Moema Miranda
Tomado de Agenda Latinoamericana
Durante los últimos dos años, cada uno de nosotros ha experimentado -ciertamente- la desgarradora sensación de no tener más lágrimas para llorar a sus muertos. Las personas arrebatadas por el Covid -muchas veces enterradas sin despedida, sin rito, sin velorio- caminaron hacia la eternidad a la par de innumerables líderes y defensores de los derechos socioambientales, asesinados; de mujeres víctimas de feminicidio; de jóvenes negros eliminados en nuestras ciudades. Entre las muertes por las que lloramos, hay una inmensa cantidad de árboles cortados en la Amazonía, en una deforestación récord. Casi 3 mil millones de animales incinerados en Australia y un número no registrado de incendios que se propagaron en varios biomas de América Latina. Corales sin vida, peces envenenados con plástico, glaciares y glaciares derretidos. Quizás nunca como antes, la profunda interconexión de la vida -de toda la vida- fue tan evidente, tan cercana, como durante la pandemia de Covid 19. Con conmoción nos damos cuenta de que aquí en la Tierra, la muerte también es parte de esta inmensa conexión cósmica. “Todo está interconectado” (Encíclica Laudato Sí): vida y muerte. Por eso lloramos hasta que se nos acaban las lágrimas. Gritamos. Denunciamos. Luchamos. Y, sin embargo, los más fuertes y ricos no tienen “ojos para ver” ni “oídos para oír”.
La fuerza devastadora y el hambre insaciable de los gigantes -de los conglomerados multinacionales y multimillonarios- como la de los gigantes que vivieron aquí antes del Diluvio, según el Génesis (Gn 6, 1-8), siguió su curso, esparciendo el terrible aliento de la muerte, del calentamiento, de la extinción. Cuenta el relato bíblico que cuando los gigantes y los hombres se unieron para la destrucción, “Yahvé se arrepintió de haber hecho al hombre en la tierra y le dolió el corazón”. (Gn 6,6) La gran tristeza de Dios lo llevó a una terrible decisión: “eliminaré de la faz de la tierra a los hombres que creé, y también a los animales, reptiles y aves del cielo, porque me arrepiento de haberlos hecho. (Gn 6,7) En la tradición judeocristiana la interconexión entre todos nosotros, criaturas del Dios de la vida, es intrínseca y necesaria, tanto en la vida como en la muerte. Una relación visceral, uterina.
No podemos ser humanos sin el cosmos, sin la Tierra y los habitantes con quienes compartimos el mismo destino cósmico. Sabemos que para la ciencia -y estos son datos para todas y cada una de las ciencias del sistema terrestre- el mundo puede estar sin nosotros, los humanos. Así fue durante miles de millones de años. Pero para nuestra tradición religiosa, también somos intrínsecos al proyecto amoroso del Dios Creador. El mundo, tal como lo soñó Dios, ya debería estar con nosotros. ¡No para nosotros! Y aquí, el terrible error de la lógica de la privatización y la acumulación ilimitada, revelado en el hambre insaciable y destructiva de los gigantes, los de antes y los de después del Diluvio.
La pandemia de Covid 19, por sus efectos tan cercanos y, al mismo tiempo, tan globales, hizo más evidentes los lazos de dependencia mutua. Sin embargo, el exceso de muertes y la forma en que han sido maltratadas por muchos líderes en el mundo, aumenta un riesgo terrible: la banalización de las muertes evitables, de las muertes violentas. Riesgo de crear, como humanos, una insensibilidad ante lo absurdo. Algunos psicólogos advierten que, ante situaciones tan extremas y sin precedentes, se crea una insensibilidad autoprotectora. Una especie de “negación de la realidad”, ver sin ver. Un no mirar profundamente. Sabemos, como nos enseñan los científicos del Sistema Tierra, que en temas ambientales existen los “puntos de no retorno” (los “puntos de inflexión”, en inglés). Un punto desde el cual la acción humana ya no puede evitar la degradación. Es así con el bosque, que después de cierto punto de deforestación ya no es capaz de regenerarse. Lo mismo ocurre con los corales o las abejas. Los psicólogos dicen que, en términos emocionales, comenzamos a correr el riesgo de un “punto sin retorno” de nuestra insensibilidad ante tantas muertes, humanas y no humanas.
Ante este inmenso riesgo, que nos haría inertes a las catástrofes que nos asolan, ¡debemos activar todos nuestros mecanismos de alerta! Redescubrir los caminos del encuentro y la sensibilidad. El gran pensador judío Martin Buber escribió en 1923 que “toda vida verdadera es un encuentro”, en la relación profunda “Yo y Tú”. Relación a partir de la cual constituimos un “yo” que es nuestro.
Como recuerda uno de sus comentaristas: “no es sólo otro ser humano el que se convierte en un Tú para mí, sino también un animal, un árbol, una piedra y, a través de todos ellos, Dios, el Eterno Tú”. (Buber, Martin. Del diálogo y lo dialógico. São Paulo: Perspectiva, 2009).
Creo que el camino del encuentro, que es el sello de toda “vida verdadera”, presupone en este momento la dignificación de la muerte. De todas las muertes. Dignificar la muerte de hermanos y hermanas, la muerte de árboles, ríos, glaciares. La muerte de cada uno de ellos debe ser rescatada para que su vida sea dignificada. Sea sentida y vivida como “vida verdadera”. Y rescatar significa, en este momento apocalíptico, ir al sentido más profundo de la palabra “apocalipsis”. Como bien sabemos no significa “fin” o “fin del mundo”. Significa revelación. Ver sin velos. Hacer accesible a la sensibilidad y la comprensión. Ver profundamente el proyecto de ecocidio que estamos viviendo por la insaciable acumulación de capital. Proyecto de intención de muerte, o necropolítico, como lo llama un filósofo contemporáneo.
Gobernados por la lógica del mercado, de acumulación ilimitada, pereceremos. Los filósofos de la ecología ahora comprenden lo que los pueblos indígenas nunca han olvidado: “la criatura que vence a su entorno se destruye a sí misma” (Bateston, G. Steps to an Ecology os Mind, Northvale, Londres: Jason Aronson Inc., 1987). La idea de que el “individuo” puede acumular bienes ilimitados que extrae de su entorno, del suelo que pisa, del aire que respira, es absolutamente suicida y exterminista. La conciencia de la incompatibilidad entre la lógica de la acumulación ilimitada, guiada por los principios del mercado, y un planeta donde la vida es un encuentro, nos exige duelo y lucha. Debemos tener tiempo para acoger nuestro dolor. Hay que valorar las muertes y, en comunidad, hacer el duelo: luchar. A partir de ahí, como enseña nuestra tradición latinoamericana, buscar las raíces de las muertes injustas e injustificadas que no se pueden consolar. Unidos por el duelo, nos encontramos en comunidad, en la lucha por la justicia y la paz.
Estos tiempos exigen un nuevo compromiso apocalíptico. Nuevas alianzas comunitarias que nos permitan ver y revelar el Mal. Nombrar, como lo hizo el Papa Francisco, la “economía que mata”. Y, en esta dinámica, pasar del duelo a la lucha. Un duelo ecológico. Una lucha ecológica por un Reino de Justicia y Paz ¡Que nuestro duelo tenga fuerza de Vida! ¡Maranata!