LOS VIEJOS CELADORES DE MI BARRIO – Marlon Chicas. El Tecleño Memorioso
“Ave María Purísima, las diez de la noche y todo en calma” jaculatoria que en la Edad Media era utilizada por celadores o serenos, que tenían por oficio vigilar el cumplimiento de las normas, el orden y otras tareas de apoyo, en establecimientos públicos. Con lámpara en mano, recorrían calles y avenidas de grandes metrópolis de Europa y otras ciudades coloniales de “Nuestra América”, como decía el poeta José Martí.
En el barrio El Calvario, en Santa Tecla, fue notoria su presencia siempre, guardando el orden y el respeto a los bienes de quienes les contrataban. Los celadores eran hombres de avanzada edad, que en su mayoría cumplieron su tiempo de servicio militar, viviendo toda clase de situaciones propias de la época, en lo referente a vida y alimentación, al final se iban con la famosa “platada”, el dinero o “pistillo” que recibían una vez concluido el tiempo de trabajo.
Presente está en mi retina, la figura regordeta y de baja estatura de don Santos (+), tez rosada, nariz achatada y labios gruesos, residente del barrio. Con artritis en una pierna recorría las calles con su característico atuendo: gorra, chamarra negra y silbato, el cual hacía sonar con todas sus fuerzas, señal inequívoca de su presencia; al cinto, su infaltable 38 cañón largo, que en más de una ocasión, le fue robada por los amigos de lo ajeno.
Ante el fallecimiento de don Santos, lo sustituyó Juan Pablo (+), larguirucho, tez morena y dientes de oro, siempre en compañía de su fiel “Canela”, una perrita callejera, con quien vigilaba las calles del sector, con afilado machete a la cintura y linterna. Juan Pablo expelía bocanadas de humo del cigarro, que lo mantenía alerta del peligro y alejado del sueño.
Juan Pablo eran miembro de la extinta Asociación de Vigilantes Independientes de Nueva San Salvador (AVINSS), adscrita a la desaparecida Policía Nacional, quien supervisaba sus servicios “al menos en el papel”. Los últimos días del mes se encargaba de cobrar religiosamente, casa por casa, a los parroquianos del barrio, los honorarios por sus servicios, los cuales dependían de la capacidad de pago del contratante, oscilando entre tres hasta diez colones.
Como todos buenos vigilantes, brillaban por su ausencia ante hechos delictivos, poniendo en práctica sus palabras “El salario es muy bajo, que no vale la pena exponer la vida ante el peligro”; pero, cuando todo había sucedido, como Superman llegaban imponiendo un seudo-orden, lo que generaba reclamos entre los usuarios y la rechifla, que nunca faltaba, de algunos vecinos.
Con el pasar del tiempo, los vigilantes o celadores nocturnos, también conocidos como serenos, decayeron en la ciudad, entre otras razones por la convulsión social de la época. El auge de los movimientos revolucionarios, los puso en el ojo del huracán, debiendo renunciar a dicha actividad. Es importante resaltar que, pese a todo, su presencia fue vital, como elementos disuasivos, ante uno que otro ladronzuelo, puesto que los niveles de delincuencia de aquellos tiempos eran relativamente mínimos. Aunque parezca contradictorio, existía un código de honor entre los atracadores, de no delinquir en su zona de residencia.
Otra característica peculiar entre los celadores nocturnos, era la picardía de sonar sus silbatos a ciertas horas de la noche, para posteriormente irse a dormir a su casa o realizar incursiones románticas en casas de damas comprometidas o de personal doméstico, aprovechando la ausencia del esposo o compañero de vida de las féminas. Esto terminaba, en ocasiones, en un cómico zafarrancho, poniendo en desbandada al susodicho, al ser perseguido por los enfurecidos cornudos.
En la actualidad, su presencia en los barrios es cosa del pasado, Ahora, son los tiempos de la “seguridad privada”, que bien mereciera otra columna.
En conclusión, agradecimiento a la memoria de los honrados hombres que ejercieron tal profesión, sacrificando su “feliz descanso” por el descanso nocturno de otros. Todo en aras de la tranquilidad de los tecleños de ayer.