Luis Armando González
En 1996 escribí “Tiempos neoconservadores” (ECA, mayo-junio de 1996) con el propósito de dejar constancia de mi preocupación por el clima cultural neoconservador de esos primeros años de la postguerra. Dos décadas después, esa preocupación no solo no ha disminuido, sino que se ha acrecentado. Tengo la impresión de que algunas de las manifestaciones de nuestra cultura –tal como se pone de manifiesto en determinados comportamientos, valoraciones y opiniones que se hacen cada vez más generalizados— apuntan a algo que, a falta de una mejor palabra, se puede calificar como una “medievalización” cultural.
No me refiero a esa dimensión de lo medieval que se caracterizó por la erudición, la agudeza en el razonamiento o la intensa labor de traducción, sino a esa otra que llevó a denominar a la Edad Media como la “edad oscura”, y según la cual el misticismo, el oscurantismo, el fanatismo y la irracionalidad, entre otros rasgos, fueron los signos más llamativos. Más adelante reflexionaré sobre algunos aspectos que apuntan, sintomáticamente, a dinámicas culturales presentes en nuestro país que hacen revivir, en esta segunda década del siglo XXI, aquella edad oscura.
Antes de pasar a esa reflexión, no puedo dejar de mencionar que, aunque la intención de escribir sobre el tema me ronda desde hace un tiempo atrás, la lectura del libro de Richard Dowkins El espejismo de Dios (Barcelona, España, 2017) me dio el último impulso. Entre otros asuntos de interés, y no exentos de polémica, Dowkins plantea que hay un progreso moral –un progreso del Zeitgeist, dice él— en virtud del cual la sociedad se mueve en una dirección en la que se van abandonando prejuicios, misticismos, fanatismos e irracionalidades, y visiones progresistas y críticas las reemplazan en la conciencia social.
“Algunos de nosotros –dice Dowkins— quedamos rezagados de la ola del cambio en el Zeitgeist moral y algunos nos hallamos ligeramente a la vanguardia. Pero la mayoría de nosotros, en el siglo XXI, nos encontramos apiñados muy lejos de nuestros homólogos de la Edad Media o de los tiempos de Abraham… Se producen retrocesos locales y temporales como el que está teniendo lugar en Estados Unidos desde el año 2000. Aunque, desde el punto de vista de una escala temporal más prolongada, se da una tendencia progresiva inequívoca y así continuará”.
Solo se si entienden esos retrocesos locales y temporales de manera reducida (unos pocos países) y de corta duración (no sé qué lapso de tiempo sería “corto” para Dawkins) tiene sentido el optimismo del autor. Pero cuando los países en retroceso se multiplican y ese retroceso dura más de dos décadas (caso de EE.UU., si partimos de 2000), entonces el optimismo tiene poca cabida.
Y en El Salvador definitivamente que no hay razones para ser optimistas a cerca de un cambio para mejor en la conciencia social. Sí las hay para ser pesimistas, a juzgar por los síntomas de medievalización cultural que están cobrando fuerza entre distintos sectores de la sociedad, incluyendo un segmento de sus intelectuales. En distintas notas iré exponiendo esos síntomas, comenzando ahora con uno que me parece ineludible tratar: la infantilización.
Se trata de un rasgo (no se me ocurre una mejor palabra) que caracteriza a distintos sectores sociales, no necesariamente jóvenes o en edad infantil. Consiste esta infantilización en la aceptación (o imposición) de una condición de “minoría de edad” que impide comportarse y tomar decisiones autónomamente, y asumir responsablemente las consecuencias de las propias acciones. En virtud de esa condición –aceptada o impuesta— son siempre los otros los responsables de lo que le sucede o hace la persona infantilizada (sin importar cuán mayor de edad sea).
Esto va más allá del “infantilismo religioso”, según el cual todo lo que les sucede a (o hacen) las personas –obtener o perder un empleo, levantarse todos los días, casarse o divorciarse, tener una enfermedad o resbalar por las escaleras— obedece a la voluntad de Dios, pues se extiende a prácticas como la violencia criminal, las relaciones de pareja y los abusos de poder cuyos agentes –aunque obren con plena conciencia y plena libertad— no dudan en recurrir, para justificar sus acciones y eximirse de responsabilidades, a los condicionamientos sociales, las relaciones de poder o la cultura en la que fueron educados. Son “otros” los responsables: el infantilismo anula la propia responsabilidad al anular la capacidad que tienen los individuos –a partir de una cierta etapa de su vida— de tomar decisiones por su propia voluntad.
Uno de los grandes logros de la Ilustración fue la reivindicación del derecho de las personas a tomar sus propias decisiones (guiadas por su razón) y a decidir libremente el tipo de vida que querían llevar en tanto que ese derecho era un pilar básico para vencer desigualdades de estatus, de abolengo o de clases: en las relaciones de pareja, si dos personas –con mayoría de edad y en uso de su razón— decidían voluntariamente no solo convivir, sino realizar su sexualidad de una determinada manera, esa decisión se consideró que estaba por encima de otras consideraciones por ejemplo de rango o estatus.
La infantilización amenaza a esa conquista, en el sentido de que quienes asumen (o se les impone) esa condición están un nivel inferior en cuanto a su voluntad de decidir; de tal suerte que, con su libre voluntad devaluada, siempre serán presas (o víctimas) de quienes por su edad, rango o estatus no pueden ser o no quieren ser infantilizados (o lo son menos que su contraparte). Así, en el infantilismo, la mayoría de edad legal y la capacidad de razonamiento de los individuos dejan de ser relevantes: siempre que estén ante una persona mayor que ellos (o ellas), o con un estatus distinto, su capacidad de decisión estará siempre un peldaño abajo y por ello será secundaria respecto de la dinámica que se siga de su relación con esa persona de mayor edad o un estatus distinto. Quien ha sido infantilizado, aunque crea estar actuando libre y de manera autónoma, no lo hace: son los otros los que, por tener un estatus distinto, una mayor edad, más recursos o más poder, le imponen su voluntad. De esta suerte, como en la Edad Media, la receta –una receta medievalizada- para las personas infantilizadas es que reduzcan su marco de relaciones de amistad o amorosas a quienes comparten su edad, estatus, rango y clase social.
Y la receta para quienes no quieren ser acusados de violentar las reglas en un mundo infantilizado es que también circunscriban su marco de relaciones amorosas o de amistad a personas de su misma edad y su mismo estatus, rango, clase, profesión y poder. Unos y otros deben saber que –en un ambiente infantilizado y medievalizado— la libre voluntad, amparada en su mayoría de edad y en su razón, no es suficiente argumento para que sus vidas se crucen y puedan realizar proyectos de amor o amistad venciendo las barreras impuestas por el estatus, el rango, el poder o la profesión. Nunca mejor consejo para estos tiempos infantilizados y medievalizados que ese que dice “cada oveja, con su pareja”.