Wilfredo Arriola,
Poeta y escritor
Fue allá por el año 1962. Monseñor Romero provenía del seminario mayor San José de la de Montaña en San Salvador acto que fue iniciado en el año de 1938 posterior a esto, siete meses después fue enviado al seminario Pio Latinoamericano de Roma para proseguir sus estudios de Teología. El 4 de abril de 1942 fue ordenado como sacerdote en Roma y luego al siguiente año volvió a El Salvador. Mi madre aun sin saber que era mi madre, trabajaba de cocinera en la iglesia Sagrado Corazón en la colonia Escalón. Este lugar albergaba a diferentes representaciones católicas de la época, en ese entonces se alojaban los Padres Claretianos una comunidad católica religiosa de sacerdotes y hermanos con la misión de extender el Evangelio de Jesús.
En dicha iglesia, la labor de mi madre era preparar diferentes platillos para el placer y alimentación de los huéspedes y comunidad religiosa que llegase. Monseñor Romero era uno de los invitados asiduos a este lugar y no solo al lugar, en especial a la cocina que comandaba mi madre. Solía decir que le encantaba llegar cuando hacía Paella española, las razones eran puntuales. Monseñor Romero tenia una excelente amistad religiosa y de camarería con los sacerdotes de aquel sitio, tanto que no necesitaba ser invitado para una actividad específica, simplemente llegaba por el hecho de dar un abrazo o de entablar conversación acerca de la vida, de la fe o de lo que les gobernara en ese entonces. Mi madre recuerda con atento cariño a el padre Francisco Fierro, Padre García, Padre González y al Padre Zuluaga, la mayoría de ellos españoles con calidad humana y fervor por representar a la iglesia católica, iglesia que ha representado Monseñor Romero con su legado irrepetible.
Monseñor Romero, entre risas y largas conversaciones se desprendía de la sala de estar y se dirigía hacia a la cocina para conversar con mi madre acerca de temas cotidianos. Me preguntaba —me cuenta— del por qué no continué mis estudios, de dónde era, y adónde aprendí a cocinar. Cuando me preguntaba no solamente me hacía sentir bien, sino que también me decía que existía, que no era solo la cocinera del lugar sino también alguien que necesitaba ser escuchada y que en la soledad de una cocina también se puede hacer lobby como el de un hotel. No es que los demás miembros de los Claretianos no lo hicieran, también lo hacían, a su forma y manera, pero la peculiaridad de Romero era especial porque no dejaba ver hipocresía alguna y entre preguntas y risas develaba su pasión por los camarones de aquella Paella Española que preparaba. Me hacía el universal gesto del guardar silencio y tomaba los mejores camarones, los más grandes. También fui su cómplice, camarón que se comía, camarón que reponía, pregunta que me hacía pregunta que respondía. —No le digas a nadie— y reíamos de a dos. Aquellos años pronosticaban años de lucha y entrega. Monseñor Romero siempre fue un tipo sencillo que es el mayor halago de las personas eternas. Solía irse a tomar la siesta al cuarto de huéspedes y volvía al cabo de unos 30 minutos a sentarse conmigo en la cocina a conversar como si nunca se hubiese ido. La única petición, —me cuenta mi madre— que a su café solo le ponía azúcar él. Su naturalidad era como la de un ciudadano más sin poses ni ambigüedades. “Hace calor aquí, pero cuando uno hace lo que ama siempre es un buen lugar para estar Hortencia”. Fueron parte de las últimas palabras que me dijo. Los recuerdos cada vez que se cuentan se viven por vez primera, porque siempre uno tiene otra piel para contar lo sucedido. Me lo cuenta mi madre Hortencia, en vísperas del 24 de marzo día internacional para recordarlo. Hay café, como al que a él le gustaba, estamos cerca de nuestra cocina, ella lo cuenta yo lo escribo y quedará para siempre como su obra y recuerdo en cada una de las almas donde dejo huella. Mi madre me pide no ponerle azúcar al café de ella…
A Hortencia Flores.
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