases en un departamento de letras de cualquier universidad que esté dispuesta a tolerarles sus extravagancias intelectuales con tal de tener al gran monstruo de la literatura de tal o cual parte paseándose por sus aulas y ofreciendo declaraciones y entrevistas a estudiantes de tercer año. A eso me refiero, señores.

–Me doy cuenta de que está usted alterado hoy, Valdaura –declaró el doctor Mayorga en un tono condescendiente.

–En eso tiene razón, Mayorga –dijo Dámaso, con rapidez, sin ofrecer señal alguna de retractarse en lo que había declarado–. Me he sentido raro todo el día. Me siento terrible, a decir verdad. Es algo puramente personal. Formulaciones de un hombre enfermo. Pueda que tenga que ver con el calor, no sé.

–Me gustaría que me explicara exactamente a lo que se refiere, Valdaura –dijo el señor Guzmán, en un tono de voz que exigía explicaciones inmediatas.

–Pues la verdad es que no estoy muy seguro de lo que estoy diciendo, amigo Guzmán. Pero ya lo he dicho: son puras formulaciones sin fundamento.

–Pero es que lo que usted ha dicho tiene que ver con nosotros, Valdaura. ¿Se da cuenta usted de lo que está diciendo?

–¿Y usted cree, Guzmán, que es algo que acabo de inventarme? –Dámaso le miró directamente a los ojos.

–¡Supongo que no! –dijo el señor Guzmán acentuando la ironía en su expresión y agitándose en su asiento–. ¿Pero de qué se trata exactamente?, me gustaría saber –preguntó en el mismo tono inmediato–. ¿Qué considera usted que es un hombre de letras o un artista? ¿Algún pelele farsante de pelo largo que se embelesa con el rostro de la fulanita que trabaja en la tienda de la esquina, y escribe un par de tonterías o la pinta en un pedazo de lona?

–¿Y por qué no, Guzmán? ¿Acaso le ofende la noción de que un fulano cualquiera pueda ser poeta o artista? ¿Y qué si lo que ha hecho es algo bueno? Medianamente bueno, digamos. O mejor que la mayoría de divagaciones que a menudo encuentro en las revistas de arte y letras. ¿Cómo explicar semejante fenómeno? Yo soy de la opinión de que este milagro ocurre en la oscuridad. Y no estoy hablando retóricamente, señores. En la oscuridad, sí; es el milagro de la luz. El milagro de la coherencia de la vida… Y aquí voy yo de nuevo, usando semejantes palabrotas para describir algo tan fundamentalmente elemental, y sin embargo demasiado complejo para discernirlo.

–Usted habla, Valdaura, como si ya hubiera experimentado ese milagro –le acotó el señor Guzmán enfatizando sus palabras.

–Me halaga demasiado, Guzmán –le dijo Dámaso, estudiándole el rostro ahora. –Le diré sin embargo, que en muy pocas ocasiones, y apenas, lo he vislumbrado –agregó, relajándose en su silla–. Y conste que no quiero terminar como aquel personaje que dice: “Dios mío, ¿por qué me has dado tantos deseos, y tan poco talento?” Porque es eso lo que a menudo ocurre.

El doctor Mayorga se había sumido en un silencio reflexivo; daba la impresión de estar ordenando las palabras apropiadas en su mente, con la intención de descargarlas en la humanidad de Valdaura. Aunque más bien parecía un policía de tráfico que se encuentra de repente ante un embotellamiento denso y caótico, pero dispuesto a ordenarlo a como dé lugar. Seguidamente dijo:

–Esas son fuertes conclusiones, Valdaura. ¿No le parece que está siendo demasiado injusto con nosotros? Después de todo, nuestro objetivo es el de tratar de mejorar nuestra imagen cultural nacional ante la comunidad intelectual. Yo no le veo nada malo a eso. Mire que todo el mundo lo hace en sus respectivos países. Hay hombres que han dedicado su vida entera para alcanzar esas nobles metas.

–Quizás lo que me preocupa es el método –dijo Valdaura, aceptando las palabras del doctor Mayorga por lo que eran. Después de todo, ¡el hombre tiene metas nobles en mente!, se dijo Dámaso.

–Comprendo que le preocupe el método, Valdaura; eso significa que es usted un hombre de gran sensibilidad. Pero insisto en que alguien tendrá que hacer el trabajo administrativo en las cosas del intelecto. Y eso no significa que sea un trabajo que tiene que ser llevado a cabo por administradores; como tampoco por artistas, ¿me explico? Además, es obvio que estamos haciendo bien las cosas. Mire que en Humanidades tenemos a Arias y a Aragón, dos poetas de peso y credibilidad. Y en Artes tenemos a Mora y a Castro Cortéz, artistas plásticos reconocidos fuera del país.

–Siento no estar de acuerdo con usted, Mayorga, pero esos no son poetas –. A Dámaso le iba pareciendo que sus palabras adquirían un efecto tajante mientras hablaba–. Y no sé qué decir de los pintores, puesto que nunca he visto su obra.

–¿Qué quiere usted decir con eso, Valdaura? Que no son poetas. Solo tenemos que abrir sus libros para darnos cuenta de la profunda sensibilidad de esos individuos.

–Pues, que son “poetas profesionales”, he ahí lo que quiero decir. ¿Cómo explicarlo mejor? Hombres que han escrito cosas inteligentes e ingeniosas. Didácticas, si se quiere.  ¿Pero cosas hermosas? De eso no estoy muy seguro.

–¿Está usted sugiriendo entonces que estos individuos son unos farsantes?

–No es mi intención llegar a palabras tan fuertes.

–Pero es que tengo la impresión de que es a eso a lo que quiere llegar, Valdaura.

–Lo que quiero decir es… que como individuo preocupado por estas cosas del espíritu, lo único que sé es que no puedo respetar a esa clase de personas. Me parecen hombres sintácticos que coleccionan títulos y diplomas como si se tratara de terminar un curso de corte y confección o clases de cocina.

–¿Podría explicarse un poco más? Tengo la impresión de que existe una variable o un concepto que no llego a captar en su conversación.

–Les ruego me disculpen, señores –dijo Dámaso, haciendo un vago ademán con la mano. –La verdad es que ni yo mismo sé de lo que hablo. Me doy cuenta de que todo lo que digo suena destructivo. Aunque es así como lo entiendo –concluyó en un tono de voz definitivo.

Dámaso se calló; se pasó el dorso de la mano por la frente para cerciorarse de que en ese momento no padecía una suerte de fiebre que le hiciera actuar de aquella manera tan peculiar. Los otros dos hombres mientras tanto, le miraban con curiosidad. Si se levantaba de su asiento sería para marcharse, pensó Dámaso. Pero aquello podría ser tomado como un insulto o como una insolencia extravagante de su parte. ¿Marcharse sin dar más explicaciones? Imposible. Los dos hombres esperaban pacientemente a que Dámaso reanudara su teoría. ¿¡Teoría?! ¿Era eso? ¿Qué quería decir con eso de que aquellos hombres no eran poetas? Él apenas les conocía. Por un momento tuvo la impresión de que todo el asunto era una extravagancia de su personalidad. De su involuntaria calidad de observador. He ahí un ejemplo de cuando la tal cualidad podría resultar dolorosa. Y pensar que de allí derivaba su vigor mental.

–A decir verdad, Valdaura, no sé si estoy de acuerdo con usted en eso de que estos señores no son poetas –le interrumpió el doctor Mayorga, con gran convicción en lo que decía. –Yo he leído sus libros, sus versos, y allí hay belleza. No comprendo cómo puede usted decir que no hay cosas hermosas en sus trabajos.

–Tal vez eso signifique de que es mejor que abandonemos el tópico.

–Pero es que tengo curiosidad por saber más sobre su teoría.

De modo que sí es una teoría, se dijo Dámaso. Echó un rápido vistazo a su taza de café vacía y tuvo intenciones de ver qué le deparaba el destino para el resto del día en el fondo de aquella taza. Pero no encontró más que un residuo negro y repelente.

El rostro del doctor Mayorga aparecía deliberadamente inexpresivo, mirando de frente a Dámaso, esperando la respuesta de Valdaura. Ellos esperarían por mucho tiempo, porque precisamente esperar era su fuerte.

–Pues no sé cómo empezar –vaciló Dámaso momentáneamente–. Quiero decir, que es algo que no tiene una forma definida. Es solo una idea mía. ¿Una preocupación he dicho? Eso es, una preocupación. Una idea que he venido ponderando desde hace años; como si se tratara de una revelación cuyo conocimiento me sería confiado uno de estos días; de repente.  Y sin embargo eso es algo que sé que simplemente no ocurrirá. O es posible que ocurra el día en que me toque morir; quién sabe. Me refiero a las cosas de “la belleza” y de “la verdad”. Nociones, decimos. Pero, ¿qué son realmente estas cosas? ¿Cierta capacidad de sufrimiento acompañada por un brutal empeño en averiguar la futilidad del conocimiento de sí mismo? ¿La lucidez de la inteligencia ante la eterna indiferencia de la vida y de los hombres? A veces es solo la forma en que el sol se refleja en destellos multicolores sobre mi escritorio, o la plácida expresión en el rostro de mi hija cuando está leyendo; cierta posición de una silla en la sala de mi casa, o el color de una flor ya marchita. Me temo que no sé explicarlo bien, caballeros, y eso quiere decir que no soy muy elocuente. No quiero aburrirles con toda esta fantasía. Solo quiero agregar que quizás tendría que verse como la contemplación del horror y de lo bello en un eterno abrazo. Y aquí vienen de nuevo las frases totémicas de las que yo tanto sospecho. Aunque mucho me temo que esta clase de palabras es indispensable.  Quizá para mistificar aún más la sencillez del asunto. La futilidad de esa noble exigencia del espíritu: la verdad.

Dámaso volvió a callar. Fue una larga pausa de silencio. Esperaba que alguno de los dos hombres hiciera un comentario. Pero no ocurría nada.

Finalmente, el doctor Mayorga masculló:

–Pues es posible que tenga usted razón, Valdaura… Es muy posible…

–…Y quizás lo que debería preguntarme es por qué he dedicado la mayor parte de mi vida a perseguir esas cosas que a los ojos de otras personas son cosas fatuas, estupideces –continuó Dámaso en una voz suave. Había tomado un libro del estante del doctor Mayorga y ahora miraba la placa de un fresco indígena encontrado en unas cuevas cerca del lago de Guija: un guerrero con una fiera expresión de odio sostenía una serpiente emplumada entre sus manos. Se concentró en la expresión de odio del guerrero –: Arte, Belleza, La Verdad –dijo–. Todo para arribar a la sencillez del milagro de la vida. Me pregunto si teniendo otra oportunidad de vivir haría lo mismo, es decir, meterme a competir con otros en descubrir las cosas de la belleza y la sabiduría; o me dedicaría a hacer las cosas de los hombres, a vivir, a amar. –Dámaso hizo una breve pausa. –Pero quién sabe; el hombre es necio por naturaleza. Y ciertamente no soy yo la excepción. Me preocupa y me siento atraído por ese sentimiento trágico de la vida de ciertos hombres que se dedicaron a esas inútiles tareas, hombres como los que pintaron estos frescos –indicó con una inclinación de cabeza hacia la placa que observaba –. Esa proclividad por los asuntos que no tienen solución. Tome usted a cualquier artista de verdad: el enfermo del alma por excelencia. Encontrará en él a un tipo de carácter débil, frágil. Soñador. Un aristócrata del alma. ¿Pero de qué sirve todo ese refinamiento espiritual? ¿Adónde nos conduce? ¿Se le puede llamar felicidad? Con seguridad sé que conduce a una perniciosa lamentación del alma. Al fanático deseo de encontrar el hechizo que eventualmente le brinde coherencia a nuestros actos. Y todo para morir. Es posible que valga la pena entonces haber vivido. Solo para eso. Para encontrarse con esa lucidez que tanto obstaculiza las cosas del corazón. ¿Lo saben ustedes, caballeros?

Dámaso volvió a callar.

–En fin, señores –agregó Dámaso, cerrando el libro y volviéndolo a su lugar original–, tengo la impresión de haber hablado demasiado de estos asuntos. Es uno de esos temas imposibles. Espero me comprendan. Sé que ustedes se estarán preguntando: ¿Y con qué autoridad nos juzga tan duramente este impertinente de Valdaura? Si me lo preguntaran, no sabría contestarles, caballeros. Pero creo que existe un conocimiento tácito entre nosotros, y ése solamente exige el protocolo de la inteligencia para entenderlo. Tengan la seguridad de que se trata de un estado de ánimo. Tan sencillo como eso. Y tan complicado.

Dámaso procedió luego a despedirse.

*

UNA vez en la calle decidió caminar hasta su casa. La tibia tarde tropical de junio se transformaba lentamente en un líquido claroscuro; el cielo ostentaba gigantescos manchones color lila que se fundían entre el gris perla de las nubes, donde empezaban a notarse diminutos puntos brillantes. El efecto de la tarde fue relajante en el ánimo de Valdaura. Echó a andar calle abajo en dirección a su casa, contemplando el cielo que oscurecía y que daba paso a una noche que traía consigo la vieja premonición de la muerte. Llegó a la altura de la capilla de San José de la Montaña, y caminó a lo largo del desteñido muro de piedra colmado de hibiscos en flor. Todo parecía suspendido en un aire de placidez. La atmósfera tomaba una textura densa y tranquila y el cielo se despejaba indolente, colmándose de estrellas. Del vientre de la ciudad provenía un murmullo ansioso, prolongado. Dámaso Valdaura encendió un cigarrillo. Decidió apresurarse al notar el aspecto triste de la solitaria calle. Pensó que sería bueno buscar un taxi o tomar el bus.

No había nadie en la calle, cosa extraña, ni un alma caminaba por las aceras ni se veían taxis ni buses. Las luces en las tranquilas fachadas de las casas de la colonia Flor Blanca parecían cada vez más tenues y lejanas en la densidad de la noche. Caminó por el lado del colegio García Flamenco cuyo edificio aparecía sumido en impenetrables tinieblas, y siguió calle abajo buscando el bullicio del bulevar de Los Héroes. Al llegar allí se detuvo un momento para contemplar la animación popular de los restaurantes ante los cuales se habían detenido varios automóviles. La luz que emitían los postes de luz eléctrica oscilaba en destellos de un intenso color anaranjado. Más allá en la distancia, una fila de palmeras se agitaba por el efecto del viento cuya presencia no se sentía. Y por encima de la ciudad, más allá del horizonte, el silencio era tan profundo como el oscuro universo. Después de todo no todos tenían miedo de vivir a su manera, se dijo Valdaura pensando en lo que había dicho a sus compañeros de trabajo. ¿Qué habría querido decir cuando hablaba de sentir cierta atracción por el sentimiento trágico de la vida? He ahí otro ensayo, se dijo Valdaura mientras una triste sonrisa se dibujaba en sus labios. Se llevó la mano a su pecho. Sintió los pausados latidos de su corazón que parecían apagarse y confundirse con una emoción nueva y extraña que empezaba a embargarle.

Momentos después Dámaso se entregaba al cielo entero que se extendía como un manto protector sobre su humanidad deseosa. La divina substancia infinita y absoluta donde las estrellas recorrían sus caminos en aquel espacio sin límites, le acogió como a uno de los suyos mientras su garganta se llenaba de gemidos de amor.

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