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Existe una preciosa joya de gran sabiduría humana, y acaso divina -en tanto el ser humano es también divino- cuyo autor fue el emperador romano Marco Aurelio (121-180 d. C.).
Esta obra lleva por título: “Meditaciones”. Y pudiera resultar extraño que proceda de la pluma de un guerrero y político que se vio envuelto en tantas y tantas terráqueas cuestiones. Pero es, precisamente, por esta razón, y desde luego, por la excepcional inteligencia y sensibilidad del gran estadista y filósofo estoico, que este manual –organizado en doce libros- vital y práctico vio la luz.
¿Dónde reside la fuerza que toda persona necesita para hacer frente a la siempre demandante realidad? ¿Cuál es la fuente de dónde brota el preciado y seguro sostén? La mayoría de los seres humanos buscan –desesperadamente- fuera de ellos, el mágico elixir que les permita huir del miedo, alcanzando la cima de la felicidad. Sin embargo, ni el poder, el dinero o el prestigio, pueden garantizar la anhelada dicha, la sublime paz.
La respuesta apunta hacia la divinidad interior. Varios pueden ser los caminos. Para Marco Aurelio, la senda orientadora es la filosofía. Veamos: “¿Qué nos puede guiar? Sólo una cosa: la filosofía, que consiste en mantener a nuestro dios interior sin afrentas ni daños, por encima de placeres y penas, sin dejar nada al azar, sin mentir ni fingir, al margen de lo que los demás hagan, aceptando los acontecimientos y la parte que le toca pues tienen su mismo origen. Y, sobre todo, esperar la muerte con buena disposición, sabiendo que es sólo la disolución de los elementos que componen a los seres vivos”.
Lamentablemente nuestro mundo occidental, y aquel que se ha occidentalizado, en la connotación más inhumana, se ha perdido confundiendo lo accidental con lo esencial. Y esto no es vana disquisición; al contrario, los frutos de este errático proceder, saltan a la vista en los conflictos mundiales del presente, y en la sinrazón que nos gobierna a nivel local.
Nuestra época se vanagloria de los alcances digitales, comunicológicos y científicos; pero padecemos un tiempo de verdadera desconexión con lo realmente importante para nuestras propias existencias. Una época de fortísimo individualismo y de horrendo desprecio por la vida y por el bienestar de los más necesitados.
Hemos erigido una estatua al egoísmo, y lo cargamos como el más venerado de los ídolos modernos. Empero, el romano escritor nos recuerda: “Acuérdate de que sólo eres una mínima parte de la sustancia total, de que sólo dispones de un breve intervalo del tiempo global, y de que sólo dispones de un pequeñísimo lugar en el destino”.
Marco Aurelio nos ofrece una ruta interesante, ponderando la virtud y el deber personal y social: “¿Te distraen los acontecimientos exteriores? Ofrécete reposo para aprender algo bueno y dejar de dar tumbos. Pero entonces también hay que guardarse de otro extravío: en efecto, cometen también tonterías los que por culpa de sus actos están cansados de vivir y no tienen objetivo al que dirigir de una vez por todas todo impulso y representación. No es fácil que se pueda ver que alguien es infeliz por no fijarse en lo que sucede en el alma de otro, pero es forzoso que sean infelices quienes no siguen de cerca los movimientos de su propia alma. Hay que recordar siempre lo siguiente: ¿cuál es la naturaleza del todo y cuál es la mía, qué relación tiene esta mía con aquélla y qué parte es de qué todo, y que nadie te impide realizar las acciones y decir las palabras concordantes con la naturaleza de la que formas parte?”.
En tiempos difíciles, cuando la desventura invade al corazón individual y al de la Patria, estas palabras antiguas, adquieren asombrosa vigencia: “Entonces la inteligencia, libre de pasiones, es una ciudadela. Nadie puede retirarse a otro lugar más inalcanzable y seguro. Quien no se ha dado cuenta es un ignorante, pero quien lo sabe y no se refugia es un desgraciado”.
Y finalmente estos consejos, válidos para príncipes y pueblo llano. Normas de vida saludables que nos mantendrán serenos, equilibrados, mientras afuera continúen aullando los actuales lobos vestidos de ovejas, aquellos que creen vanamente que no pasarán.
Pongamos oídos atentos: “Sé vigilante, no te cesarices, no te empapes en púrpura, cosa que ocurre. Mantente, por tanto, sencillo, bueno, puro, digno, sin pompa, amigo de lo justo, piadoso, bien intencionado, afectivo, fuerte para ejecutar lo conveniente. Lucha para permanecer, así como te quiso hacer la filosofía. Respeta a los dioses, salva a los hombres. La vida es corta, el único fruto de la existencia sobre la tierra es una disposición virtuosa y unas acciones comunitarias. En todo como discípulo de Antonino: su vigor a favor de acciones realizadas de acuerdo con la razón, su equilibrio en todo, su virtud, la calma de su rostro, su dulzura, su ausencia de vanagloria, su empeño para captar los asuntos. Cómo no rechazaba nada en absoluto sin considerarlo antes mucho y reflexionarlo con seguridad. Cómo soportaba a los que lo criticaban injustamente sin criticarlos a su vez. Cómo no se apresuraba para nada, cómo no aceptaba las calumnias. Cómo era un examinador riguroso de los comportamientos y de las acciones, pero ni crítico, ni asustadizo ante rumores, ni sospechoso, ni enrevesado. Cómo se conformaba con poco, así en la vivienda, en el lecho, en el vestir, en el alimento, en su servidumbre. Cómo era sufrido y perseverante. Capaz de permanecer quieto hasta la tarde gracias a su dieta frugal, sin necesidad de evacuar fuera de la hora acostumbrada. Su firmeza y uniformidad con sus amistades. Soportar a los que se expresaban con libertad contra sus opiniones y agradecérselo si alguno mostraba una mejor. Cómo era piadoso con los dioses sin temores supersticiosos. Que la última hora te llegue con igual de buena conciencia que a él”.