Álvaro Darío Lara
El centro de San Salvador exhibe como joyas de otros tiempos, magníficas arquitecturas del siglo XIX y XX, que, aún se yerguen altivas. No hay duda, la ciudad es una las ciudades más antiguas, fascinantes y dinámicas de Centroamérica. Obtuvo su título de ciudad el 27 de septiembre de 1546, durante el reinado del emperador Carlos V de Alemania y I de España.
En medio de la maraña del tránsito vehicular de la metrópoli, de la vocinglería de los vendedores y predicadores religiosos; de los miles de salvadoreños trabajadores que recorren infatigablemente sus calles y avenidas ganándose honradamente la vida; los puestos de libros, en las esquinas, constituyen montañas mágicas del pasado, donde el avisado buscador puede encontrar raros artefactos: desde libros de hadas y encantamientos, manuales de mecánica de aviones, hasta las obras completas del clásico autor de terror Edgar Allan Poe.
Unos años atrás, sobre la Calle Arce, frecuentando a un brujo, que comercia con piedras, imanes, amuletos, talismanes, textos demoniacos y antigüedades, encontré un “bolsilibro” (mordisqueado por alguna hambrienta rata) de aquellos que publicaba, por toneladas, la editorial Bruguera. Era un ejemplar de la colección Alondra, cuyo sugestivo título me interesó: “El silencio selló sus labios”. Su autora, la reconocidísima escritora peninsular de novelas rosa, Marisa Villardefrancos.
Villardefrancos fue una gallega (1915-1975) que dedicó su vida a la producción de decenas de historias infantiles, religiosas, sentimentales, que se distribuían en quioscos y librerías de Hispanoamérica. Por cierto, de sus novelas se efectuaron exitosas adaptaciones radiales, que mantenían en vilo a entusiastas radioyentes, muy pegados a sus receptores. Pese a esta dimensión, aparentemente ligera de sus escritos, existe en su corpus creativo, una dimensión literaria, psicológica y social muy interesante.
Siendo niña, la novelista, enfermó gravemente de poliomielitis, una dolencia que le condujo a la silla de ruedas, y que se complicó con sus padecimientos de artritis. De tal manera, que el mundo que Marisa recreó, literariamente, partió de vivencias propias y ajenas, pero en buena medida, también, de su pasión por el universo infinito que la imaginación extrema y el mundo de los libros, le prodigaron.
En el caso de Marisa Villardefrancos, no estamos frente a una autora superflua. Villardefrancos tenía el don de la escritura, su técnica, su lenguaje, evidencian a una mujer que conocía muy bien su oficio y que, por supuesto, era poseedora de una sólida cultura.
Naturalmente faltaron condiciones, para que su talento dictara obras de mayor aliento, ya que su vida fue ceder, por sus mismas necesidades económicas de mujer sola y enferma, a las grandes presiones comerciales de sus editores, sobre todo en sus últimos años. Al respecto nos dice la escritora Estrella Cardona Gamio: “La obra de Marisa Villardefrancos es inmensa y sus libros se cuentan por cientos, muchos de ellos los firmó con seudónimo; los de sus últimos años fueron para Editorial Bruguera que según parece por las informaciones recibidas de Vicente Maciá Hernández, amigo suyo hasta el final, le exigía entregarle de 3 a 4 novelas mensuales, esfuerzo más que sobrehumano en una persona sana y mucho más en una que, como ella, estaba enferma.
Esos años fueron muy tristes a nivel salud, cada vez viéndose más y más limitada, y a nivel económico, ya que todo lo que ganaba se le iba en medicinas”.
A través del ejemplo de Marisa Villardefrancos reivindicamos un género denostado, el género popular, melodramático, de la novela conocida en España como “rosa”. Esa literatura, aunque vista con desprecio por las élites culturales, en sus versiones escritas y radiales, sí impactó a millones de personas, y sí cumplió con el propósito de toda literatura: hacer más dulce, entretenida y humana la existencia.
Libros, revistas, fotonovelas, pasquines a la venta en quioscos, tiendas, librerías y supermercados. Textos que se leían en la calle, en los autobuses, en los parques, en las estanterías de los comercios, y en las recordadas peluquerías, junto a los periódicos del día.
Entre finales de los años 60 y durante los 70, extraordinarios y osados escritores latinoamericanos como Manuel Puig (1932-1990) efectuaron, mediante sus obras, una formidable recreación de este mundo del melodrama, que, en formatos cinematográficos, radiales o impresos alimentaron la llamada cultura popular o “de masas” (como se decía entonces) de buena parte del pasado siglo XX.
La obra de Marisa Villardefrancos exige de los especialistas, una revaloración, estudio y reedición crítica.
¡Descanse en paz, esa novelista fecunda que me ha hecho seguirla de libro en libro, Marisa Villardefrancos!