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Marx: nuestro fantasma de la ópera (4)

René Martínez Pineda
Director Escuela de Ciencias Sociales, UES

Como propuesta para justificar la transformación social (construir la historia como albañil y carpintero, en lugar de solo sufrirla como esclavo; hacer la lucha de clases en las calles, en lugar de escribir sobre ella en las bibliotecas y bares de la pequeña burguesía; vencer el miedo en lugar de robarse la valentía de otros), el imaginario político de Marx puede ser descrito como una crítica teórica feroz a la religión, la filosofía, la moral, la política, la enajenación y la economía capitalista que se monta sobre los hombros de los trabajadores del campo y la ciudad para tocar el cielo de sus riquezas terrenales.

Construir o sufrir; hacer o escribir; luchar o someterse, todos esos dilemas, entre lo que impulsa y lo que detiene, son desnudados como formas de alienación y de fetichismo que se enfrentan como contrarios teniendo como autor intelectual la alienación y el fetichismo, engendrados por el mercantilismo, que son idénticos entre sí aunque sean muy distintos. Esa crítica de Marx lo llevó a hablar de una nueva economía política (desarrollada extensamente por Lenin) que permitiera su superación mediante su negación total (el Aufhebung), con lo que, en el imaginario político marxista, se llega al pináculo de la dialéctica como pregonera de una realidad que deroga a los contrarios para trascenderlos y construir otra calidad que se monta sobre las ruinas de la calidad anterior para ser totalmente distinta en su lógica de movimiento y en sus resultados. En eso radica lo revolucionario de Marx, como teórico y como luchador social, y eso fue lo que enamoró a las fuerzas de izquierda en toda América Latina, aunque no todas se mantuvieron fieles a esos preceptos teóricos y político-prácticos.

En tal sentido, Marx como revolucionario es la síntesis como teórico de la revolución y como militante de la lucha de clases que fue su partera empírica. Esa combinatoria es la que enfada a los intelectuales reaccionarios y escolásticos que se creen la sal del mundo aunque no hayan podido mover ni un milímetro el eje de rotación del mundo. Así como los dictadores están presentes en las novelas del siglo XX (y en el delirio de los descalzos que sueñan con ser el tirano de sus hermanos para sentir la miel de los opresores en boca propia) la noción de revolución social está presente en el imaginario político-teórico de Marx, ante todo después de 1843-1845 en que en París, rompiendo viejos paradigmas, se vivió una verdadera mutación intelectual jalonada por su conclusión más lapidaria y racional, la que es puesta como entrada en el Manifiesto del Partido Comunista: “toda la historia de las sociedades humanas hasta nuestros días es la historia de la lucha de clases. Libres y esclavos, patricios y plebeyos, nobles y siervos de la gleba, maestros y oficiales; en una palabra, opresores y oprimidos, frente a frente siempre, empeñados en una lucha ininterrumpida, velada unas veces, y otras franca y abierta, en una lucha que conduce en cada etapa a la transformación revolucionaria de todo el régimen social o al exterminio de ambas clases beligerantes”.

La versión falsificada –la más ideológica y cínica y letal- de esa tesis de Marx es la democracia electoral (como patético simulacro de la lucha de clases), pues con ella no se pone a consideración de la gente el modo de producción y porque, al menos hoy por hoy, las victorias en las urnas solo le dan un amplio margen de maniobra de clase a la burguesía, margen que le permite, por ejemplo, privatizar los servicios básicos como el agua potable y lograr que las personas crean que les están haciendo un favor.

Un aspecto harto relevante en el imaginario político de Marx es la consideración, en sentido contrario a Hegel, de que no es el Estado la base de la sociedad civil, sino que la sociedad civil es la base del Estado y de su accionar político porque la definición ideológica de aquel está en la cotidianidad. Ese cambio de percepción modificaría de raíz el abordaje de la historia (en las calles y en los libros) y la concepción de la hegemonía. Marx plantea lo siguiente: “Mi investigación dio como resultado que tanto las relaciones legales como formas de gobierno no deben ser comprendidas desde sí mismas, ni desde el llamado desarrollo general de la mente humana, sino que tienen más bien sus raíces en las condiciones materiales de la vida, la suma total que Hegel, siguiendo el ejemplo de los ingleses y de los franceses del siglo XVIII, une bajo el nombre de sociedad civil, y cuya anatomía, no obstante, debe buscarse en la economía política”.

En ese momento, y bajo esas premisas, Marx le dio un giro a sus análisis y descubrió la posibilidad de encontrarle un asidero científico a su imaginario político (la economía como determinante, en última instancia, de la sociedad) y emprendió la tarea de investigar a fondo la economía política en París. Esa investigación es la que llevó a Marx a concluir que la estructura económica de la sociedad (sobre todo la capitalista) es el fundamento real de donde emerge la superestructura jurídica, política e ideológica que le permite construir a la burguesía la hegemonía que explica por qué la ideología dominante es la ideología de la clase dominante. En otras palabras: “el modo de producción de la vida material condiciona el proceso de la vida social, política e intelectual”. En el caso salvadoreño, esa ideología dominante de la clase dominante es la que hace que, aun siendo grotescas, la derecha manipule a la gente con frases como: “El Salvador, país de propietarios”; “El Salvador, país de la sonrisa”; “Juntos podemos corregir el rumbo del país”; “Una nueva visión de país”, etc.

Esa propaganda electoral puede enfrentarse y desvirtuarse solo con un imaginario político sólido como el de Marx, quien hace ciento cincuenta años -sin ser un adivino o un profeta de pacotilla- llegó a la conclusión de que la política no es una variable independiente, neutral o arbitraria que se puede comprender desde sí misma, sino que es una variable dependiente en tanto tiene enterrado su ombligo en las condiciones materiales de la vida, de ahí que la conciencia social sea un producto o un reflejo del ser social. “Más claro no canta un gallo”, nos susurraría Marx si estuviera vivo, porque sigue siendo, por méritos propios, nuestro fantasma de la ópera.

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