Víctor Manuel Valle Monterrosa
El 7 de marzo de 1980 fueron encontrados en San Salvador, con señales de tortura, los cadáveres de Roberto Castellanos Braña, salvadoreño de 29 años, y su esposa Anette Mathiessen, de 22 años, de nacionalidad danesa. El mismo día se encontraron, por lo menos, otros 17 cadáveres en las mismas circunstancias. Los llamados “Escuadrones de la Muerte”, gerenciados por Roberto d´Aubuisson, andaban desatados sembrando dolor y regando con sangre la patria salvadoreña. Ese mismo mes, el 24 de marzo, asesinaron a Monseñor Romero.
El año 1980 hubo, desde el comienzo, mucha crueldad estatal. La histórica concentración popular del 22 de enero y el entierro de Monseñor Romero el 30 de marzo fueron duramente reprimidos y se causaron numerosas muertes. En febrero se informó de, al menos, 3 matanzas en Aguilares/Suchitoto, Chalatenango y Morazán en los que se totalizaron más de 160 campesinos asesinados. Ese mismo año, el 28 de octubre, fue asesinado el Rector de la Universidad ingeniero Félix Ulloa; el 11 noviembre, fue secuestrado y desparecido para siempre el arquitecto Antonio Handal, y el 27 del mismo mes el presidente del Frente Democrático Revolucionario Enrique Álvarez Córdova y otros dirigentes, Enrique Escobar Barrera, Juan Chacón, Manuel Franco, Humberto Mendoza y Doroteo Hernández, fueron capturados en el Externado San José y por la noche aparecieron muertos y en sus cuerpos había señales de torturas.
Antes de concluir ese desgraciado 1980, para coronar la barbarie, el 2 de diciembre, efectivos militares violaron y asesinaron a las religiosas estadounidenses Ita Ford, Maura Clarke, Dorothy Kazel y Jean Donovan que cumplían labores humanitarias en Centroamérica y por la tanto caían bajo sospecha de subversivas por las élites gobernantes.
Durante ese cruel 1980 dirigía el país una élite político militar con figuras prominentes en lo político como Napoleón Duarte a la cabeza y los jefes militares Guillermo García, Eugenio Vides Casanova, Nicolás Carranza, Rafael Flores Lima y otros de igual plumaje y a dicha élite le era funcional la figura de “los escuadrones de la muerte” que obviamente no podían funcionar, sino fuera con la anuencia tácita o al menos soslayo del alto mando miltar.
Fue en esa orgía de crueldad y barbarie que asesinaron a Castellanos Braña y su esposa Anette Matheissen. Estas líneas de remembranzas tienen la intención de recordar estos hechos dolorosos que siguen impunes, cuyas víctimas cayeron en el marco de una vida de luchas y esperanzas por un mejor El Salvador, más justo y desarrollado; pero que muchos de ellos han caído en el olvido y quizá, por eso, como símbolo para combatir el olvido, hablo de Roberto Castellanos Braña a quien conocí cuando él era niño, como conocí a sus padres y abuelos por ambos padres.
Roberto Castellanos Braña era hijo de Raúl Castellanos Figueroa, prominente intelectual y político, periodista y dirigente del Partido Comunista Salvadoreño, que nació en El Salvador en 1926 y murió en Moscú en 1970. La madre de Roberto era Rosa Braña, costarricense, que fue dirigente de Fraternidad de Mujeres Salvadoreñas en los años 1950 y 1960. Era hija de Adolfo Braña, legendario dirigente político y sindicalista español, sobreviviente de la guerra civil de España, nacido en 1891 y fallecido en Costa Rica en 1980 como veterano militante de izquierda revolucionaria. Robertico, como se le decía, venía de una línea familiar de luchadores sociales y por eso, como intelectual joven, junto a su esposa, también intelectual y joven, decidieron venir a El Salvador en 1979 desde la tranquila Costa Rica, donde residían, a hacer aportes a la lucha popular que ya se perfilaba en Salvador y que después fue una guerra civil desgarradora que terminó sentando las bases para alimentar esperanzas que, al final, no se concretaron y se descarrilaron
Roberto y Annette fueron sacrificados por el monstruo asesino de la represión estatal organizada y defensora de los grandes intereses económicos del país y patrocinadores del exterior, que sembró dolor y miserias en El Salvador en los años 1980.Ambos no habían cumplido los 30 años y aún acariciaban utopías; pero lo más importante es que eran idealistas o utopistas “…de los que arriesgan el pellejo para probar sus verdades,” como proclamaba el Che Guevara y por eso, por su coherencia y valentía, merecen ser recordados con respeto y admiración por sus coetáneos y, además, como ejemplos de vida por las nuevas generaciones.
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