Carlos Burgos
Fundador
Televisión educativa
Por poco me convierto en vampiro.
Vivía la década de los años cuarenta en mi terruño, sovaldi Cojutepeque, sovaldi a veces viajaba con mi hermano Roberto al cantón El Carmen del municipio de Santa Cruz Michapa, try donde mis padres tenían un terreno.
En un paredón de la carretera Panamericana existía una cueva grande y profunda. Los cipotes nos deteníamos para curiosear en su interior, pero los mayores nos decían que allí vivía el diablo, duendes y fantasmas. Nosotros queríamos entrar, pero nos confirmaron que además existían culebras, arañas venenosas, alacranes y otros bichos. Entonces gritábamos y lanzábamos piedras. Salían volando miles y miles de murciélagos que oscurecían el pedazo de cielo que cubría nuestras cabezas. Teníamos temor porque nos habían asegurado que eran vampiros menores, que chupaban sangre humana y podrían tener rabia, y pronto moriríamos.
Si no moríamos nos convertiríamos en vampiros menores y pasaríamos a vivir en cuevas oscuras para siempre, esperando a quien succionarle la sangre para sobrevivir. Creíamos y no creíamos, pero pasábamos a mirarlos. En cierta ocasión cayó uno al suelo. Le pusimos en el hocico un cigarro encendido y nos admirábamos cómo echaba humo. Fumaba como un humano.
Pasaron los años y también mi cipotez. Quise olvidar todo lo relacionado con los «murcios», pero en mi hogar por la noche aparecían y se colgaban del techo de la cocina, y por la mañana encontrábamos en el piso los desechos de capulines, cerezas, nances y otras frutas pequeñas, las frutas más grandes las mordían en el árbol. Un vecino me recomendó colgar cabezas de ajos en los lugares donde se posaban. Lo hice y al entrar a la cocina predominaba el olor a ajo crudo. Ya no llegaron a la cocina.
Después se ubicaban en el techo de un pasillo, colocamos tiras de papel plateado cortado como flecos, que con el viento se movían y relumbraban. Los «murcios» no volvieron por algunos días.
Los fines de semana nos íbamos a una finca ubicada en el cantón Palo Pique, jurisdicción de Ahuachapán, para librarnos de los «murcios» de la capital. Contamos con una amplia casa antigua con artesón de madera y tejas de barro. Pero aquí también había murciélagos por la abundancia de frutas, y por las noches sobrevolaban el espacio de los dormitorios. Ya acostados oíamos el aletear y nos parecía que en picada pasaban sobre nuestras cabezas. Qué preocupación, ya sentía que me chupaban la sangre y me convertía en vampiro.
Con el joven que nos cuida el terreno, Osmín, colocamos zaranda fina en el espacio entre la pared y las tejas. Ya no entraron, solo oíamos que aleteaban alrededor, cerca de la zaranda. Pero con los días le abrieron hoyos para penetrar y seguimos con la angustia.
Osmín, campesino nahuat, originario de las montañas de Tacuba, pensó que también él corría el riesgo de convertirse en vampiro, y recordó que tenía cierto poder de shaman y dispuso hacer una limpia a la casa. Con ramitas de ruda formó un ramo que amarró al extremo de una vara, y pronunciando frases y oraciones que no entendí, frotó con el ramo el techo, vigas, cuartones, costaneras, pilares, paredes y puertas de la casa. Yo dudaba que esto diera resultado positivo y esperé. Pero qué sorpresa: esa noche no llegaron los murciélagos ni las siguientes noches. Dormíamos con tranquilidad en un clima agradable.
En mi cartera de bolsillo siempre cargo unas hojitas de ruda y nunca me han robado o ¿será porque siempre la ando limpia sin un cinco?
Sin ninguna duda creí en el poder de shaman de Osmín, porque yo sabía que las cosas tienen ánima y también habría que hacerles limpias. Y sin que nadie me viera preparé un ramito de ruda y con mucha fe barrí mi cuerpo.
Y no me lo van a creer, sentí que me convertí en un hombre puro, sano, alegre, sin temor a los «murcios» ni a espíritus malignos.
Estimado lector, ya puede ir preparando su ramito de ruda.