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Luchar por la justicia climática

Guillermo Kerber
Tomado de Agenda Latinoamerican

Los medios de comunicación presentan a diario situaciones alarmantes que reflejan la crisis ecológica que vive el planeta: la contaminación del aire de las grandes ciudades, del agua de los ríos y océanos, la deforestación de la Amazonia y de otras regiones, la desertificación, la contaminación debido a los desechos industriales o familiares, etc. A olas de calor sin precedentes se suman lluvias torrenciales, sequías persistentes, signos inequívocos del cambio climático.

Ante esta situación podemos preguntarnos: ¿qué puedo hacer yo? ¿De qué sirve mi acción frente a una crisis que tiene dimensiones mundiales y que conduce, inexorablemente, a un cataclismo sin precedentes?

El teólogo brasileño Leonardo Boff titulaba uno de sus libros: “Ecologia Grito Da Terra, Grito Dos Pobres” (Atica, 1995). En la encíclica Laudato si’ (LS) el papa Francisco invita a escuchar el clamor de la tierra y el clamor de los pobres (LS 49).

Sabemos que, si bien oír, escuchar, estos dos gritos es muy importante, oír sólo no alcanza. Debemos actuar. Porque la tierra y los pobres gritan a causa de la injusticia que viven. Una injusticia que no es reciente, sino que lleva siglos. Por eso desde hace años, como una de las formas de responder a esta situación, se habla de justicia climática. “Hacer justicia” a los pobres y a la tierra es un imperativo en la situación actual. ¿Por qué? ¿Cómo hacer justicia?

Un primer paso, a mi modo de ver, es reconocer que el cambio climático que vive actualmente el mundo es producto de la acción humana. Los informes a lo largo de varias décadas del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (GIECC) de la ONU, compuesto por más de seiscientos científicos en 130 países, han mostrado las causas y los efectos del cambio climático y la responsabilidad de los seres humanos en éste. En particular, la emisión de los llamados gases de efecto invernadero (GEI), y entre ellos el CO2, han contribuido sustancialmente en los últimos dos siglos al calentamiento del planeta.

Los informes del GIECC muestran que el cambio climático no afecta a todos por igual. En los informes el término “vulnerabilidad” es utilizado para referirse a las comunidades que más sufren hoy y que más sufrirán en el futuro los impactos del cambio climático. Las comunidades vulnerables son aquéllas que viven en algunas determinadas zonas geográficas, por ejemplo, en zonas costeras o islas pequeñas, y también las comunidades que tienen menores recursos económicos para responder a los efectos del cambio climático. Como dice uno de los informes del GIECC “las comunidades pobres podrían ser especialmente vulnerables, en particular las que se concentran en áreas de alto riesgo”. Hay otros grupos que son presentados como más vulnerables: las comunidades indígenas, los niños, los ancianos.

Es importante constatar además que no todos han contribuido de la misma manera al cambio climático. Los que más sufren y más serán afectados en el futuro son aquéllos que menos han contribuido a las causas del cambio climático. ¿No es esto una injusticia? La justicia climática subraya que los que más han contribuido a la crisis climática tienen una responsabilidad para con la Tierra y los más afectados.

Esta responsabilidad es reconocida en los Principios de Rio, que son el marco de tres convenciones internacionales (sobre el cambio climático, sobre la diversidad biológica y sobre la desertificación) adoptadas en la Cumbre de la Tierra celebrada en Rio de Janeiro en 1992. El año próximo conmemoraremos treinta años de estas convenciones.

La Convención sobre el Cambio Climático, por ejemplo, reconoce la responsabilidad histórica de los países industrializados ya que “tanto históricamente como en la actualidad, la mayor parte de las emisiones de gases de efecto invernadero del mundo han tenido su origen en los países desarrollados”. Debido a esta responsabilidad histórica,  los países industrializados deben no sólo reducir drásticamente sus emisiones de CO2 (mitigación) sino contribuir financieramente a que los países en desarrollo afectados puedan responder a los efectos del cambio climático (adaptación). En treinta años, sin embargo, los diferentes fondos internacionales creados para ayudar a los países más vulnerables no han logrado recolectar sino sumas irrisorias frente a las necesidades.

Otro principio afirma: “Las Partes (que firman la Convención) deberían proteger el sistema climático en beneficio de las generaciones presentes y futuras, sobre la base de la equidad y de conformidad con sus responsabilidades comunes pero diferenciadas y sus respectivas capacidades”. Al aludir a las generaciones presentes y futuras, tomamos consciencia de que el problema que hoy vivimos no es sólo algo que nos afecta a nosotros, sino que tiene consecuencias para el futuro. Es lo que se llama justicia intergeneracional. La justicia climática implica, pues, superar una mirada egoísta y cortoplacista y asumir el deber de legar un planeta con condiciones de vida al menos similares a las que ha recibido nuestra generación. El principio menciona también la equidad, que desde la perspectiva de la justicia climática es fundamental, habida cuenta de las desigualdades en la responsabilidad y los efectos en relación con el cambio climático.

Vale la pena seguir analizando los principios e invitamos al lector a hacerlo, pero la falta de espacio nos obliga a contentarnos con comentar estos dos.

Los Principios de Rio ofrecen perspectivas sumamente ricas para comprender qué significa la justicia climática. Treinta años después de haber sido proclamados debemos reconocer que muy poco se ha hecho en la comunidad internacional para llevarlos a la práctica. Por ejemplo, las Conferencias de Estados Parte de la Convención sobre el Cambio Climático celebradas anualmente han llegado a acuerdos que no responden ni siquiera mínimamente a las consecuencias que hoy experimentamos. Y hay países que boicotean estos instrumentos internacionales. Estados Unidos, por ejemplo, se ha negado a ratificar el Protocolo de Kyoto de 1997, el instrumento vinculante de la Convención sobre el Cambio Climático y se ha retirado, bajo la administración Trump, del Acuerdo de París de 2015, que, aunque insuficiente, propone algunos compromisos para luchar contra el cambio climático.

Junto a varios países que en su política interna y externa niegan el cambio climático muchas empresas multinacionales para las cuales el lucro es el criterio preponderante, continúan con políticas extractoras y de explotación de recursos naturales que perpetúan la destrucción de la naturaleza y de los humanos que habitan las regiones más vulnerables. El reciente Sínodo Panamazónico en su Documento Final (DF) reconoce que ” una de las causas principales de la destrucción en la Amazonía es el extractivismo predatorio que responde a la lógica de la avaricia, propia del paradigma tecnocrático dominante “ (DF 67). Una y otra vez el documento va a llamar al cuidado de la Amazonía como expresión del cuidado de la “casa común”, expresión tomada de Laudato si’. En la encíclica, en reiteradas oportunidades el papa afirma el “valor en sí mismas” de todas las creaturas (e.g. LS 69), es decir que no están subordinadas a la utilidad que puedan tener para el ser humano. Según esta perspectiva, la justicia climática no debe considerarse sólo en función de la injusticia hecha a los seres humanos sino a todos los seres creados. Tiene sentido pues, hablar de una justicia de la tierra, ya que ella, como los pobres, son las víctimas de la acción humana depredadora y excluyente.

Ante la gravedad de la situación y la insuficiencia de las políticas ambientales, la tentación es de dejarse vencer por la desesperanza y responder a las preguntas que planteaba al inicio por la negativa. No podemos hacer nada, no sirve de nada lo que cada uno pueda hacer.

Sin embargo, en este contexto de crisis climática la frase de la carta de San Pablo a los Romanos “esperar contra toda esperanza” (Rom 4,8), adquiere otra dimensión. Teniendo en cuenta lo que nos dice la ciencia, reconocer que los pequeños gestos cotidianos de cuidado de la creación tienen sentido, perseverar en la incidencia política a nivel local, nacional e internacional a pesar de los fracasos y los magros resultados, apostar por experiencias comunitarias de economía social y solidaria, son algunos de los signos de vida y esperanza que el mundo necesita imperiosamente.

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