René Martínez Pineda
Sociólogo, UES
Quino, le dio otra connotación al humor dotándolo de un silencio ruidoso –en sus primeros días sin personajes claves y, después, de la mano de Mafalda- de cara a impactar en el imaginario colectivo fundado en la búsqueda de la utopía de un mundo mejor. El entrañable mendocino nos mostró que existen mil formas de hablar en silencio y que las personas pueden protestar desde una historieta: el ser humano entra en la historieta para recuperar su humanidad, y la historieta entra en el humano para darle sentido ético a las luchas como construcción de futuro, tal como insinúa Mafalda en esta pregunta de perfil sociológico: “Papá, ¿dónde vive la gente que todavía no nació?” El silencio en los reaccionarios e imbéciles es una bendición social; por otro lado, el silencio es un bullicio de esperanzas en los genios, un hablar sin abrir la boca, y esto es lo que hacen los personajes de las historietas que se convierten en elementales.
Sin duda, Quino hizo del silencio el mejor orador del mundo, y de Mafalda la socióloga de las causas encontradas (que no las perdidas) al darle a ella una inteligencia mundana y una dignidad fuera de este mundo. Eso hizo y, con ello, puso el horizonte de la revolución social en la vecindad de los principios. Y así, de golpe, Mafalda organizó a sus amigos y familiares en el gremio de lo cotidiano. Joaquín Salvador Lavado, lavando la suciedad de la política reaccionaria con el jabón de la conciencia, cruzó la frontera de la apatía para conquistar el territorio del poder social de la mano de la niña y, con unas cuantas frases, rompió la rutina de los imaginarios sin imaginación: “Voy a jugar a la libertad. ¿A la libertad? Y ¿cómo?” –le pregunta, Felipe, a Mafalda. “Pues así… con una lamparita quemada en la derecha… y un libro de cuentos en la izquierda”, le responde.
En la década-Kennedy idealizada por los mojones puestos por las dictaduras militares para medir el continente, Quino se atrevió a protestar. En los recuadros de su historieta mandó a la mierda todo, menos la denuncia punzante y la maniática lucidez ideológica: tomó la palabra con los dibujos; asumió la secuencia analítica de lo cotidiano y las consecuencias por ser extra-mundano: en cuestión de días, rehaciendo el mundo, creó un personaje con su costilla izquierda y al séptimo día pobló su vecindad con otros del mismo talante. Con el peso de la historia sobre el lápiz, Quino condenó al exilio ideológico a personajes como Popeye, Daniel el Travieso, la pequeña Lulú, Mickey Mouse, el Pájaro Loco, Batman, Los Picapiedras, entre otros. La guarida secreta de Mafalda estaba ubicada en los kioscos de revistas de Buenos Aires (la Avenida Corrientes era la emblemática porque la niña combinaba con los teatros de “la calle que nunca duerme”), y con ello reconquistó el espacio público que había sido convertido en “el patio trasero de la hegemonía cultural” de los diarios, las revistas amarillistas o rojas y los pasquines de chistes picarescos o triviales. Quino ocupó -desde el día en que Mafalda fue presentada en sociedad (Revista Primera Plana, 29 de septiembre de 1964)- el tiempo-espacio de la contra-cultura como instinto de sobrevivencia de la ilusión y como forma para darle forma a la complicidad colectiva que se requiere para cambiar la realidad usando una historieta para niños que no era para niños. Es que, dijo Mafalda, “de vez en cuando conviene sacar a pasear un poco el instinto”.
Ese instinto salió a la calle durante una década con tirajes de hasta doscientos mil ejemplares y, por fascinantemente universal, fue traducido a unos treinta idiomas; casi una década de historietas que se leen y releen más allá del tiempo porque lo trasciende desde la dignidad; porque siempre son una grata sorpresa del humor perfecto; porque son una obra maestra del lápiz pensante; porque son una enciclopedia de los militantes del tiempo: el pensamiento creativo, el temor a tener temor, la ilusión como doctrina política, los conflictos como victorias, y la opinión de clase de la clase urbana que, gozando artificiales delirios de grandeza, no sabía que estaba en el purgatorio de su tragedia identitaria y económica. “Como siempre –dijo, Mafalda- apenas uno pone los pies en la tierra se acaba la diversión”.
Durante una década, la niña argentina más famosa del mundo le arrebató la palabra a la conciencia espejo de los habitantes de la “ciudad mutante”, y a través de ella Quino expuso sus ideas y lanzó dolorosos dicterios sin perder la elegancia ecléctica de su humor. Hablando y callando; callando y hablando; dibujando y denunciando; denunciando y dibujando el comic de la conciencia, así transitaron, Mafalda y Quino, las décadas finales del siglo XX. Los recuadros de la historieta convertidos en universo alterno dan testimonio de los trazos impecables de quien supo para qué sirve la ironía cultural como argumento político y, para ello, es menester vivir en el vecindario del mundo entero.
Y es que el Quino nacionalizado como ciudadano de las ciencias sociales –crudo o simbólico– todavía nos invita a crear la que llamaría “Sociología de las Historietas”, porque le dio evocación herética al dibujo como extensión estética de los cuerpos-sentimientos que toman presencia en la ausencia. Salvador Lavado, salvando al mundo de la peste de la apatía al lavar su conciencia, supo reinventar la protesta gráfica en cada tira. Quino, el humorista gráfico más serio y universal. El Quino, como creación de Mafalda, se convirtió en menos de dos meses en el pregonero y acusador de la incorrectamente llamada “clase media” argentina que se presentaba a sí misma ante el mundo como: la clase más erudita y refinada del Sur; la mejor informada de la región gracias a la lucidez humorística de Les Luthiers; y, ante todo, la heredera universal del santo grial de las ideas progresista de los años iluminados por el Che. La Mafalda, como creación de Quino, es una hipérbole de la dignidad; una insurrección de la memoria; una metonimia de la protesta; un golpe de Estado a la costumbre de ser acríticos y pendejos; un disturbio mortal en la cárcel del silencio atroz; un motín sangriento en el mar tenebroso de la sopa como metáfora del capitalismo. “No puedo tomar la sopa, porque soy una viejita de pulso tembleque y se me cae toda ¿ves?”, le dice, a su madre. “Está bien, venga la cuchara. Yo te doy la sopa. Pasa que soy viejita, no estúpida”, responde, Mafalda. Esa respuesta basta para apagar la luz y salir a buscar la razón del debate civilizatorio. Total: “Errare políticum est”.
Quino ha muerto y Mafalda es la niña triste más hermosa del mundo; la niña que se fue a sentar la banca en la esquina de la calle Chile y Defensa y ha jurado no moverse de ahí nunca más. La nostalgia me lleva a La Giralda a saborear un chocolate con churros mientras comento con mis hijos la irreal genialidad de un hombre común que nos sacó de lo común.