Luis Armando González
A Jon Sobrino
Hace 50 años América Latina vivió uno de los acontecimientos más extraordinarios en su historia reciente, cuando los obispos de la región se reunieron, en 1968, en Medellín, Colombia, para celebrar la Segunda Conferencia General del Episcopado Latinoamericano. Una crisis económica de envergadura estaba a las puertas, pues el proyecto de Industrialización Sustitutiva de Importaciones mostraba severas limitaciones, socavado por la inflación y la poca competitividad internacional ya vislumbradas en los años cincuenta1. La industrialización se ha revelado como “incompleta o trunca”, es decir, ha dejado “huecos tanto grandes como pequeños en las estructuras industriales de América Latina. Algunos de los vacíos, salvo que hubiera intenciones de cubrirlos a costos muy altos por medio de la fabricación local, tuvieron que ser colmados a base de importaciones conforme a las exigencias de la demanda de dichas estructuras”2. En los años sesenta, la crisis económica agudizó los problemas estructurales de siempre: la pobreza, la exclusión social y la marginalidad golpean a amplios sectores sociales, cuyas demandas ya no pueden ser atendidas por el Estado, sometido al poder de los militares3.
Algo importante está sucediendo a mediados de los años sesenta: se han inaugurado, con un golpe de Estado en Brasil, en 1964, las dictaduras militares, que en seguida van haciéndose del poder en distintos países del Cono Sur. No era la primera vez que los militares irrumpían en la vida política latinoamericana; de hecho, desde la época de la anarquía, en la segunda mitad del siglo XIX, hasta los años treinta del siglo XX, los militares tuvieron una presencia política permanente. Sin embargo, su participación directa en el ejercicio del poder político se consideró, por lo general, como algo temporal que, en aras de la legalidad constitucional, tenía que ser los más breve posible4.
Lo novedoso en los golpes que se inician a mediados de los años sesenta es que esta vez los militares llegan con la intención de quedarse en el poder por un largo tiempo: el que fuera necesario para sentar sobre nuevas bases la economía, reestructurar el Estado y “librar” a las sociedades de la amenaza comunista. Es decir, “la emergencia de los regímenes autoritarios parece constituir una respuesta a la crisis política de la sociedad y, al mismo tiempo, representa el intento de materialización de un proyecto histórico social… El elemento de crisis política deja en evidencia uno de los rasgos fundamentales de estos regímenes: son ellos de reacción, de contención, contrarrevolucionarios en algunos casos. Frente a la amenaza que se cierne sobre el orden como fruto de la movilización popular acompañada de creciente radicalización ideológica, polarización y, en algunos casos, de crisis de funcionamiento de la sociedad, lo que se busca es poner orden, desmovilizar, ‘normalizar’, ‘apaciguar’. Ello exige la ruptura del régimen político, lo que a su vez requiere de la presencia del actor dotado de la fuerza y, para algunos, de la legitimidad: las FF.AA”5.
Los golpes militares –escribió en su momento Guillermo O’Donnel— “se vincularon de manera estrecha con un alto grado de activación política del sector popular, que aparecía como portador de una seria amenaza para la preservación del orden social dado. Por otro lado, en íntima relación con esa amenaza, y con los consiguientes temores de la burguesía y no pocos sectores medios, se desencadenó una crisis económica que puede ser sintetizada mencionando que, en el momento de los golpes de Chile en 1973 y la Argentina en 1976 la inflación superaba las tasas anuales del 500%, parecía inminente la cesación internacional de pagos, la inversión externa había caído drásticamente y los flujos de capitales en el exterior, legales e ilegales, deban salvos masivamente negativos”6.
La revolución cubana (1959), y su influencia creciente en sectores significativos de las sociedades latinoamericanas –especialmente, estudiantes universitarios e intelectuales—, sostiene la convicción castrense de que la seguridad nacional está en peligro y de que para salvaguardarla hay que actuar sin contemplaciones de ningún tipo7. El surgimiento de grupos político-militares de izquierda (Tupamaros, Ejército Revolucionario del Pueblo, Movimiento Al Socialismo) y, en 1970, el triunfo electoral de Salvador Allende, en Chile, los convence de que la “amenaza comunista” es algo real y de que, por tanto, en sus manos está la defensa del mundo libre, occidental y cristiano, tal como lo enseña la Doctrina de la Seguridad Nacional8. Así, “la toma de poder por los militares, en Brasil, creó el primero de lo que llegaría a ser toda una serie de regímenes con economía de mercado, no solo eliminando el gobierno civil sino suprimiendo también a los dirigentes y organizaciones laborales, cerrando todos los canales establecidos de disidencia política y social e invirtiendo radicalmente la política económica nacional”9.
El cierre de la década de los sesenta y los inicios de la década siguiente ponen de manifiesto la encrucijada en que se debatirá la región latinoamericana a partir de entonces, y hasta finales de los años ochenta. La violencia política, que tendrá como uno de sus focos a los Estados autoritarios y como otro la violencia revolucionaria de agrupaciones de izquierda, comienza a abrirse paso, sumándose a otras violencias de carácter estructural e institucional. Es este el contexto en el que se realiza la Segunda Conferencia de Obispos en Medellín. En 1968, la represión no se ha desatado abiertamente, y con la fuerza que lo hará después, sobre un movimiento popular –estudiantil, sindical, campesino— que, organizadamente, reclama sus derechos no solo económicos y sociales, sino también políticos. Hay unas ansias de cambio en amplios sectores sociales que, en esos momentos, se revelan como incontenibles para quienes temen por sus privilegio10. Hay sufrimiento material y exclusiones políticas, pero también hay esperanza.
Los obispos latinoamericanos reunidos en Medellín se hacen cargo de esta situación crítica y esperanzada. Mejor preparados que en 1955, no dan la espalda a los retos que les plantea en esos momentos la realidad histórica latinoamericana. Y ello por dos razones, una de carácter interno y otra de carácter externo. Internamente, no solo el Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM) ha consolidado sus estructuras, sino que también ha surgido una generación (formada por sacerdotes, religiosas y religiosos) dispuesta a potenciar, inspirada en un pensamiento teológico liberador11, las transformaciones que reclaman los sectores populares latinoamericanos. Externamente, desde Roma, se hace sentir el influjo renovador del Concilio Vaticano II, cuya Constitución Pastoral Gaudium et Spes proclama que el “gozo y la esperanza, las tristezas y angustias del hombre de nuestros días, sobre todo de los pobres y de toda clase de afligidos, son también gozo y esperanza, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo”12.
1. Cfr. L. A. González, “Estado, mercado y sociedad civil en América Latina”. ECA, No. 552, octubre de 1994, pp. 1045-1056.
2. V. L. Urquidi, Otro siglo perdido. Las políticas de desarrollo en América Latina (1930-2005). México, Colegio de México-FCE, 2005, p. 159.
3. Cfr. A. O. Hirshman, De la economía a la política y más allá. México, FCE, 1984, Capítulo V: “El paso al autoritarismo en América Latina y la búsqueda de sus determinantes económicos”, pp. 129-175.
4. Cfr. P. González Casanova, Los militares y la política en América Latina. México, Océano, 1988.
5. M. A. Garretón, En torno a la discusión de los nuevos regímenes autoritarios en América Latina. Santiago de Chile, FLACSO, Documento de trabajo, No. 98, septiembre de 1980, pp. 4-5.
6. G. O’Donnel, “Las Fuerzas Armadas y el Estado autoritario del Cono Sur de América Latina” (1979). En G. O’Donnel, Contrapuntos. Ensayos escogidos sobre autoritarismo y democratización. Buenos Aires, Piados, 2004, p. 99.
7. También en Estados Unidos se refuerza esa convicción, misma que lleva no solo a fortalecer a los ejércitos latinoamericanos, sino a propiciar un esquema de asistencia económica y social para América Latina a través de la Alianza para el Progreso, creada en 1960. Cfr., S. Webre, Revoluciones inevitables. La política de Estados Unidos en Centroamérica. San Salvador, UCA Editores, 1989, pp. 191 y ss.
8. Cfr. J. Comblin, El poder militar en América Latina. Salamanca, Sígueme, 1978.
9. J. Sheahan, Modelos de desarrollo en América Latina. México, Alianza Editorial Mexicana, 1990, p. 252.
10. Cfr. D. Camacho, R. Menjívar (Coordinadores), Los movimientos populares en América Latina. México, Siglo XXI, 1989; R. Katzman, J. L. Reyna (Coordinadores), Fuerza de trabajo y movimientos laborales en América Latina. México, El Colegio de México, 1979.
11. Cfr. Entre otras obras, L. Boff, Eclesiogénesis. Las comunidades de base reinventan la Iglesia. Santander, Sal Terrae, 1980; L. Boff, Y la Iglesia se hizo pueblo. Bogotá, Ediciones Paulinas, 1986; P. Berryman, Teología de la liberación. México, FCE, 1989.
12. Constitución Pastoral “Gaudium et Spes”. En Documentos completos del Vaticano II. Bilbao, Mensajero, 1986, p.135.