Marlon Chicas,
el tecleño memorioso
Recordar las etapas de la niñez en la que se disfrutaban las costumbres o tradiciones de nuestra época, que poco a poco van desapareciendo producto de la disque “modernidad”, es algo muy agradable. Traigo a la memoria lo que se ha vivido previo al miércoles de ceniza, es decir, el banderillazo de salida a la cuaresma, en Santa Tecla y sus barrios, esto es la celebración del “Martes de Carnaval”.
En la mayoría de las tiendas, conocidas en mi niñez como pulperías, existía la tradición de vender cascarones de huevos coloreados, cuyo interior estaba relleno de harina, confeti y en raras ocasiones aserrín, cubiertos de la base con papel de china. Estos huevos eran comercializados en canastos, en los negocios de las recordadas doña Olimpia (+) y Tonita Reales (+) allá en mi querido Barrio El Calvario.
La necesidad era fuente de creatividad ya que, debido a los niveles de pobreza en muchos de los barrios tecleños, no todos teníamos los diez centavos de colón, para adquirir los divertidos huevos, lo que motivaba la “rebusca” para obtener algunos centavos. Estas formas podían ser actuar como: mensajero o detective privado de celosas mujeres; hacer mandados, o cuidar de los vehículos de los amigos de lo ajeno, entre otras cosas.
Los menos afortunados solían escudriñar entre los desperdicios, que los comedores arrojaban, para extraer de ellos, los benditos cascarones de huevo. Luego de una estricta asepsia eliminaban los residuos de la clara, dejándolos secar al sol por un par de horas. Posteriormente, tijeras en mano, cortaban diminutos pedazos de papel periódico que servían de relleno, para luego sellar la base con el papel sobrante. El toque final era decorar, con acuarelas o pintura de agua, las cáscaras.
La emoción embargaba a la cipotada del barrio, que se ingeniaba formas distractoras para sorprender a los incautos parroquianos, con la finalidad de estrellar, en sus cabezas, los cascarones, dejando al pringado con recuerdos en su cabellera o vestimenta. La diversión abarcaba a los adultos quienes, como chiquillos, hacían sus travesuras con sus hijos, rompiéndoles cascarones en la testa, arrancándoles enojo, susto o una hilarante risotada.
No era raro disfrutar de batallas campales entre equipos de barriada con el propósito de quebrar la mayor cantidad de huevos al equipo contrario, quedando al final sobre la calle una alfombra de harina de pan, confeti, papel picado, aserrín o con lo que se les ocurriera rellenarlos. Lo único que se buscaba era divertirse y olvidar por un rato la tristeza y marginación de un pueblo sumergido en la pobreza, con la ilusión de un futuro mejor.
Muchas de nuestras tradiciones van desapareciendo paulatinamente dando paso a culturas importadas como: video juegos, teléfonos celulares, televisión por cable, etc. Desafortunadamente al ser usada de forma inapropiada, la tecnología, puede sumergir al ser humano en un mundo de individualismo donde lo primero soy yo y lo último yo.
Un llamado a las nuevas generaciones para que rescaten nuestras tradiciones e identidad cultural, tan abundantes en valores como la solidaridad, la fraternidad, el sano entretenimiento, que no tienen que desaparecer en la formación de los niños y niñas de los barrios. ¡Viva el martes de carnaval!