Álvaro Darío Lara
Escritor y docente
De paseo, encuentro, una vez más, a don Marlon Chicas, el tecleño memorioso, saboreando un rico dulce de “leche de burra”. Ahora don Marlon, nos regala esta joya: “En nuestras villas, pueblos y ciudades, abundan las tradiciones, costumbres, vestuarios, gastronomías, entre otras características propias de cada lugar. De igual forma, existen personalidades que descollaron en el mundo de las letras, música, artesanías, religión y filantropía.
Como en anteriores ocasiones he manifestado, Santa Tecla, es la cuna de grandes personajes de la historia, que dieron gloria a la Ciudad de las Colinas. Deseo referirme, en esta ocasión, a una celebridad que no brilló ni por su alcurnia, cultura e inteligencia, sino más bien por sus ocurrencias y en ocasiones, por su agresividad ante sus interlocutores.
Fornido, de abultado estómago, cabello relamido, descamisado, pantalón desgastado, mecate de cinto, ruedo pasa-río, descalzo, sonrisa intrigante e inseparable escobetón. Los tecleños recordamos a Mamá Yeya (+), figura característica de la estampa colinera, recorriendo con sus callosos pies, calles y avenidas; barriendo por doquier a cambio de un par de monedas.
Asiduo visitante de los atrios de las iglesias locales, solía ubicarse a la entrada de los templos y con mirada picaresca se acercaba sigilosamente al sexo femenino, sonriéndole: ´ ¡Vengo llegando de Santa Ana, y no he tomado café!´ Acto seguido se golpeaba con fuerza el estómago afín de intimidar al transeúnte y obtener el dinerito.
Mamá Yeya portaba siempre su gigantesco escobetón, elaborado de vara de bambú y palmeros, con el cual barría aceras, parqueos, atrios de iglesias y otros lugares, dejando escuchar su voz con otra de sus célebres frases `¡Mire cómo queda, mire cómo queda!`.
Recuerdo la ocasión que siendo un chiquillo de nueve años, en el antiguo templo de Nuestra Señora del Carmen de Santa Tecla, fui enviado, por los reverendos padres, a cambiar la cartelera de avisos parroquiales. En el camino encontré a Mamá Yeya, furibundo, quien al verme comenzó a solicitarme `unas moneditas`, pero golpeando con insistencia y desesperación su estómago. Aquello me puso tan nervioso, que ni siquiera logré cerrar el candado de la vitrina de avisos. Apresuré el paso, ya que este hijo de la luna, me perseguía, clamando por su cafecito y por sus monedas, a Dios gracias, lo dejé atrás en un santiamén.
Se dice que Mama Yeya perdió la vida a manos de otro miembro del sindicato de la locura, de lo cual no puedo dar fe, siendo la última ocasión que pude verle en 1996, en las cercanías de lo que hoy es el Mercado Dueñas.
Hablar de Santa Tecla y de estos apreciados personajes significaría varios escritos. Sin embargo, he deseado reconocer póstumamente a este simpático parroquiano de la Ciudad de las Colonias, ¡perdón! de las Colinas (¡ya se me pego!) ya que de poetas, músicos y locos, todos los tecleños tenemos un poco.
`¡Señor, vengo de Santa Ana caminando y todavía no he tomado café!´ ¡Hasta siempre Mamá Yeya!”.